jueves, 24 de julio de 2014

LA PETISA


La oficina estaba en pleno centro, sobre la calle 9 de Julio una de las más transitadas de la ciudad, y nosotros teníamos el privilegio de gozar de un gran ventanal que daba sobre ella. Eso nos permitía la distracción de ver pasar a decenas de personas todos los días, ya que ingresábamos a trabajar una hora antes de que abrieran los comercios y nos retirábamos dos horas después del cierre. Así que todos formaban parte de un desfile que se nos ofrecía de continuo.
El más beneficiado era José, porque su escritorio estaba ubicado frente a la abertura. A tal punto que lo dejaba en exposición, como si estuviera de adorno en la vidriera de cualquier negocio; mientras que el resto apenas si podíamos ver un poco de aquel bullicio callejero.
Él no era de Uruguay y había nacido en un hogar humilde de las orillas de Bahía Blanca. Gran jugador de ajedrez y toda su vida –decía- había sido hincha de Olimpo. Lo conocí cuando llego a Concepción del Uruguay, a comienzos de los 80. De estatura mediana y contextura normal, morocho, con un pelo renegrido que comenzaba  a escasear a pesar de su juventud, ojos oscuros vivaces, penetrantes y siempre, siempre mostrando una enorme sonrisa. Tenía una actitud que parecía demostrar una autoridad que sabíamos falsa y mentirosa. A poco de llegar había conocido a Elsa, una mujer de carácter, de quien se había enamorado.  En meses nada más ingresó a la empresa y se casó. Fue una seguidilla de acontecimientos que transformaron completamente su vida. Atrás quedaron sus sueños de convertirse en actor y –por cierto- que parecía tener dotes para serlo. Gran ductilidad, expresividad, gesticulación y un encanto muy especial lo distinguían. Tal vez por eso, conociendo su fama de mujeriego, ella lo tenía muy controlado. Más allá de lo chistoso que solía ser, era de lo más inofensivo y dependía hasta en los detalles totalmente de su mujer. Parte del cambio se había producido también en Elsa.  La muchacha bajita, sumisa y gentil, que conoció cuando llegó a la Histórica, se había convertido en una mujer terriblemente celosa y autoritaria.  De la paloma había surgido un halcón.
Pero volvamos a nuestra historia.
La visión de la calle, por supuesto que detrás del vidrio que lo separaba de la vereda, fue familiarizándolo con los que pasaban. Al principio intercambiaban una mirada, luego una sonrisa y después hasta se saludaban con la mano.
Normalmente aquella rutina involucraba a personas jóvenes y de ambos sexos.
No recuerdo exactamente el año en que ocurrió, pero había empezado la primavera. En Uruguay y sobre todo en el centro, su comienzo  tiene un efecto maravilloso. Desde los rosales que explotan de pimpollos en medio de la Plaza Ramírez, hasta los tonos vistosos en las vestimentas de quienes pasean o salen de compras aprovechando el calorcito, armonizan una paleta multicolor que le da un atractivo especial al paisaje urbano.
Como decía un amigo, “es cuando los días se empiezan a estirar y las polleras a acortar”.
Esa mañana, nuestro compañero había comenzado a intercambiar saludos, como parte de aquella costumbre que completaban su rutina mañanera. Se había parado frente al ventanal, cuando la bonita empleada de una tienda vecina pasó tranquilamente por la vereda de enfrente. Venía con un vestido ajustado que dejaba poco para la imaginación, ya que destacaba la belleza de su atractivo físico. Intercambiaron sonrisas y él le hizo un gesto para hacer notar su aprobación por lo bien que lucía. Ella devolvió el mismo con una gran sonrisa y respondió con el clásico ademán de tirar un beso con la mano, agradeciendo el piropo. Todo esto no hubiera tenido mayores problemas si al lado de la ventana, casi pegada a ella, no hubiera estado Elsa que entre asombrada y sorprendida había sido testigo involuntaria de la escena.
Nunca pude imaginarme como fue la erupción del Vesubio, pero creo que su reacción debe haber sido algo similar. Reventó. Explotó. Alcanzamos a ver como su rostro de un natural color blanco se tornaba rojizo y el aplomo que siempre ostentaba se convertía en un manojo de nervios y ademanes.
José no se dio cuenta en seguida de la presencia de su mujer y se dio vuelta hacia nosotros  vanagloriándose de su conquista; pero, cuando la vio se transformó. A la inversa de Elsa, él empalideció totalmente. No obstante no quiso que percibiéramos ni su enorme temor, ni los ademanes de ella que alcanzábamos a vislumbrar en lo poco que veíamos a través del ventanal. Así que, se puso de espaldas a la calle e intentó tapar con su cuerpo la escena. No pudo. En ese momento ella golpeó con fuerza el vidrio y comenzó a hacerle señas enfurecida para que saliera; mientras que, imaginamos,  continuaba profiriendo una serie de palabras (¿palabrotas?) que no hacía falta que escucháramos para entenderlas agresivas e insultantes.
Totalmente consciente de que ya estábamos al tanto de lo que estaba  ocurriendo,  trato de disimular y nos dijo tranquilamente “Cúbranme con el jefe, muchachos, que salgo un ratito”.
No resistimos la tentación de acercarnos a observar que ocurría. Cuando  lo vimos aparecer en la vereda fuimos testigos de unos de los retos más severos que –al menos yo- creo haber observado en toda mi vida. Primero le tiró un par de cachetazos  y después continuó gritando, mientras ponía frente a su cara el dedo índice en señal de dura advertencia. Estoy convencido que se dio cuenta de que mirábamos la escena y se me ocurre que eso la motivó y sirvió para que potenciara su reclamo como ejecutando un castigo ejemplar, no ya para nuestro pobre compañero, sino para todo el género masculino. José con la cabeza gacha solo escuchaba y soportaba. Su dignidad quedó  a la altura de las baldosas. Tan bochornosa era la escena que, vergonzosamente, nos retiramos de la ventana, sobre todo para no ser mas testigos de la enorme humillación pública a que era sometido nuestro compañero de trabajo. Aunque, en realidad, no sé si ya era solo por él o lo hicimos también por nosotros mismos, que preferimos salir del cuadro. 
Nos miramos apenados y quedamos en silencio. En silencio y esperando. Esperándolo. Pasaron varios minutos, hasta que volvió a la oficina.  Y allí la sorpresa fue nuestra.
Cuando estábamos convencidos de que entraría totalmente agobiado, por la situación padecida, derrotado y con vergüenza; ingresó sonriente y meneando la cabeza mientras con una mueca sobradora, nos decía con total tranquilidad:
-      ¡Ja, la cague a pedos a la petisa...!

Este cuento forma parte del libro “Para muestra basta un Cuentito” editado en enero de 2013


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