Nemesio Ceferino Sosa, conocido en el pago como Ño Nemesio, construyó el
rancho con sus propias manos y un sacrificio enorme, en un recodo cerca del
río, al norte de la Villa. Fue esa precaria y humilde morada el refugio que le brindó
a Eulogia Tapiales, no solo su mujer, sino –además su compañera y la ayuda
necesaria para compensar una incapacidad física que lo relegaba en muchas de
las tareas del campo. Ella se movía como un hombre y, en algunos casos, mejor.
Parecían hechos el uno para el otro.
Él, de una edad indescifrable, desgastado, bajo, flaco, encorvado, de
tez morena y con un aspecto siempre sucio. Una notoria imagen de mal entrazado
que no lo ayudaba para nada. Sin embargo, llamaba la atención su viveza, que lo
hacía destacarse cada vez que, en el poblado, negociaba los cueros de carpincho
o las plumas de garza. También se le reconocía como mas rápido que nadie para
que el ganado cimarrón dejara de serlo.
Ella, mucho menor, no era para nada agraciada. Sus ojos achinados y
penetrantes no disimulaban su ascendencia india. Voluminosa y dispuesta a
enfrentar cualquier tarea; no importaba lo duro, difícil o arriesgado de la
misma. A pesar de sus casi harapos, su femineidad se manifestaba por el amor
hacia las flores que jamás abandonaba debajo de la única ventana que tenía la
vivienda.
Con ellos vivía Aparicio Tapiales, padre de Eulogia. Si no se lo supiera
humano, cualquiera hubiera pensado que era una planta mas de las que daban
sombra al sitio. Un árbol viejo y sin gracia. Si no se supiera que era de la
casa, parecería que había recalado ocasionalmente en el lugar. Nunca había
perdido su apariencia indígena. Siempre callado y mirando el horizonte.
Hablaba con los animales, con las plantas y con los insectos. Jamás con
los humanos.
Los años fueron pasando y con ellos llegando hijos. El primero fue
Ceferino, después Hilario, mas tarde José y así uno tras otro, hasta llegar a
diez. Si bien eran cada vez mas bocas para alimentar, enseguida aprendían a
trabajar y su mano de obra ayudaba a la economía y al mejoramiento de la vida
de toda la familia.
Aparicio tuvo un trato diferente, especial, para con sus nietos. Fueron
su debilidad. Por ellos pareció despertar de un largo sueño, de su añoso
letargo. Por ellos volvió a sentirse vivo. Les contó cada detalle de su niñez y
juventud, las costumbres de sus antepasados y sus experiencias charrúas. Les
enseñó a montar y a estar siempre alertas; también a pelear, los secretos de la
lanza, del cuchillo, de las boleadoras, a prepararse para la paz, pero también
para la guerra, a vivir y a sobrevivir.
Aquellos primeros años del nuevo siglo fueron difíciles para la Villa
del Arroyo de la China. Un hecho traumático había alterado totalmente
su cotidiano vivir: la instalación de la Primera Junta de gobierno en
Buenos Aires. A la inicial reacción de adhesión a la misma por
parte del cabildo local, le siguieron al poco tiempo intrigas y
enfrentamientos que enemistaron a vecinos, familias, hasta a padres
e hijos y cuya base se resumía en la oposición entre españoles y
criollos. La importancia que había adquirido Concepción del Uruguay
y su ubicación estratégica (fronteriza, aislada, con dominio del paso
de los buques hacia el norte, etc.) la convirtieron en un punto
apetecible, militarmente hablando.
La experiencia de los Sosa y la sagacidad de Aparicio, hicieron que las
veces que el poblado fuera invadido, siempre pudieran escapar hacia las islas
para ponerse a salvo. Pero en cada una de esas incursiones, que fueron muchas,
los invasores dejaban destrucción y desolación a su paso.
Tenían que comenzar otra vez. Desde todo. Desde nada.
Aquel día, en el almacén de ramos generales, cuando Ño Nemesio bajaba su
carga para la venta lo escuchó. Otra vez. Otra vez, venían a destruirlo todo.
Había que estar alerta.
Los acontecimientos que son objeto de esta historia, se desarrollan
en ocasión de que el Directorio porteño, en alianza con los
portugueses, iniciaron una acción conjunta para terminar con la
rebeldía federal.
Los lusitanos después de una tenaz lucha, en la que participaron
muchos habitantes del Arroyo de la China, ocuparon la Banda
Oriental y el Directorio arremetió contra Santa Fe y Entre Ríos,
mientras hacía un juego de seducción y soborno para contar con la
complicidad de algunos caudillejos locales.
Por aquellos años -1817- tiene lugar un hecho auspicioso para la
Villa. Por primera vez un hijo de la misma es nombrado Comandante
Militar: Francisco «Pancho» Ramírez. No era un improvisado y había
demostrado ya una enjundia y un valor digno de tal nombramiento.
Además, conocía no solo su ciudad, sino también cada punto del
territorio que había recorrido como chasque seis o siete años antes.
Volvió al rancho y comentó con profunda amargura la novedad. Nunca había
participado de ninguna lucha que no fuera por la subsistencia y eso ya era
mucho. Pero esta vez parecía particularmente conmovido. Se sentía viejo,
cansado, abatido y veía a los suyos, a los que amaba, en peligro. Eulogia no
dijo palabra y entonces lo miró a Aparicio. El viejo indio solo hizo un ademán
con la cabeza, señalando a Ceferino, un gurí de apenas 17 años, pero su mejor
alumno. Hábil, fuerte y joven. Excelente jinete, manejaba el cuchillo con una
particular destreza, seguramente heredada de sus ancestros, y desollaba al
ganado sin que se le moviera un pelo.
Ño Nemesio lo comprendió al instante y, a pesar de que era una ayuda
importante en el trabajo para la subsistencia de la familia, le ordenó que
subiera a su caballo y lo acompañara a la villa. En cuando llegaron fueron
hasta la comandancia, donde pidió hablar con el jefe. No tuvo que esperar mucho
para que allí, frente suyo, un joven de aspecto rudo y mirada penetrante se
plantara en actitud inquisitiva, preguntándole: «¿que lo trae por acá Ño Nemesio?»
«Aquí vengo, mi comandante, a confiarle lo mejor que tengo, mi hijo
Ceferino, para que defienda nuestros hogares. No más saqueos, no más robos, no
más empezar de nuevo…», le respondió.
Don Pancho estudió con la mirada al jovencito y le dijo «si es capaz de
sostener una tacuara, déjemelo Ño Nemesio y sabremos recompensarlo».
Las enseñanzas de Aparicio habían dado sus frutos y Ceferino no sólo fue
capaz, sino que se destacó en los ejercicios de combate que semanalmente
Ramírez organizaba, como era costumbre en la época. El muchacho no le tenía
miedo a nada.
Hasta que llegó la tarde en que partieron hacia el sur.
Antes de irse del rancho, Eulogia le colgó en el cuello un crucifijo de
madera que su madre le había dado, cuando siendo casi una niña se fue de su
casa.
Poco se sabía de la suerte que correrían. Don Pancho iba al frente de
sus hombres, campesinos pobremente vestidos con camisetas de lienzo y
chiripaces de bayeta colorada; los pies calzados con botas de potro. El poncho
bichará lo llevaban en bandolera sobre el pecho, para dejar libre los brazos.
Durante la batalla lo arrollaban y se lo ponían cubriendo el abdomen, como
forma de protección. Sombreros altos, punteagudos, de ala corta y volcado hacia
atrás. ¿Las armas? Una lanza de gruesa caña tacuara con un cuchillo u hoja de
tijera adosado en la punta y una banderola federal, las tan temidas boleadoras
de piedra, el lazo trenzado que habitualmente utilizaban para el arreo y un
facón o daga para la pelea o el degüello. Estas eran las «hordas salvajes y
harapientas», que describiría alguna tilinga pluma de los próceres porteños.
Allí entre ellos, al final de la partida y en su caballo petiso y retacón, iba
Ceferino. Era el mas joven y parecía apenas solo un aprendiz.
Se sabía que un ejército organizado estaba en camino a
Gualeguaychú, pero con destino final Concepción del Uruguay. A
su mando iba el Coronel Luciano Montes de Oca. Cuando llegaron
a la ciudad del sur entrerriano, se reunió con sus aliados locales;
Herenú de Paraná, Correa de Gualeguay y Samaniego de
Gualeguaychú y tomaron todos los aprestos para avanzar.
Pancho Ramírez y sus hombres se habían acercado pero, viéndose
en evidente inferioridad de condiciones comenzaba a retirarse,
cuando recibe una ayuda inesperada, decisiva y fundamental:Gorgonio Aguiar, lugarteniente de Artigas, que -enviado por él- se le
reúne al mando de un importante número de orientales.
En las puntas del arroyo Ceballos, afluente del río Gualeguay, en el
Departamento Gualeguaychú, enfrentaron a la avanzada del ejercito
directorial, librándose un feroz combate en el que triunfan las fuerzas
comandadas por Ramírez. Era el día de Navidad del año 17.
El primer encuentro con el combate real, fue para Ceferino una
experiencia fuerte. Nunca había visto morir a un hombre, sólo a animales.
Le dieron náuseas; pero sabía tres cosas: que luchaba por mantenerse con
vida, obedecer a su jefe y que aquellos hombres a los que enfrentaba eran
quienes los llenaban de miedo cuando tenían que huir a la isla, eran los que
destruían todo por lo que su familia sudaba y sudaba todos los días, quienes
los hacían tener que volver a empezar una y otra vez. Tragó saliva, apretó los
dientes, abrió muy grandes los ojos, se aferró a su lanza y siguió fielmente las
indicaciones que se le daban. Por primera vez, su tacuara se tiñó de rojo.
No obstante la derrota, Montes de Oca acampa en las cercanías de
la Villa de Gualeguaychú, vuelve a reunir sus fuerzas y se reorganiza.
Una vez fortalecido, diez días después, envía al teniente coronel
Domingo Páez –su segundo- al mando de una nueva expedición
hacia Arroyo de la China con 300 hombres de infantería, caballería
y piezas de artillería. Antes de llegar al arroyo El Gato y pasando su
afluente Santa Bárbara (actual Distrito Pehuajó Norte), Páez se
encuentra con Ramírez. Si bien al comienzo del combate su
superioridad numérica y pertrechos, parecen favorecerlo; el ímpetu
arrollador de la caballería entrerriana concluye la batalla con el
desbande de las fuerzas directoriales.
El segundo combate fue diferente. Viendo sus habilidades con el caballo
y su valentía, se lo sumó al escuadrón (Ramírez formaba escuadras) de ofensiva.
Esta vez, hizo y deshizo, como lo hacían sus compañeros.
Protegió y fue protegido. Arrolló al enemigo y usó su cuchillo por
primera vez. Se impresionó al principio, pero él mismo se sorprendió de lo poco
que le costó acostumbrarse a aquella carnicería.
Montes de Oca, ahora sí, huye a Buenos Aires y sus caudillejos
aliados se esconden en diferentes partes de la provincia. Fueron
dos grandes victorias del comandante militar de Concepción del
Uruguay.
En ambas contiendas, el joven Sosa hizo gala de un valor que no fue ignorado, ni por sus compañeros, ni por sus jefes. Cuando las historias
de las batallas se comentaban en el poblado, Ño Nemesio, con la humildad propia de nuestra gente, solo sonreía si hablaban sobre la heroicidad de
su hijo.
La Villa respiraba tranquila nuevamente, parecía que el peligro había
pasado; pero no fue así. El Director Pueyrredón desplazó a Montes
de Oca y puso en su reemplazo al coronel Marcos Balcarce. Este
cambió la estrategia y poco mas de un mes después, con 500
hombres, piezas de artillería y 15 buques de guerra desembarcó en
la villa de Paraná. Esta había sido tomada por los mismos aliados
locales que participaron en la incursión anterior. Nuevamente el
objetivo era someter a los Federales.
Pancho Ramírez vuelve a organizar a su gente y va en su búsqueda.
Cuando las fuerzas directoriales advierten la presencia de las tropas
federales comienzan a perseguirlo. A la vera del arroyo Saucesito,
en las cercanías de la Bajada, Ramírez realizó en esta ocasión una
de las maniobras mas osadas e inteligentes que recuerden las
batallas montoneras. Tiende una trampa, a partir de la cual, con la
distracción de la huida, evade –flanqueándola- a la caballería porteña
y cae por detrás sobre el grueso de las tropas que eran de infantería.
Fue tal el desconcierto, que se produjo una desbandada general.
Esa tarde. Esa misma tarde, la vida de Aparicio se apagaba para siempre
en el humilde rancho, cercano a la costa del río de los pájaros.
En toda la acción Ceferino ya no fue uno de tantos. Estaba junto a los
primeros, los más osados. El joven paisano, ubicado al frente entre los
lanceros, abría grandes claros en cada embestida. La sangre india parecía
revivir en él, cuando –en plena batalla- lanzaba el alarido feroz: «¡Ayucá-pá!
¡Ayucá-pá!»[ii].
El niño se había convertido en hombre, y mas que eso: en indio, en soldado.
Parecía que el espíritu de Don Aparicio Tapiales, rejuvenecido y habiendo
abandonado su viejo cuerpo, volvía a cabalgar arrolladoramente, con la lanza en
la mano y en su último malón.
Son tantos los muertos que ni se pueden calcular, dice Balcarce,
en el parte de batalla que le envía a Pueyrredón. En pocos momentos
se había obtenido una victoria completa y Pancho Ramírez
comenzaba a transformarse en leyenda.
Después de semejante revés, las fuerzas invasoras se retiraron de
Entre Rios, mientras que Concepción del Uruguay festejaba
alborozada el encumbramiento de uno de los suyos.
La vuelta a la ciudad, significó una entrada triunfal…
Ño Nemesio, buscaba con ansiedad a Ceferino entre los gauchos que
ingresaban en la Villa, en perfecta formación, con el jefe Pancho Ramírez y la
bandera de Artigas al frente, sus tacuaras en alto y con las banderolas todavía
teñidas de sangre.
Miraba y miraba, pero no lo encontraba. Entonces los vió: Los Dragones
de la Muerte, la escolta de Don Pancho, lo destacado de la caballería
entrerriana, el escuadrón seleccionado, el mas valiente… ya no llevaban las
humildes camisetas de viyela, sino unas vistosas chaquetas azules -con
innumerables botones dorados- arrebatadas a los húsares del ejército vencido.
Eso sí, en los morriones se destacaba como emblema la pluma de ñandú, charrúa y
federal.
Allí lo divisó: entre ellos, entre los mejores, venía Ceferino.
«¡Mhijo, mhijo!» grito con orgullo, para que lo viera…
De pronto escuchó aquella voz familiar, que ya no era la del gurí que
había partido, pero que le grito con total inocencia y una enorme y pícara
sonrisa:
«¡Tata, tatita, aquí estoy… empaquetao!».
Esa noche Concepción del Uruguay, dormiría tranquila. El rancho estaba
seguro… pero otra historia recién comenzaba…
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