La
oficina estaba en pleno centro, sobre la calle 9 de Julio una de las más
transitadas de la ciudad, y nosotros teníamos el privilegio de gozar de un gran
ventanal que daba sobre ella. Eso nos permitía la distracción de ver pasar a
decenas de personas todos los días, ya que ingresábamos a trabajar una hora
antes de que abrieran los comercios y nos retirábamos dos horas después del
cierre. Así que todos formaban parte de un desfile que se nos ofrecía de
continuo.
El
más beneficiado era José, porque su escritorio estaba ubicado frente a la
abertura. A tal punto que lo dejaba en exposición, como si estuviera de adorno
en la vidriera de cualquier negocio; mientras que el resto apenas si podíamos
ver un poco de aquel bullicio callejero.
Él
no era de Uruguay y había nacido en un hogar humilde de las orillas de Bahía
Blanca. Gran jugador de ajedrez y toda su vida –decía- había sido hincha de
Olimpo. Lo conocí cuando llego a Concepción del Uruguay, a comienzos de los 80.
De estatura mediana y contextura normal, morocho, con un pelo renegrido que
comenzaba a escasear a pesar de su
juventud, ojos oscuros vivaces, penetrantes y siempre, siempre mostrando una
enorme sonrisa. Tenía una actitud que parecía demostrar una autoridad que sabíamos
falsa y mentirosa. A poco de llegar había conocido a Elsa, una mujer de
carácter, de quien se había enamorado.
En meses nada más ingresó a la empresa y se casó. Fue una seguidilla de
acontecimientos que transformaron completamente su vida. Atrás quedaron sus
sueños de convertirse en actor y –por cierto- que parecía tener dotes para
serlo. Gran ductilidad, expresividad, gesticulación y un encanto muy especial
lo distinguían. Tal vez por eso, conociendo su fama de mujeriego, ella lo
tenía muy controlado. Más allá de lo chistoso que solía ser, era de lo más
inofensivo y dependía hasta en los detalles totalmente de su mujer. Parte del
cambio se había producido también en Elsa.
La muchacha bajita, sumisa y gentil, que conoció cuando llegó a la
Histórica, se había convertido en una mujer terriblemente celosa y
autoritaria. De la paloma había surgido
un halcón.
Pero
volvamos a nuestra historia.
La
visión de la calle, por supuesto que detrás del vidrio que lo separaba de la
vereda, fue familiarizándolo con los que pasaban. Al principio intercambiaban
una mirada, luego una sonrisa y después hasta se saludaban con la mano.
Normalmente
aquella rutina involucraba a personas jóvenes y de ambos sexos.
No
recuerdo exactamente el año en que ocurrió, pero había empezado la primavera.
En Uruguay y sobre todo en el centro, su comienzo tiene un efecto maravilloso. Desde los
rosales que explotan de pimpollos en medio de la Plaza Ramírez, hasta los tonos
vistosos en las vestimentas de quienes pasean o salen de compras aprovechando
el calorcito, armonizan una paleta multicolor que le da un atractivo especial
al paisaje urbano.
Como
decía un amigo, “es cuando los días se empiezan a estirar y las polleras a
acortar”.
Esa
mañana, nuestro compañero había comenzado a intercambiar saludos, como parte de
aquella costumbre que completaban su rutina mañanera. Se había parado frente al
ventanal, cuando la bonita empleada de una tienda vecina pasó tranquilamente
por la vereda de enfrente. Venía con un vestido ajustado que dejaba poco para
la imaginación, ya que destacaba la belleza de su atractivo físico.
Intercambiaron sonrisas y él le hizo un gesto para hacer notar su aprobación
por lo bien que lucía. Ella devolvió el mismo con una gran sonrisa y respondió
con el clásico ademán de tirar un beso con la mano, agradeciendo el piropo.
Todo esto no hubiera tenido mayores problemas si al lado de la ventana, casi
pegada a ella, no hubiera estado Elsa que entre asombrada y sorprendida había
sido testigo involuntaria de la escena.
Nunca
pude imaginarme como fue la erupción del Vesubio, pero creo que su reacción
debe haber sido algo similar. Reventó. Explotó. Alcanzamos a ver como su rostro
de un natural color blanco se tornaba rojizo y el aplomo que siempre ostentaba
se convertía en un manojo de nervios y ademanes.
José
no se dio cuenta en seguida de la presencia de su mujer y se dio vuelta hacia
nosotros vanagloriándose de su
conquista; pero, cuando la vio se transformó. A la inversa de Elsa, él
empalideció totalmente. No obstante no quiso que percibiéramos ni su enorme
temor, ni los ademanes de ella que alcanzábamos a vislumbrar en lo poco que
veíamos a través del ventanal. Así que, se puso de espaldas a la calle e
intentó tapar con su cuerpo la escena. No pudo. En ese momento ella golpeó con
fuerza el vidrio y comenzó a hacerle señas enfurecida para que saliera;
mientras que, imaginamos, continuaba
profiriendo una serie de palabras (¿palabrotas?) que no hacía falta que
escucháramos para entenderlas agresivas e insultantes.
Totalmente
consciente de que ya estábamos al tanto de lo que estaba ocurriendo,
trato de disimular y nos dijo tranquilamente “Cúbranme con el jefe,
muchachos, que salgo un ratito”.
No
resistimos la tentación de acercarnos a observar que ocurría. Cuando lo vimos aparecer en la vereda fuimos
testigos de unos de los retos más severos que –al menos yo- creo haber
observado en toda mi vida. Primero le tiró un par de cachetazos y después continuó gritando, mientras ponía
frente a su cara el dedo índice en señal de dura advertencia. Estoy convencido
que se dio cuenta de que mirábamos la escena y se me ocurre que eso la motivó y
sirvió para que potenciara su reclamo como ejecutando un castigo ejemplar, no
ya para nuestro pobre compañero, sino para todo el género masculino. José con la
cabeza gacha solo escuchaba y soportaba. Su dignidad quedó a la altura de las baldosas. Tan bochornosa
era la escena que, vergonzosamente, nos retiramos de la ventana, sobre todo
para no ser mas testigos de la enorme humillación pública a que era sometido
nuestro compañero de trabajo. Aunque, en realidad, no sé si ya era solo por él
o lo hicimos también por nosotros mismos, que preferimos salir del cuadro.
Nos
miramos apenados y quedamos en silencio. En silencio y esperando. Esperándolo.
Pasaron varios minutos, hasta que volvió a la oficina. Y allí la sorpresa fue nuestra.
Cuando
estábamos convencidos de que entraría totalmente agobiado, por la situación
padecida, derrotado y con vergüenza; ingresó sonriente y meneando la cabeza
mientras con una mueca sobradora, nos decía con total tranquilidad:
-
¡Ja, la cague a pedos a la petisa...!
Este cuento forma parte del libro “Para muestra basta un
Cuentito” editado en enero de 2013