jueves, 28 de agosto de 2014

PISOVOLKO


En memoria de Enrique Toscani (mi suegro), un excelente cuentista y un tipo extraordinario

Desde que el hombre es hombre (y lo digo generalizando para que no se me tilde de machista) ha tenido uno de sus mayores enemigos en la incertidumbre. No resiste la sorpresa, lo inesperado; es decir,  aquello para lo que no está preparado. Por eso establece rutinas que cumple a lo largo del tiempo, una y otra vez.
¿Qué es la vida sino una larga sucesión de rutinas? Y cuando ese estatus se altera, se produce un cambio, un quiebre; termina siendo reemplazado por una nueva sucesión de rutinas. Porque son esas rutinas las que le brindan seguridad y le permiten ilusionarse imaginando que está “controlando” el futuro.
De eso, de alguna manera, se trata esta historia.
El “gringo” Pisovolko era uno de los sastres más renombrados de Concepción del Uruguay  hace unos cuantos años atrás. Vivía en una casa ubicada en la vereda sur de la calle San Martín, entre Artigas y Tibiletti. Como todos, tenía sus costumbres y sus hábitos (sus “rutinas”, según el argumento esgrimido anteriormente).
Menudo y con una gran cabeza rapada, tendría –en los tiempos en que transcurre este relato- algo más de 60 años, vestía muy sencillamente y su pantalón de estricto “tiro largo” le llegaba casi hasta el pecho. Por su aspecto, era lo más parecido a cualquiera de las víctimas de los “ghettos” que vemos en las películas de la época de la Alemania nazi. Solía levantarse muy temprano –a eso de las cinco de la mañana- para comenzar con su trabajo.
Los trajes “de confección” estaban destinados a quienes tenían pocas posibilidades económicas o a los que los utilizaban solo para trabajar. Los que eran “a medida” solían distinguir a los más pudientes de aquella pueblerina sociedad. Esta era su especialidad.
Pero, volvamos a nuestro protagonista.
Cuando el reloj marcaba casi las nueve tomaba su primer descanso.
Salía de su casa y se dirigía –caminando lentamente-hasta la confitería “Mon Cherí”  ubicada a una escasa cuadra y media. Allí tomaba sus primeros tragos del día: una buena seguidilla de vasos de aperitivo Lusera (costumbre generalizada por aquel entonces entre los hombres de cierta edad). Casi media hora después y a veces con alguna dificultad porque el alcohol también hacía su trabajo, regresaba al hogar para disfrutar de una buena siesta y continuar –por la tarde- con su tarea.
Hosco y de permanente mal humor, solo conseguía clientes por lo excelente de su trabajo.
Era tal la exactitud de su costumbre que había vecinos que ponían en hora su reloj tomándolo como referencia: Pisovolko pasaba a las nueve horas por la esquina de San Martín y Artigas, ni un minuto antes, ni un minuto después. En su camino apenas si respondía gruñendo cuando algún vecino, por cortesía o simplemente por educación, lo saludaba. Siempre cruzaba en su recorrido al guardia de la Delegación local de la Policía Federal y a Enrique –mi suegro- que tenía su negocio de venta de carpas, artículos de camping, caza y pesca justo en esa esquina. Tanto el edificio gubernamental, como el negocio estaban uno frente al otro.
Hasta que aquel día ocurrió.
Se hicieron las nueve de la mañana y, esta vez,  Pisovolko no pasó.
El guardia policial extrañado y preocupado, dejó el lugar donde estaba apostado y cruzó la calle para comentarle a Enrique lo ocurrido.  Este, como también era su costumbre, se encontraba enfrascado en la lectura matinal del diario La Calle, medio informativo ineludible para saber que pasaba “formalmente”  en el pueblo (esta era su propia “rutina”).
-      Don Enrique, ¿no se ha fijado que Pisovolko no paso?
Silencio del otro lado.
-      Ud. sabe que yo tomo la guardia a las ocho y media y nunca, desde hace años, nunca Pisovolko ha dejado de pasar a las nueve. La verdad es que me tiene preocupado y, como para hacerse el gracioso, agregó: extraño su gruñido mañanero.
Enrique levantó la vista del periódico fastidiado por el molesto interlocutor y con la indudable intención de cortar el diálogo que le interrumpía su plácida lectura, puso cara de circunstancia y  le dijo:
-      ¿Pero cómo, no sabe? Pisovolko murió en la madrugada.
Dicho esto, continuó con lo suyo; mientras el hombre de azul volvía con sorpresa y conmovido a su lugar de trabajo en la vereda de enfrente. No obstante, ni bien tuvo oportunidad, le comentó a su superior la luctuosa novedad, agregando que creía que sería muy bien visto por todo el vecindario que, en función de un conocimiento de tantos años con el muerto,  los miembros de la delegación hicieran un aporte económico y en nombre de la institución se hicieran presentes. Sus compañeros asintieron y así realizaron una colecta.
A media mañana el solícito agente cruzó la calle llevando una enorme corona fúnebre producto del aporte obtenido. El ornamento tenía una destacada banda púrpura atravesada que –con letras doradas- expresaba “Nuestro profundo dolor por la muerte del vecino Pisovolko” y firmaba “Delegación de la Policía Federal”. Así, con gran pesadez, tanto por la congoja como por el propio peso de la carga, el uniformado marchó rumbo a lo del sastre donde imaginaba se llevaría a cabo el velatorio, ya que -por aquellos años- se acostumbraba que los mismos se realizaran en la casa del difunto.
Después de tocar el timbre, grande fue su sorpresa cuando el propio Pisovolko le abrió la puerta; pero más grande fue la sorpresa del propio anfitrión cuando vio la carga que el visitante traía y la leyenda de la ofrenda floral que el desconcertado uniformado le extendía, casi con un movimiento instintivo.
El policía azorado y sin salir de su asombro, solo atinó a decir:
-      ¿Pero cómo, usted no había...?
Pisovolko, no solo se dio rápidamente cuenta de la situación, sino que –fiel a su mal carácter- tuvo un estallido de furia y comenzó a insultar al pobre hombre.
¿Qué había pasado? Por aquel entonces, en dos momentos del año la hora se cambiaba –adelantando o atrasando los relojes- para aprovechar la luz solar. El sastre no se había percatado de ello ésta vez, por eso su rutina la había realizado una hora antes.
Los viejos vecinos todavía recuerdan al uniformado escapando despavorido y a toda carrera para buscar refugio en el edificio de la delegación, con el sastre corriendo detrás suyo,  tirándole patadas y trozos de la gran corona de flores mientras gritaba, desaforadamente:  “¡Hijos de Puuut…………!”.
  Este cuento forma parte del libro “Para muestra basta un Cuentito” editado en enero de 2013


jueves, 21 de agosto de 2014

UNA PÁGINA GLORIOSA [i] [ii]


Amanecía. Ahí estaba. Frente al majestuoso Rio Uruguay. Sentado en la arena y recostado contra el tronco firme de un sauce criollo, de madera blanda y pulposa, de hojas grandes.
Rodeado de ceibos y laureles, Ceferino observaba a los biguá pasar rasantes sobre el agua, a los Martín pescador, las lechucitas, tacuaritas, cardenales, zorzales, carpinteros…
Cerraba los ojos y un concierto de pájaros acunaba su reposo.
Aquello lo alejaba de la lucha y el entrevero, de la pelea y la muerte, que era el pasar habitual de todos los días.
Aquello le daba una paz y una tranquilidad, como nada en la vida.
Aquello lo acercaba a Dios.
La licencia que el General Urquiza le había dado a algunos de sus soldados lo tenían de regreso en Concepción del Uruguay. En el viejo rancho que había levantado Ño Nemesio, su padre, unas pocas leguas al norte del poblado. Allí estaba su mujer y sus hijos. Los que había concebido en las licencias que tuvo durante las campañas, pero donde no se hallaba. Le gustaba estar al sereno. Disfrutar en soledad de momentos, como ese que estaba viviendo.
La mañana no había avanzado todavía, cuando un jinete se acercó a todo galope. Era Artemio, uno de sus gurises que –a los gritos- le decía:
- ¡Tata, tata, Don Ricardo lo llama… se viene una invasión...!
El muchacho agitado y apenas si podía hablar atropelladamente.
- ¡Han tirao el cañonazo de alarma y tocada la generala, seguramente todo el pueblo se está rejuntando...!
- ¡Don Ricardo me llama! Se dijo a si mismo.
Ceferino levantó presuroso sus cosas, montó su caballo y fue para el rancho a buscar los pertrechos para la lucha.
Cuando tuvo todo listo, cabalgó velozmente por el camino del río e ingresó a la Villa por la zona de los negros[iii] . Fue directamente a la Comandancia.
Buscó un palenque donde dejar atado a su caballo y marchó de a pie.
Casi una muchedumbre había respondido al llamado.
Así, abriéndose paso en una verdadera asamblea popular, pudo ir acercándose hacia quienes llevaban la voz cantante.
Entre el murmullo general, se destacaba el comandante militar don Ricardo López Jordán quien detallaba, con voz alta y firme, el estado de situación: Una flotilla de buques se acercaba por agua y ya habían tomado, sin disparar un solo tiro, Gualeguaychú. Era para temer. Quienes venían a tomar la plaza eran tropas correntinas de experiencia (habían participado en Caseros) y ahora constituían parte de una maniobra porteña para terminar con Urquiza y con el federalismo.
Había que organizar la defensa con lo que había: todos y cada uno de los habitantes. Solo había unos pocos soldados pertenecientes a dos batallones que Urquiza había licenciado: el Urquiza, formado fundamentalmente por negros (o pardos, como les llamaban por aquellos años, porque convivían negros africanos, con mestizos, zambos, etc.) y el Entre-riano. Algunos oficiales colaboraban con don Ricardo en la planificación de la defensa. El coronel Bernardino Báez se dispuso a armar las pocas piezas de artillería que había, los tenientes Mateo Sastre y Francisco Arias, se encargaron de las municiones.
Todos aportaban, pero –también- todos acataban. Se organizaron cuatro cantones. Uno, en la Comandancia, al sur de la Plaza Ramírez con los soldados más experimentados; otro, al oeste, en el edificio del Colegio Nacional, con empleados, ancianos y alumnos. La casa de don Jorge Espiro, también se convirtió en otro bastión[iv], defendido por alumnos. Así se distribuían responsabilidades y se disponía el parque de pertrechos, para sostener los lugares asignados.
Ceferino aguardaba pacientemente por las órdenes para la caballería.
Al Este, también se dispusieron dos cantones. Uno en lo que era la primitiva Aduana [v] y el otro en la casa de las señoras Calvento[vi]. El último al noroeste, en la casa del general Urdinarrain[vii].
La escasa artillería se organizó en baterías que defendían fundamentalmente los ingresos a la plaza[viii]. Finalmente se organizó un modesto escuadrón de caballería, bajo el mando del coronel Pedro Torres, que se quedaría sobre el oeste de la ciudad, para entrar en combate cuando las circunstancias así lo requirieran. Allí estaba Ceferino. Don Ricardo explicaba el plan y cada uno obedecía –sin chistar- las indicaciones recibidas.
Bueno, no todo fue tan así. Un anciano y antiguo vecino griego, don Nicolás Mabragaña, se negó rotundamente a dirigir el Hospital de Heridos y desafió al Comandante, diciéndole «Yo te voy a probar que sirvo para algo mas que para lo que sirven las mujeres», mientras mostraba su sable.
Cuando todo estuvo organizado, cada uno marchó a los lugares donde debían estar preparados. Se disponían «imaginarias», mientras el resto intentaba descansar, ya que la noche avanzaba.
Ceferino tomó su caballo y se dirigió a la vieja pulpería que había sido de Don Manuel. Allí, cada vez que regresaba al pueblo, visitaba a la negra Dorotea (actual encargada del negocio); vieja amiga, confidente y amante.
Cuando ingresó, sus ojos de preocupación se cruzaron y él, sin decir palabra, ingresó a la habitación del fondo. Ella ya había dispuesto todo a la espera de una posible invasión y saqueo. Esa noche, volvieron a dormir juntos.
Antes del amanecer, Ceferino junto sus cosas, se despidió de Dorotea diciéndole «¡Don Ricardo me llama!» y regresó al lugar donde con sus compañeros, aguardarían el combate.
A la mañana siguiente la escuadrilla enemiga se comenzó a acercar al Arroyo de la China. Los vigías locales, seguían celosamente sus movimientos e informaban rápidamente a la superioridad.
Los buques se recostaron sobre el muelle del Saladero de Santa Cándida y a partir del mediodía comenzaron el desembarco. Luego realizaron una salva de 21 cañonazos para amedrentar a la población y provocar su rendición.
Allí estaban apostadas las tropas. Con solo cruzar el Arroyo de la China, ingresarían a la ciudad.
Ceferino, con el resto de la improvisada caballería, había quedado en una vigilia y a la espera de las órdenes del comandante.
Pero, el enemigo no atacó ese día. El tiempo y la ansiedad van muchas veces de la mano. Ceferino se sentía raro. Por primera vez sintió preocupación, aunque no miedo. Era su gente, su ciudad, sus cosas, sus recuerdos, su vida.
Le espera se hizo insoportable. Recién a la mañana siguiente, cerca de las 10; el vapor Merced (endemoniada máquina de guerra que se utilizaba por primera vez en esta zona) y las goletas Santa Clara y Maypú, se dispusieron a apoyar el cruce de la infantería y un escuadrón de caballería a través de un improvisado puente.
Entonces comenzó el ataque. La artillería de los buques empezó a disparar sobre la ciudad, mientras que las tropas avanzaban. Uno de los impactos derribó el mirador del Colegio, que debió ser presurosamente abandonado.
Parecía un mal presagio. No obstante, infantes y jinetes invasores avanzaban destruyendo cercas y reduciendo defensores, pero con gran esfuerzo. Cuando estaban a unas diez cuadras de la Plaza se acantonaron y el general Madariaga (jefe de las fuerzas agresoras), exigió la rendición de la plaza. Ante la negativa de López Jordán, comenzó el avance y el tiroteo fue infernal. El enemigo avanzó y llegó hasta los cantones que resistieron heroicamente el embate. En aquel momento parecía que todo iba a ser inútil.
Los cañones hicieron lo suyo, los fusiles y las bayonetas también.
Hubo lugares en los que se peleó cuerpo a cuerpo. La consigna era resistir una y otra vez, para volver a resistir. Entonces lo impensado. La lucha se fue prolongando y el enemigo, que no esperaba semejante decisión, entrega y fiereza, comenzó a desgastarse y poco a poco empezó a retroceder, primero y a huir, después. En ese momento Ricardo López Jordán ordenó la carga de la caballería, que diezmó totalmente a un enemigo que ya no pudo rehacerse. Otra vez una arrolladora carga de una –esta vez- improvisada caballería entrerriana.
Ceferino fue una vez más al frente.
Otra vez la lanza y el sable.
Otra vez el cuchillo y el degüello.
Otra vez la banderola federal y la pluma de ñandú.
Otra vez…
El defender el terruño pareció multiplicar su fuerza y sus armas hicieron estragos.
La inesperada derrota provocó que el capitán del Merced –en la desesperación de la huida- cortara amarras y encendiera los motores matando con las paletas de su mecanismo a vapor a los propios soldados invasores que querían llegar –nadando- para refugiarse abordando el buque.
Las naves escaparon rápidamente.
A las 14 horas la victoria ya era completa. Era el 21 de noviembre de 1852.
No hubo algarabía, diez vecinos perdieron la vida en los combates; si festejos. Festejos y alivio.
Las tropas del General Hornos, parte de los agresores, que venían por tierra desde Gualeguaychú a apoyar la operación y llegaron al atardecer, enterados del desastre, se dispersaron sin entrar en batalla.
Es –hasta ahora- la página más gloriosa en la vida de esta ciudad histórica de Concepción del Uruguay.
Ceferino estuvo ahí. Ceferino fue parte de esa historia.


 El plan del gobernador de Buenos Aires (Valentín Alsina) para detener el avance del Congreso Constituyente que convocara el Gral. Justo José de Urquiza en la ciudad de Santa Fe–después de la victoria de Caseros- era claro: avanzar sobre Entre Ríos, tomando Gualeguaychú y Concepción del Uruguay. Urquiza (que se encontraba ya en Santa Fe) debería tratar de recuperar la parte de su provincia que caía en manos de la coalición correntina-bonaerense. Los convocados al evento –que ya se encontraban allá- deberían disolverse para volver a sus lugares de origen. Entonces el Gral. José M. Paz (que se encontraba en San Nicolás, al norte de la provincia de Buenos Aires) avanzaría sobre Santa Fe, tomando la ciudad y abortando completamente los planes de institucionalización de la Argentina. La acción del pueblo uruguayense del 21 de noviembre de 1852, abortó los planes porteños y consolidó el Congreso Constituyente de Santa Fe que posibilitó la redacción de la Constitución de 1853 y la institucionalización del país. Una página de tal magnitud, con participación del pueblo en las acciones militares, sólo ocurrió en Buenos Aires en 1806/7 en ocasión de las invasiones inglesas.



[i] Este cuento esta incluido en el material del libro “De aquí, de allá y de mi abuelo también (y va con yapa)”, editado en diciembre de 2011.
[ii] Datos históricos extraídos fundamentalmente de la Historia de Concepción del Uruguay del Prof. Oscar Urquiza Almandoz.
[iii]  Se llamaba así a la zona que estaba al Este de la Plaza principal (entre lo que hoy es desde la calle Erausquin hasta el Puerto Nuevo) porque allí había ranchos con habitantes de color.
[iv]  La casa estaba ubicada en la esquina de las actuales calles Alem y San Martín.
[v]  Actual edificio de la UTN
[vi] Actual Museo Delio Panizza
[vii] Actual Onésimo Leguizamón y Rocamora
[viii] Apuntaban a las entradas del enemigo por la calle San Martín en sus intersecciones con las actuales calles Juan D. Perón, Moreno y 3 de Febrero.

miércoles, 13 de agosto de 2014

YO TENGO EL MANUAL


Hay un dicho popular que afirma que “la función hace al órgano”, y pienso que (por extensión) la misma expresión se puede aplicar a muchos seres humanos. No son pocos los que se mimetizan con la función o la tarea que cumplen habitualmente. A veces llegan a identificarse de tal manera que parecen convertirse en un engranaje más del lugar en que prestan servicio. En este proceso también influye la propia naturaleza de la organización donde el individuo actúe  para que este fenómeno ocurra en menor o mayor medida.
Los muchachos de hoy desconocen las características de lo que fue el Servicio Militar Obligatorio .
A comienzo de los años 70 me tocaba la conscripción, que se denominaba popularmente como «colimba», palabra que tiene su origen en tres actividades frecuentes en los conscriptos (corre, limpia y barre).
De ella se trata esta historia.
Fui incorporado al Regimiento 7 de Infantería “Coronel Conde” de la ciudad de La Plata, que tenía su asiento a solo tres cuadras de la casa de mi infancia.
Estudiante de Derecho, fui destinado al batallón de “aspirantes a oficiales de reserva”, lugar donde habitualmente se reunía a los universitarios que eran incorporados.
El comienzo y la aclimatación a esa vida no era tarea fácil por la rigidez de la vida castrense. Ella tenía una lógica totalmente diferente a la que estábamos acostumbrados. Sobre todo los que –de alguna manera- teníamos puestas todas nuestras expectativa de vida en labores intelectuales.
En lo que hace a mi experiencia, lo que más me llamó la atención durante los primeros días, era la aparente “apertura” de los oficiales a cargo. Después me dí cuenta de que aquello era una estratagema destinada a “conocernos”, con el objetivo de ver la manera de ir incorporando en nosotros su propia lógica, única e incuestionable.
Nos reunían en un lugar de la cuadra para una de las habituales “charlas” de “iniciación”. En esa oportunidad, el teniente Taquini tenía a su cargo la misma.  Era un oficial apenas mayor que nosotros, alto, flaco pero fornido,  su cara mostraba facciones angulares, duras; y una piel color aceituna que no sabría si era porque se había convertido en una parte más del uniforme verde oliva o era el efecto de tanto tomar mate en sus largos ratos de ocio. Rígido, estructurado, estricto, inflexible y formal al extremo.
Una vez que nos tuvo acomodados, comenzó a pasearse frente a su auditorio, pavoneándose y haciendo gala de sus charreteras. Caminaba en silencio y mirándonos fijamente como buceando en el interior de cada uno para conocer el contenido de nuestras mentes. Cuando creyó tener todo controlado y en condiciones, con total ironía, dijo:
-      Quiero preguntarle a los soldaditos, aventajados estudiantes universitarios que seguramente creen sabérselo todo ¿Qué es la Vida?
Allí se detuvo y comenzó a observarnos con aire de superioridad.
Ante semejante pregunta, se hizo un silencio general. Nadie sabía hacia donde se dirigía la cosa y tampoco era cuestión de arriesgar nada.
El teniente volvió a la carga:
-      ¿Que pasa? ¿Nadie tiene idea de “Que es la Vida”?
El silencio se repitió como única respuesta.
Entonces el oficial estalló:
-      ¿Me quieren decir qué clase de universitarios son ustedes? ¿veo que hay aquí estudiantes de todas las disciplinas y en realidad son una manga de burros que no tienen idea de las cosas realmente importantes?
Y volvió, ahora muy amoscado y con los ojos que parecían escupir fuego a gritarnos en forma amenazante:
-      Por última vez ¿Qué es la vida? Y si nadie contesta,  van a empezar a conocer cuáles son los castigos militares…
Entonces el chaqueño Tevez, estudiante de física, con mucho temor, esbozó tímidamente:
-      Mi teniente, para mí la vida hace referencia a la duración de la cosas o a su proceso de evolución…
-      ¡Por fin uno! Bien soldadito, ya era hora de que alguno se animara porque por un momento pensé que estaba rodeado de mujercitas ¿y que mas? Porque eso es muy poco ¿o los otros no saben nada?
Ricardo Salvatierra, estudiante de biología, se arriesgó a avanzar algo más y agregó:
-      La vida se considera a la condición interna esencial que categoriza, tanto por sus semejanzas como diferencias, a los seres vivos… es el estado intermedio entre el nacimiento y la muerte…
-      ¡Pero qué complicado, soldadito...! pero vamos arrimando la bocha al mingo, acotó Taquini. ¿y? ¿nada más?
El flaco Palimieri, estudiante de medicina, se animó a ensayar:
-      Desde el punto de vista médico se me ocurre definirla como conjunto de funciones involuntarias nerviosas y hormonales que adecuan el medio interno para que el organismo responda en las mejores circunstancias a las condiciones del medio externo.
-      ¡Que tal el muchachito...! cuanto palabrerío…  inútil, vacío y sin sentido… pero estamos cada vez más lejos… les repito, soldados ¿Qué es la Vida?
Allí el Sapo Costanzo, estudiante de sicología, aventuró:
-      Desde la perspectiva de la sicología, podría decir que la vida es un sentimiento apreciativo por las interacciones del ego con el medio, y, por reacción a dicho sentimiento, la lucha por sostener su homeostasis en estado preferente…
Taquini lo interrumpió casi aullando:
-      ¡De sicología tenía que ser...! ¿Ud. sabe lo que está diciendo? Cuidado con esas palabras tan raras que pueden terminar en cualquier cosa… a ver si se me hace terrorista… vamos a lo sustancial… vamos a lo concreto vuelvo a preguntarles, pedazo de tagarnas y por última vez: ¿Qué es la Vida?
Hugo Treboux, estudiante avanzado de filosofía que venía escuchando atentamente el desarrollo del interrogatorio, tomó la palabra:
-      Mire, mi teniente, este es un tema muy discutido a lo largo de toda la historia y puede abordarse desde diferentes modos de conceptualización. Por ejemplo Edmund Husserl lo hace desde el objetivismo; Platón, Descartes y Scheller, desde la dualidad alma-cuerpo; Hartman, desde la fenomenología del conocimiento y puedo mencionarle muchos, pero muchos más… entonces le pregunto, mi teniente y con todo respeto ¿Qué es para Usted la Vida?
Ni lerdo ni perezoso, el teniente Taquini le respondió sonriendo sobradoramente:
-      ¡Ja! ¡Conmigo no, soldadito…! ¡Cómo no voy a saberlo! ¿No sabe acaso que soy yo el que tiene todas las respuestas? ¿No sabe que soy yo el que tiene el Manual de Instrucción Militar?

.Este cuento forma parte del libro “Para muestra basta un Cuentito” editado en enero de 2013


jueves, 7 de agosto de 2014

SUMARIO

En la horas de la madrugada del día de la fecha el oficial que suscribe, sargento ayudante Nosolías Acordarte, a cargo de una patrulla móvil identificada con el número 666, recibió la denuncia de un vecino de calle Nomeolvides al 500 sobre un eventual ilícito. Habiéndose hecho presente en la citada dirección procedió a la detención de tres individuos, de sexo masculino. Uno blanco, de contextura mediana, de aproximadamente 50 años, barba; otro trigueño, de contextura mediana, edad similar y el tercero negro, de iguales características físicas, pero lampiño. Todos sin ocupación conocida y sin identificación. Los sospechosos habrían ingresado al jardín de la casa de familia denunciante por los fondos, aprovechando que los moradores dormían. Al verse sorprendidos y ante la amenaza de las armas de fuego esgrimidas por los funcionarios públicos, no opusieron resistencia y se entregaron a la autoridad. Cuando se les interrogó en el lugar del hecho, alegaron una serie de argumentos extraños y poco convincentes, que no alcanzaron a desvirtuar la hipótesis del robo. Sobre todo porque llevaban bolsas con gran cantidad de variados elementos que parecían nuevos y que no pudieron justificar con facturas o comprobantes de adquisición. Se procedió a trasladar a los involucrados a la Unidad Policial de la zona donde quedaron detenidos, hasta que el fiscal interviniente, Dr. Amargo Imaginativo, decida elevar las actuaciones al juez de turno para que decida sobre su procesamiento. Los tres, por igual, si bien aparentemente parecían encontrarse en estado normal, demostraban divagar o estar bajo la influencia de alguna droga desconocida, en función de su poco creíble relato y el de estar ataviados con una poco común vestimenta, insistiendo (como si fuera un argumento justificativo) que se llamaban Melchor, Gaspar y Baltasar, pero sin presentar –por otro lado- ningún tipo de documentación que así los acredite. Siendo las 10,47 de la mañana, y dejándolos a cargo del oficial de guardia, se dio por concluido el procedimiento. Sin otra novedad, se libra el presente en la ciudad de Concepción del Uruguay, a los 6 días del mes de enero del año 2040.

 Este cuento esta incluído en el material del libro “De aquí, de allá y de mi abuelo también (y va con yapa)”, editado en diciembre de 2011.