jueves, 27 de febrero de 2014

PESCANDO CUENTOS



          Bajo, de espaldas anchas, cabezón, pelado y con una gran barba blanca (decía que hacía mucho tiempo una gran inundación produjo tal desastre que lo dejó sin pelos en la cabeza y se los había puesto en el mentón). Vestía traje (el chaleco era infaltable) y se apoyaba en un bastón de caña. Así era mi «abuelito Manuel». Un asturiano que tomaba leche a toda hora, costumbre heredada de las minas cantábricas.


Zárate fue la tierra donde recaló en Argentina. Allá íbamos los veranos, cuando yo usaba pantalones cortos. La casa grande tenía un jardín enorme y un gallinero que me permitía jugar a mis anchas. Un paraíso. Era el reino de la tía Elena, hermana mayor de mamá. En la galería había un loro que vivía llamando al «abuelooooo…».
El tiempo y los años hicieron que debieran mudarse a La Plata; donde se había trasladado –en tandas- toda la familia. Don Manuel tendría entonces unos 80 años.
Adoraba a mi abuelo. Disfrutaba el solo mirarlo, escucharlo. Ya adolescente buscaba el momento para visitarlo, en la casa de tío Enrique, donde había ido a vivir. Llegaba para la merienda y debía soportar el convite obligado y acosador de la amorosa tía Odulia (Si Odulia, no Obdulia, así estaba en el documento). Ella brindaba amor a través de la comida. Entonces comenzaba un ejercicio repetido y rutinario:
- ¿Rodolfito, no querés un café con leche?
- No tía, gracias.
- ¿y si le pongo tostaditas con manteca y azúcar?
- No tía, gracias.
- Tengo miel también, recién traída de la isla ¿no querés acompañar el café con miel?
- No tía, gracias.
- ¿y unas medialunas con dulce de leche?
- No tía, gracias
- ¿y…?
Seguía y seguía, hasta que –a pesar de mis negaciones- aparecía con un enorme tazón de café con leche acompañando a una parva de tostadas o medialunas.
Pero el motivo de mis visitas era estar con el abuelo. Cuando llegaba, comenzaba sus cuentos. Hoy, me decía, estuve con un señor. Rodríguez, se llamaba. Plomero él, pero que tiene problemas con uno de los cinco hijos... Así me comenzaba a relatar la vida de una persona desconocida.
Después otra y otra…
Siguiendo un orden pre-establecido, describía al individuo, a su familia, después a su trabajo y luego me contaba sus problemas, alegrías, logros… toda una vida. Hablaba lento y cuidando las palabras que utilizaba. Yo disfrutaba de aquel momento mágico que solo él sabía generar. Mezclaba amenamente y con una facilidad increíble, hechos comunes con dramas, situaciones cómicas con tragedias.
Después de un largo rato, mi adolescencia me reclamaba y regresaba caminando al barrio.
Admiraba la fuente inagotable de situaciones que relataba. Siempre algo nuevo. Muchas veces, me preguntaba si aquellas historias serían reales o producto de su imaginación. No pude más y un día le pregunté. Sonrió y me contó.
En la casa, cada uno estaba con sus ocupaciones, así que él quedaba solo gran parte del día. Entonces, salía a la calle. Caminaba unas ocho o diez cuadras, en cualquier dirección. Hasta que decidía quedarse en una esquina. En ese momento, tomaba una ajada tarjeta que llevaba en un bolsillo donde estaba anotada la dirección del tío Enrique. Comenzaba a mirarla, a mirar las calles, los números de las casas, se rascaba la cabeza…
Siempre, encontraba a alguien que advertía a aquel anciano que parecía totalmente extraviado.
-¿Está perdido abuelo...? era la pregunta obligada.
El continuaba fingiendo su desorientación. Ante la insistencia del voluntario, casi temblando, le mostraba la tarjeta. Era muy raro que la compadecida persona no lo acompañara hasta la casa.
El recorrido, al paso lento de sus años, era el momento de las historias.
Después de dos o tres preguntas claves, los samaritanos comenzaban a contarle sus tribulaciones. Cuando llegaban a la casa, agradecía efusivamente y se despedía de su solidario compañero. Se quedaba unos diez o quince minutos y luego volvía a salir. Esta vez eligiendo otro rumbo. Otra vez de pesca. Otra vez buscando bucear en las vidas de nuevos acompañantes ocasionales. La rutina la repetía tres, cuatro o cinco veces por día.
Después que me contó su secreto, cuando llegaba a visitarlo y antes de comenzar, me confiaba con una sonrisa pícara y al oído: «hoy, fueron tres…» y allí arrancaba.
Tal vez de él heredé el gusto por compartir cuentitos.
«Hoy, fue uno…».


Este cuento esta incluído en el material del libro “De aquí, de allá y de mi abuelo también (y va con yapa)”, editado en diciembre de 2011.

jueves, 20 de febrero de 2014

LE METIERON EL PERRO

La vida no había sido fácil para ninguna de las dos. Como amigas entrañables habían compartido la adolescencia, pero luego tomaron caminos diferentes. Se mudaron de ciudad, se casaron, tuvieron familia y perdieron aquella hermosa relación.
Al principio se llamaban por teléfono todas las semanas, después comenzaron a prolongarse los tiempos. Los intereses y las distancias se hicieron cada vez mayores. Las obligaciones que cada una tuvo para con los suyos, hizo que las afinidades fueran separándolas. Durante mucho tiempo dejaron de llamarse.
Los años pasaron y la vida, en un raro e inesperado giro, volvió a reunirlas.
Un día ¿la casualidad? Hizo el milagro en la terminal de Retiro. Una volvía de su adoptiva Concepción del Uruguay y la otra –también de una patria extraña- Córdoba.
No hizo falta más que verse, para que los recuerdos volvieran a acercarlas.
La confitería, hizo el resto. Se pusieron al día y eso las volvió a sentirse unidas de nuevo ¿inesperadamente? El cariño y el afecto renacieron, como si jamás se hubieran ido. Parecía que apenas ayer habían dejado de verse.
Hacía poco que habían quedado viudas, después de vidas anodinas y rutinarias en las que –con diferentes matices- lo único positivo que rescataban eran un par de hijos cada una.
Adela se afincó en Concepción del Uruguay. Había encontrado allí un hombre del que creyó enamorarse. Se caso, al poco tiempo. Amable, gentil y si bien era permisivo, parecía ignorar su existencia. Nunca supo si era culpa de él o de ella, pero la relación cayó en una monotonía que los acompaño hasta que la muerte, muchos años después, visitó a Oscar. Casi dos extraños, viviendo juntos durante años y sin que ninguno tuviera el valor de enfrentar la situación poniéndole punto final. Durante todo ese tiempo, sus sueños de volar por los ásperos caminos de la investigación universitaria se fueron esfumando, diluyendo, las posibilidades se iban cerrando, se sumaban problemas económicos y la responsabilidad que tenía hacia sus hijos hicieron imposible que lograra realizarse personalmente. Solo en ellos encontró un consuelo.
Marta parecía haber calcado su vida. Su afición por el arte, se quedo encerrada en una tienda del interior de la provincia de Córdoba. La vida no le fue fácil y tuvo que lidiar con un marido violento, autoritario y desconsiderado que jamás la tuvo en cuenta. Los chicos estuvieron siempre a su cargo y fue el único sostén de la casa (y de la vida). Solo los pequeños fueron compañía y consuelo. El hizo la suya hasta que sus propios excesos lo llevaron al camino sin retorno.
Los hijos de ambas se habían casado y desarrollaban sus vidas en diferentes lugares del país. De vez en cuando… muy de vez en cuando… se acordaban de ellas, de sus necesidades y deseos.
Después de un largo rato contándose todo, se quedaron en silencio, pero mirándose con una enorme profundidad. Sus ojos se reencontraban, igual que en la adolescencia, con aquel brillo especial de entonces. Parecían hablarse sin pronunciar palabra.
Adela sonrió.
Hasta que Marta lo dijo:
- ¿Y si nos vamos a vivir juntas? ¡tan bien que lo pasábamos de adolescentes! ¿y si probamos?
- ¿Por qué no? Fue la rápida respuesta.
No les fue difícil, porque ninguna tenía grandes pretensiones y la búsqueda no se hizo larga. Un discreto departamento en Floresta, les gusto a ambas. En planta baja, un pequeño patiecito, dos dormitorios, donde ellas compartían uno y el otro quedaba para las eventuales visitas de los hijos o de los nietos y las comodidades básicas y elementales.
Hubo otra cosa en la que coincidieron: Querían un perro. Una mascota a quien atender, mimar y que –a su vez- les sirviera de guardián. Aunque más no sea para ahuyentar posibles rapiñeros o ladrones que abundan, según nos bombardean los medios todos los días en la Argentina de hoy.
Adela se acordó que tenía un primo mayor en Escobar que era veterinario. Lo llamo por teléfono y Eduardo (que así se llamaba) le comento que justamente tenía que viajar a Buenos Aires y les llevaría un perro muy bueno que había recogido de la calle y que no dudaba que les encantaría.
Dos días después Eduardo tocaba el timbre del departamento, llevando en sus brazos el regalito. Un hermoso perrito blanco con manchas marrones. «Colita» llamaron al pequeño animal. No era cachorro, tenía un mediano porte y ostentaba una raza desconocida. Sus ojos tristes parecían traslucir una vida dura, sin amor. Casi igual a ellas dos.
Si uno pudiera imaginar los días, semanas y años que pasaron desde aquel día, nunca podría ser tan optimista y no podría adivinar que una hermosa forma de felicidad se instalo en aquella casa.
Adela, Marta y Colita, vivían en total armonía y no había visita (que no era tantas, por otro lado) de familiares o amigos que no lo notaran.
Era tal el entendimiento y la forma en se organizaron que se acompañaban al cine, paseaban al perro, hacían los mandados, etc casi naturalmente, con comprensión y afecto al que sumaron una ordenada forma preventiva de cuidarse mutuamente y evitar robos y arrebatos. Llaves, candados, cadenas, pasadores, además del fiel animal, fueron sus escudos.
Colita se convirtió en héroe cuando sus ladridos pusieron en fuga a aquel arrebatador, la vez que Adela imaginó ser atacada cuando volvía de la farmacia o aquella otra en que asustó al desconocido que intento forzar la puerta del departamento.
Nunca tuvieron problemas o desacuerdos. Tenían gustos afines (lectura, cine, teatro, televisión, etc.) y se entusiasmaban comentándolos.
Su vida transcurría pacifica y felizmente; hasta que paso.
Aquel oscuro día de agosto, cuando al levantarse no escucharon el reclamo de Colita, para que le abrieran la puerta que daba al patiecito y poder hacer sus necesidades en la caja que tenía asignada.
        Preocupadas se vistieron rápidamente y lo buscaron por toda la casa.
Estaba en el lavadero. Frio y sin movimiento. Su fiel amigo se había ido. Las gano el desconsuelo y lloraron ambas abrazadas amargamente.
Después de la primera impresión y cuando poco a poco el exteriorizar el dolor las fue calmando, fueron empujadas por la realidad de tener un cadáver en el departamento y se preguntaron «¿Qué hacer con él?».
Rápidamente desecharon el ponerlo en una bolsa y dejarlo en la basura, como habían escuchado que hacían tantos otros. Colita no se merecía eso. Ellas no eran así. Esa no era la forma de reconocerle tanto cariño, lealtad y devoción. ¿Cómo pagarle con semejante bajeza, las veces que las había defendido y acompañado? ¿Qué menos que despedirlo con «dignidad»?
Adela recordó a Eduardo y volvió a conectarse con él. Ya viejo, le dijo que no se hicieran problema, que las comprendía y que el mismo se haría cargo porque tenía un pequeño cementerio de mascotas, limpio y lleno de flores; pero que les pedía que le llevaran el cadáver hasta Escobar, porque los años lo habían poblado de achaques que no le permitían ir a buscarlo.
Quedaron en eso. Les pareció una buena solución, la mejor.
Por el tamaño de lo que tenían que llevar, decidieron que lo mejor era ir en tren, pero ¿Cómo transportarlo?
Después de desechar un montón de alternativas, Marta tuvo una idea fantástica: recordó la vieja valija que había traído años atrás de Córdoba y pensó que era suficiente para contener el cadáver de Colita. Sin dejar pasar el tiempo, para que el mismo no se descompusiera, lo envolvieron con una sábana, lo acomodaron dentro de ella y marcharon a Retiro.
Cuando llegaron a la estación, Marta fue a sacar los boletos, mientras Adela quedo en el hall central con la valija.
El tiempo pasó y Adela tuvo unas ganas incontenibles de ir al baño.
Seguramente la propia situación, los nervios o los mates que –en cantidad había tomado, le jugaron una mala pasada. Vio cerca un joven, de buen aspecto, que la observaba. Le pareció confiable y –no pudiendo más- le dijo:
- Joven ¿Por favor, no me cuida el equipaje, mientras voy al baño?
- No hay problemas señora, vaya tranquila, que yo me hago cargo.
Cuando Marta volvió no encontró rastros de su amiga, pero se quedó allí, esperando.
Cuando Adela regreso vio a Marta sola y ni rastros del joven ni de la maleta.
         Entonces le conto a su amiga con preocupación lo que había pasado.
¡Las habían robado!
Al principio fue sorpresa, luego estupor; hasta que los ojos de las ahora ancianas se reencontraron, igual que en la adolescencia, con el brillo especial de entonces, con la misma picardía y casi al unísono sin decir palabra no pudieron más que ponerse a llorar y llorar. Inconteniblemente a llorar… de risa.
Fantasía, inspirada en un hecho real contado por mi primo y amigo Jorge Miró.
Este cuento esta incluído en el material del libro “De aquí, de allá y de mi abuelo también (y va con yapa)”, editado en diciembre de 2011.

jueves, 13 de febrero de 2014

EMPAQUETAO


          Nemesio Ceferino Sosa, conocido en el pago como Ño Nemesio, construyó el rancho con sus propias manos y un sacrificio enorme, en un recodo cerca del río, al norte de la Villa. Fue esa precaria y humilde morada el refugio que le brindó a Eulogia Tapiales, no solo su mujer, sino –además su compañera y la ayuda necesaria para compensar una incapacidad física que lo relegaba en muchas de las tareas del campo. Ella se movía como un hombre y, en algunos casos, mejor. Parecían hechos el uno para el otro.
Él, de una edad indescifrable, desgastado, bajo, flaco, encorvado, de tez morena y con un aspecto siempre sucio. Una notoria imagen de mal entrazado que no lo ayudaba para nada. Sin embargo, llamaba la atención su viveza, que lo hacía destacarse cada vez que, en el poblado, negociaba los cueros de carpincho o las plumas de garza. También se le reconocía como mas rápido que nadie para que el ganado cimarrón dejara de serlo.
Ella, mucho menor, no era para nada agraciada. Sus ojos achinados y penetrantes no disimulaban su ascendencia india. Voluminosa y dispuesta a enfrentar cualquier tarea; no importaba lo duro, difícil o arriesgado de la misma. A pesar de sus casi harapos, su femineidad se manifestaba por el amor hacia las flores que jamás abandonaba debajo de la única ventana que tenía la vivienda.
Con ellos vivía Aparicio Tapiales, padre de Eulogia. Si no se lo supiera humano, cualquiera hubiera pensado que era una planta mas de las que daban sombra al sitio. Un árbol viejo y sin gracia. Si no se supiera que era de la casa, parecería que había recalado ocasionalmente en el lugar. Nunca había perdido su apariencia indígena. Siempre callado y mirando el horizonte.
Hablaba con los animales, con las plantas y con los insectos. Jamás con los humanos.
Los años fueron pasando y con ellos llegando hijos. El primero fue Ceferino, después Hilario, mas tarde José y así uno tras otro, hasta llegar a diez. Si bien eran cada vez mas bocas para alimentar, enseguida aprendían a trabajar y su mano de obra ayudaba a la economía y al mejoramiento de la vida de toda la familia.
Aparicio tuvo un trato diferente, especial, para con sus nietos. Fueron su debilidad. Por ellos pareció despertar de un largo sueño, de su añoso letargo. Por ellos volvió a sentirse vivo. Les contó cada detalle de su niñez y juventud, las costumbres de sus antepasados y sus experiencias charrúas. Les enseñó a montar y a estar siempre alertas; también a pelear, los secretos de la lanza, del cuchillo, de las boleadoras, a prepararse para la paz, pero también para la guerra, a vivir y a sobrevivir.
Aquellos primeros años del nuevo siglo fueron difíciles para la Villa
del Arroyo de la China. Un hecho traumático había alterado totalmente
su cotidiano vivir: la instalación de la Primera Junta de gobierno en
Buenos Aires. A la inicial reacción de adhesión a la misma por
parte del cabildo local, le siguieron al poco tiempo intrigas y
enfrentamientos que enemistaron a vecinos, familias, hasta a padres
e hijos y cuya base se resumía en la oposición entre españoles y
criollos. La importancia que había adquirido Concepción del Uruguay
y su ubicación estratégica (fronteriza, aislada, con dominio del paso
de los buques hacia el norte, etc.) la convirtieron en un punto
apetecible, militarmente hablando.
La experiencia de los Sosa y la sagacidad de Aparicio, hicieron que las veces que el poblado fuera invadido, siempre pudieran escapar hacia las islas para ponerse a salvo. Pero en cada una de esas incursiones, que fueron muchas, los invasores dejaban destrucción y desolación a su paso.
Tenían que comenzar otra vez. Desde todo. Desde nada.
Aquel día, en el almacén de ramos generales, cuando Ño Nemesio bajaba su carga para la venta lo escuchó. Otra vez. Otra vez, venían a destruirlo todo. Había que estar alerta.
Los acontecimientos que son objeto de esta historia, se desarrollan
en ocasión de que el Directorio porteño, en alianza con los
portugueses, iniciaron una acción conjunta para terminar con la
rebeldía federal.
Los lusitanos después de una tenaz lucha, en la que participaron
muchos habitantes del Arroyo de la China, ocuparon la Banda
Oriental y el Directorio arremetió contra Santa Fe y Entre Ríos,
mientras hacía un juego de seducción y soborno para contar con la
complicidad de algunos caudillejos locales.
Por aquellos años -1817- tiene lugar un hecho auspicioso para la
Villa. Por primera vez un hijo de la misma es nombrado Comandante
Militar: Francisco «Pancho» Ramírez. No era un improvisado y había
demostrado ya una enjundia y un valor digno de tal nombramiento.
Además, conocía no solo su ciudad, sino también cada punto del
territorio que había recorrido como chasque seis o siete años antes.
Volvió al rancho y comentó con profunda amargura la novedad. Nunca había participado de ninguna lucha que no fuera por la subsistencia y eso ya era mucho. Pero esta vez parecía particularmente conmovido. Se sentía viejo, cansado, abatido y veía a los suyos, a los que amaba, en peligro. Eulogia no dijo palabra y entonces lo miró a Aparicio. El viejo indio solo hizo un ademán con la cabeza, señalando a Ceferino, un gurí de apenas 17 años, pero su mejor alumno. Hábil, fuerte y joven. Excelente jinete, manejaba el cuchillo con una particular destreza, seguramente heredada de sus ancestros, y desollaba al ganado sin que se le moviera un pelo.
Ño Nemesio lo comprendió al instante y, a pesar de que era una ayuda importante en el trabajo para la subsistencia de la familia, le ordenó que subiera a su caballo y lo acompañara a la villa. En cuando llegaron fueron hasta la comandancia, donde pidió hablar con el jefe. No tuvo que esperar mucho para que allí, frente suyo, un joven de aspecto rudo y mirada penetrante se plantara en actitud inquisitiva, preguntándole: «¿que lo trae por acá Ño Nemesio?»
«Aquí vengo, mi comandante, a confiarle lo mejor que tengo, mi hijo Ceferino, para que defienda nuestros hogares. No más saqueos, no más robos, no más empezar de nuevo…», le respondió.
Don Pancho estudió con la mirada al jovencito y le dijo «si es capaz de sostener una tacuara, déjemelo Ño Nemesio y sabremos recompensarlo».
Las enseñanzas de Aparicio habían dado sus frutos y Ceferino no sólo fue capaz, sino que se destacó en los ejercicios de combate que semanalmente Ramírez organizaba, como era costumbre en la época. El muchacho no le tenía miedo a nada.
Hasta que llegó la tarde en que partieron hacia el sur.
Antes de irse del rancho, Eulogia le colgó en el cuello un crucifijo de madera que su madre le había dado, cuando siendo casi una niña se fue de su casa.
Poco se sabía de la suerte que correrían. Don Pancho iba al frente de sus hombres, campesinos pobremente vestidos con camisetas de lienzo y chiripaces de bayeta colorada; los pies calzados con botas de potro. El poncho bichará lo llevaban en bandolera sobre el pecho, para dejar libre los brazos. Durante la batalla lo arrollaban y se lo ponían cubriendo el abdomen, como forma de protección. Sombreros altos, punteagudos, de ala corta y volcado hacia atrás. ¿Las armas? Una lanza de gruesa caña tacuara con un cuchillo u hoja de tijera adosado en la punta y una banderola federal, las tan temidas boleadoras de piedra, el lazo trenzado que habitualmente utilizaban para el arreo y un facón o daga para la pelea o el degüello. Estas eran las «hordas salvajes y harapientas», que describiría alguna tilinga pluma de los próceres porteños. Allí entre ellos, al final de la partida y en su caballo petiso y retacón, iba Ceferino. Era el mas joven y parecía apenas solo un aprendiz.
Se sabía que un ejército organizado estaba en camino a
Gualeguaychú, pero con destino final Concepción del Uruguay. A
su mando iba el Coronel Luciano Montes de Oca. Cuando llegaron
a la ciudad del sur entrerriano, se reunió con sus aliados locales;
Herenú de Paraná, Correa de Gualeguay y Samaniego de
Gualeguaychú y tomaron todos los aprestos para avanzar.
Pancho Ramírez y sus hombres se habían acercado pero, viéndose
en evidente inferioridad de condiciones comenzaba a retirarse,
         cuando recibe una ayuda inesperada, decisiva y fundamental:
         Gorgonio Aguiar, lugarteniente de Artigas, que -enviado por él- se le
         reúne al mando de un importante número de orientales.
En las puntas del arroyo Ceballos, afluente del río Gualeguay, en el
Departamento Gualeguaychú, enfrentaron a la avanzada del ejercito
directorial, librándose un feroz combate en el que triunfan las fuerzas
comandadas por Ramírez. Era el día de Navidad del año 17.
El primer encuentro con el combate real, fue para Ceferino una experiencia fuerte. Nunca había visto morir a un hombre, sólo a animales.
Le dieron náuseas; pero sabía tres cosas: que luchaba por mantenerse con vida, obedecer a su jefe y que aquellos hombres a los que enfrentaba eran quienes los llenaban de miedo cuando tenían que huir a la isla, eran los que destruían todo por lo que su familia sudaba y sudaba todos los días, quienes los hacían tener que volver a empezar una y otra vez. Tragó saliva, apretó los dientes, abrió muy grandes los ojos, se aferró a su lanza y siguió fielmente las indicaciones que se le daban. Por primera vez, su tacuara se tiñó de rojo.
No obstante la derrota, Montes de Oca acampa en las cercanías de
la Villa de Gualeguaychú, vuelve a reunir sus fuerzas y se reorganiza.
Una vez fortalecido, diez días después, envía al teniente coronel
Domingo Páez –su segundo- al mando de una nueva expedición
hacia Arroyo de la China con 300 hombres de infantería, caballería
y piezas de artillería. Antes de llegar al arroyo El Gato y pasando su
afluente Santa Bárbara (actual Distrito Pehuajó Norte), Páez se
encuentra con Ramírez. Si bien al comienzo del combate su
superioridad numérica y pertrechos, parecen favorecerlo; el ímpetu
arrollador de la caballería entrerriana concluye la batalla con el
desbande de las fuerzas directoriales.
El segundo combate fue diferente. Viendo sus habilidades con el caballo y su valentía, se lo sumó al escuadrón (Ramírez formaba escuadras) de ofensiva. Esta vez, hizo y deshizo, como lo hacían sus compañeros.
Protegió y fue protegido. Arrolló al enemigo y usó su cuchillo por primera vez. Se impresionó al principio, pero él mismo se sorprendió de lo poco que le costó acostumbrarse a aquella carnicería.
Montes de Oca, ahora sí, huye a Buenos Aires y sus caudillejos
aliados se esconden en diferentes partes de la provincia. Fueron
dos grandes victorias del comandante militar de Concepción del
Uruguay.
En ambas contiendas, el joven Sosa hizo gala de un valor que no fue ignorado, ni por sus compañeros, ni por sus jefes. Cuando las historias de las batallas se comentaban en el poblado, Ño Nemesio, con la humildad propia de nuestra gente, solo sonreía si hablaban sobre la heroicidad de su hijo.
La Villa respiraba tranquila nuevamente, parecía que el peligro había
pasado; pero no fue así. El Director Pueyrredón desplazó a Montes
de Oca y puso en su reemplazo al coronel Marcos Balcarce. Este
cambió la estrategia y poco mas de un mes después, con 500
hombres, piezas de artillería y 15 buques de guerra desembarcó en
la villa de Paraná. Esta había sido tomada por los mismos aliados
locales que participaron en la incursión anterior. Nuevamente el
objetivo era someter a los Federales.
Pancho Ramírez vuelve a organizar a su gente y va en su búsqueda.
Cuando las fuerzas directoriales advierten la presencia de las tropas
federales comienzan a perseguirlo. A la vera del arroyo Saucesito,
en las cercanías de la Bajada, Ramírez realizó en esta ocasión una
de las maniobras mas osadas e inteligentes que recuerden las
batallas montoneras. Tiende una trampa, a partir de la cual, con la
distracción de la huida, evade –flanqueándola- a la caballería porteña
y cae por detrás sobre el grueso de las tropas que eran de infantería.
Fue tal el desconcierto, que se produjo una desbandada general.
Esa tarde. Esa misma tarde, la vida de Aparicio se apagaba para siempre en el humilde rancho, cercano a la costa del río de los pájaros.
En toda la acción Ceferino ya no fue uno de tantos. Estaba junto a los primeros, los más osados. El joven paisano, ubicado al frente entre los lanceros, abría grandes claros en cada embestida. La sangre india parecía revivir en él, cuando –en plena batalla- lanzaba el alarido feroz: «¡Ayucá-pá! ¡Ayucá-pá!»[ii]. El niño se había convertido en hombre, y mas que eso: en indio, en soldado. Parecía que el espíritu de Don Aparicio Tapiales, rejuvenecido y habiendo abandonado su viejo cuerpo, volvía a cabalgar arrolladoramente, con la lanza en la mano y en su último malón.
Son tantos los muertos que ni se pueden calcular, dice Balcarce,
en el parte de batalla que le envía a Pueyrredón. En pocos momentos
se había obtenido una victoria completa y Pancho Ramírez
comenzaba a transformarse en leyenda.
Después de semejante revés, las fuerzas invasoras se retiraron de
Entre Rios, mientras que Concepción del Uruguay festejaba
alborozada el encumbramiento de uno de los suyos.
La vuelta a la ciudad, significó una entrada triunfal…
         Ño Nemesio, buscaba con ansiedad a Ceferino entre los gauchos que ingresaban en la Villa, en perfecta formación, con el jefe Pancho Ramírez y la bandera de Artigas al frente, sus tacuaras en alto y con las banderolas todavía teñidas de sangre.
Miraba y miraba, pero no lo encontraba. Entonces los vió: Los Dragones de la Muerte, la escolta de Don Pancho, lo destacado de la caballería entrerriana, el escuadrón seleccionado, el mas valiente… ya no llevaban las humildes camisetas de viyela, sino unas vistosas chaquetas azules -con innumerables botones dorados- arrebatadas a los húsares del ejército vencido. Eso sí, en los morriones se destacaba como emblema la pluma de ñandú, charrúa y federal.
Allí lo divisó: entre ellos, entre los mejores, venía Ceferino.
«¡Mhijo, mhijo!» grito con orgullo, para que lo viera…
De pronto escuchó aquella voz familiar, que ya no era la del gurí que había partido, pero que le grito con total inocencia y una enorme y pícara sonrisa:
«¡Tata, tatita, aquí estoy… empaquetao!».
Esa noche Concepción del Uruguay, dormiría tranquila. El rancho estaba seguro… pero otra historia recién comenzaba…


[i] Este cuento esta incluído en el material del libro “De aquí, de allá y de mi abuelo también (y va con yapa)”, editado en diciembre de 2011.
[ii]  ¡Maten muchos, maten muchos!, en voz charrúa

jueves, 6 de febrero de 2014

LA CAZA (con zeta)



Costó ponerse el pantalón. Le pareció, horrorizada que tal vez estuviera otra vez con algún kilo demás y se dijo tengo que volver al régimen de Ravena, porque si sigo por este camino todo será inútil…
En fin, el pantalón superajustado, la blusa algo provocativa, el perfume, el maquillaje, adorno por aquí, adorno por allá, detalle por detalle, todo preparado como titulaba la vieja película: “vestida para matar”.
Se miró detenidamente en el espejo. Por adelante y por detrás. Se dio una palmada en la cola, simuló sonreír, reír, puso cara de sorpresa, de inocente, de pícara, de seductora, levantó las cejas, hasta que finalmente hizo un gesto de aprobación.  El anzuelo tiene que estar en perfectas condiciones, pensó, todo de modo tal que parezca natural y con un toque de distinción. Nada de parecer un yiro ni una desesperada.
Así salió a la calle. Otra vez de caza. Si, de caza (con zeta). Hacía casi diez años que se había separado y desde entonces no había encontrado un hombre que considerara a su nivel como para formar una pareja. Porque ella quería formar una pareja. Nada ocasional. Ni siquiera una canita al aire. Ella es una dama y una dama no busca otra cosa. Pero, claro, no cualquier pareja. Una que estuviera a la altura física, económica y social que merecía. Porque para mugroso y ordinario, ya había estado doce años casada con Enrique y no soportaría nuevamente fealdad, estrecheces o vulgaridades, por la sola escusa del amor o una simple calentura.  Su cuota ya estaba cubierta con creces. Además se sentía todavía apetecible. Se veía atractiva, pero… siempre hay un pero… el tiempo no perdona y los cuarenta habían pasado hace rato. Los hombres de su edad buscan muchachas mucho mas jóvenes y los jóvenes, ah… los jóvenes, ellos solo buscan sexo y sacarle plata.
Pero, optimista por naturaleza, no perdía las esperanzas y allí estaba, otra vez de cacería. Nuevamente al acecho de una presa que estuviera a la altura de su cazadora.
Había planeado esta salida meticulosamente. ¿El escenario? Un supermercado. Claro que no era cualquier supermercado, sino el más caro de la ciudad. Allí no va cualquiera.  Es un primer filtro.
¿La hora? Después de la siesta. Es el momento en que los hombres solos aprovechan para hacer las compras para su hogar antes de volver a trabajar.
Llegó sin prisa. Estaba tranquila y segura de lo que estaba haciendo y de lo que pretendía.  Tenía fe en el plan. Cruzó las puertas automáticas y vio con alegría que su hipótesis no era errada: No había demasiada gente, pero si muchos hombres.
Ahora el cebadero. No cualquier lugar es apto para encontrar el objetivo. Por lo menos el que ella buscaba. La verdulería es de cuarta. La carnicería de tercera. El sitio es la góndola de los vinos. Un hombre que se precie de tal, no puede sino ser un buen conocedor; así que el plan consistía en poner cara de duda e incertidumbre frente a los estantes de vino blanco en cuanto apareciera algo apetecible.  Después de un rato y de varios desechables, se acercó uno. Primero, ver si tenía anillo de compromiso, de inmediato estudiar su ropa y luego el contenido del carrito. Si los productos eran de oferta, estaba totalmente descartado. Si eran de primera marca, seguía en carrera. En este caso puntual, el examen, resultó aprobado.
Cuando lo tuvo algo cerca hizo el primer disparo. Susurró con voz sensual:
-          Perdóneme caballero, pero ¿Ud. no me aconsejaría que vino blanco comprar? No sé nada de vinos, estoy totalmente desorientada y no querría quedar mal ante invitados muy especiales.
Primero ver si es arrebatado o reflexivo. Si, sin mediar palabra, va derecho a sacar una botella y se la entrega,  es un autoritario y eso, con ella,  no va. Si elige uno dulce y con gas, seguro que es marica y si va directamente a uno seco, es un agrio y un amargado. Todo esto lo pensaba, mientras esperaba su contestación.
-          ¿Para acompañar algún tipo de comida especial? Respondió él.
Epa, epa… respuesta muy buena, se dijo sorprendida. Hay que observar mejor a este prospecto. A ver que veo. Cincuentón, con algo de panza (pero no demasiada). La ropa no dice gran cosa, pero es sobria y ella cometió –otra vez- la boludez de no ponerse los lentes de contacto para ver si podía pispiar la marca. El cuerpo no es su fuerte. No es un Adonis justamente, pero es un hombre. Le jode un poco la calvicie, pero –se dice- si le hice pagar el boludo de mi ex, un par de tetas, un culo y una cara, ¿Por qué no hacerle pagar a éste un trasplante de pelo para él y dejo el problema solucionado?  Sigamos, a ver que sucede.
-          Un pescado a las finas hierbas, le respondió.
-          Ah, para un pescado a las finas hierbas… yo compraría un chardonay. Es seco, pero perfumado. Me parece ideal para ese plato.
¡Bravo, bravo...! Aprobado. Sigue participando, pensó entusiasmada.
-          Muchas gracias, no sabe cuánto se lo agradezco, respondió y cuando quiso comenzar a conversar, él continuó caminando alejándose y mirando las góndolas, mientras respondía:
-          Por nada, por nada.
Así que te hacés el difícil, se dijo, mejor; a mí me gusta más la pelea que la rendición incondicional o le entrega sencilla. Comenzó a seguirlo tratando de que no lo  advirtiera.  La segunda estación fue la fiambrería. Otro sitio de prueba ideal. La marca del queso, el tipo de fiambre son típica muestra de quien es quien.  Si pide mortadela, Milán o fiambrín fuiste, pensó. Pero no, otra agradable sorpresa, llevó jamón crudo y un cuarto de roquefort. Ahora sí que estás en la mira.
El siguió con sus compras y ella vigilándolo. Hasta fingió uno o dos encontronazos chocándolo con el carrito a la vuelta de alguna estantería. Lo suficiente como para que le permitiera expresar, solo para que él la escuche:
-          Parece que al destino le gusta vernos juntos… mientras practicaba su ya ensayada hasta el cansancio sonrisa cautivadora.
El parecía complacido, pero nada más. Hasta ahí.  
¿Puede ser que tenga ya la pólvora húmeda? Se preguntó. ¿Cómo es que no pica todavía?
Otro “choque” y ella dejó que él tomara la iniciativa.
-          ¡Otra vez...! me parece que Ud. tiene razón. Esto ya no parece ser casualidad… le dijo con una sonrisa.
Caíste chorlito.  Ahora a seguirlo de cerca para que no se le escape y poder llegar justo detrás de él a la cola de la caja. Lo logró. Había varias personas en la fila y ella comenzó a fantasear con la presa, imaginando lo que vendría luego. Primero pagaba, le pedía ayuda y después solo le quedaba ver que auto tenía y –si este también era aprobado- al ataque final. No se le escaparía por nada del mundo. Si todo andaba bien, esa misma noche estaría cenando en un restorán de lujo y después, se veía, paseando juntos -tomados de la mano- por la avenida Collins, mirando el mar… y después, después… quien sabe…
Volvió de su fantasía y aprovechó. La espera era otra oportunidad para el diálogo. Buscó sus ojos y disparó:
-          Falta que nos vayamos juntos…
Hizo una corta pausa y agregó:
-          Para cargar los paquetes por supuesto… digo…
-          No se preocupe señora, que si necesita ayuda,  la espero y le doy una mano para cargar los suyos, respondió la víctima.
Tal vez no se afeite todos los días, pero es cortés y respetuoso. Una en contra y dos a favor, contabilizó.
-          ¡Pero qué amable, no sabe cuánto se lo agradezco! Ah y no me llamo señora, me llamo Laura.
-          Encantado Laura, soy Agustín. Parece mentira, pero hace casi una hora que no dejamos de encontrarnos. Qué cosa loca ¿no es cierto? Parece que hay un magnetismo entre ambos, le dijo incrédulamente mientras comenzaba a descargar la mercadería de su carrito para que la cajera fuera pasando uno a uno los artículos frente al lector óptico.
Ya lo tengo a punto de caramelo, se dijo y empezó a esperar tranquilamente. Cuando termine, le digo casi en forma de súplica que me espere para ayudarme y fuiste… estas en el horno.
¡Pero no! No puede ser. Qué horror ¿Que es lo que hace este hombre? Que digo hombre, esta bestia. No paga ni con Diners, ni American Express, ni siquiera con Visa… ¿Qué sacó? Por Dios, qué asco si no es más que una chequera de vales del Sindicato Municipal… ¿Cómo pude equivocarme tanto Señor mío?
Habrá que comenzar todo de nuevo.
Otra partida. Otra búsqueda. Otra vez de caza…


[i] Cuento seleccionado para integrar  la VIII Antología Internacional Digital de Poesía y Narrativa “Elegidos 2012”.
Este cuento esta incluído en el material del libro “¨Palabras” del Taller Literario de Susy Quinteros, editado en mayo de 2013.
Este cuento forma parte del libro “Para muestra basta un Cuentito” editado en enero de 2013