viernes, 23 de junio de 2017

VALORES


Creo que si alguien quiere intelectualizar los legados, las enseñanzas, los mensajes, que quedan de generación en generación en una familia; no siempre tiene una tarea sencilla.
Nadie (o pocos) se acuerda de los discursos o de las palabras de quienes fueron sus mayores o formadores, mas allá de alguna referencia especial.
Nadie (o pocos) pueden decir puntualizando: que es lo que le enseñaron sus padres (o quienes se encargaron de su educación), ejemplificando: recibí claramente esto o me quedó, sin lugar a dudas, aquello.
Quizás lo que mejor permita acercarse a ese objetivo, sean los recuerdos o anécdotas. Algunas aleccionadoras, otras graciosas, tal vez algunas originales, las menos tristes, pero que –no siempre- esos testimonios de vida se permiten traducir en conceptos concretos. Una enseñanza clara como tal.
No es mi caso. Si bien en la casita de mi La Plata natal, en la calle 48, donde crecí allá a comienzos de los años 60, la que parecía llevar la voz cantante (y por cierto que cantaba muy bien) era Mamá; de quien recibí mas claramente mensajes, fue de Papá.
Tal vez por su propia sencillez. Siempre ubicado en un buscado segundo plano.
Sin embargo dejó la marca de lo que para él eran los principios rectores de una buena vida. No de una buena vida en cuanto a pasarla cómodamente (¡justamente nosotros que vivíamos bastante apretados económicamente hablando!), sino de hacer las cosas que a uno le gustan –dentro de las posibilidades-, en busca de encontrar momentos de felicidad o al menos momentos gratos. Y creo que, tanto Carlitos (mi hermano), como yo –sin que sea nuestra intención o nuestro propósito- recogimos ese testimonio. Tal vez no sea cuestión de decisión, quizás sea inconciente o tal vez genético. Quizás un sello o un distintivo de la familia.
Si quiero hacer un listado, es taxativo y no necesito pensarlo demasiado.
Papá era un hombre fundamentalmente bueno, con una bolsa enorme de amor por los chicos. No solo sus hijos, nosotros, sino por todos los chicos.
Si hay una cosa que lamento es que no haya podido ver el crecimiento de sus nietos… Si bien no fue una decisión querida, le robamos esa posibilidad.
También tenía una confianza ciega en nosotros –sus hijos- (que a veces, por lo menos a mí, me daba un poco de temor porque era una prueba permanente).
Para él era muy clara la diferencia entre lo que estaba bien y lo que estaba mal. A pesar de haber cursado solo hasta el segundo grado de la escuela primaria, no necesitó libros para aprenderlo. En la lógica de la calle, de aquella ciudad de La Plata de principios del siglo pasado. Allí lo aprendió.
Así nos lo trasmitió. No hablando. Con su ejemplo de vida. Todos los días y en cada acto de su vida.
Cinco cosas rescato muy, pero muy claramente, de su herencia: Honestidad, Responsabilidad, Orden, Familia y Lealtad.
Y no pretendo hacer un estudio académico de cada uno de estos conceptos, sino que me quiero concentrar en el último: La Lealtad.
Creo que nunca se habló de él –como tal- específicamente. No hacía falta.
Lealtad concebida como una irrestricta adhesión a las personas que uno ama, a las ideas, a los principios, pero –singularmente- a las instituciones.
Y aquí comenzamos nuestra historia.
Todos los primeros días del mes, llegaba a la casa de mi niñez, un hombre con un manojo de papelitos (eran recibos de pago). Con mis cuatro o cinco años abría la puerta y veía, plantado frente a mí, un enorme señor entrado en años, rubión, de pelo cortito, hablando completamente atravesado, pero con una enorme sonrisa en los labios. No le entendía nada, pero ya sabía. Era “el de la Fratelanza”.
Podía faltar de todo en casa (y de hecho faltaba mucho). Podíamos estar ahorrando para comprar zapatos, ropa o comida; pero siempre estaba dispuesta la cuota para la Hermandad. Eso era lo primero.
Alguna vez supimos que, siendo Papá muy joven, había estado aquejado por una grave enfermedad y le habían practicado una muy peligrosa operación. Carpintero como era, cuando no trabajaba no cobraba y no había como solventar los gastos, no ya solo de la enfermedad, sino –además- de la vida familiar.  Por aquellos tiempos no existía ninguna forma de cobertura o ayuda social por parte del Estado.
Lo que sí estaba era la Fratelanza. Esa hermandad que nos legara el abuelo José, cuando vino de Soragna a trabajar en la construcción de la ciudad que nacía y que no se ha borrado a través de generaciones.
Ella fue quien ayudó, con presencia, dinero y todo lo que hizo falta.
Por eso, la identificación con Italia, se hizo presente en todos los momentos de la vida de nuestra familia.
Esa misma Fratelanza respondió también –como nadie- cuando muchos años después, y en otro momento muy aciago,  fue requerida por un desesperado Papá. 
Claro que esta no era el único tipo de institución que formaba parte de nuestra vida.
Es mas había otra que, para nosotros (los chicos) tenía un papel de mayor protagonismo.
Casi esa misma devoción, era la que nosotros –con nuestros pocos años- profesamos por el Club Gimnasia y Esgrima de La Plata. Cuando digo nosotros, no incluyo sólo a Carlitos y a mi, sino que me refiero a aquel puñado de chicos que nos reuníamos todas las tardes a jugar a la pelota en la rambla de la calle 19.
Estoy convencido que hay cosas que se incorporan a uno y se vuelven parte de nuestro ser. Se incorporan a la sangre. En un sentido de pertenencia. Como si fuera un elemento mas de nuestra misma esencia.
Así, estoy convencido, que uno puede cambiar de forma de pensar, de partido político, de religión, de nacionalidad, de mujer o hasta de lo que se nos pueda ocurrir… pero lo que nunca se cambia es de Club de fútbol.
De identificación con una divisa.
Puede darse, pero es un caso muy excepcional, inimaginablemente y de una innegable traición. Que digo traición, de alta traición.
¿Por qué nos hicimos –mi hermano y yo- de Gimnasia? No lo sé. Tal vez la influencia de Mamá (que alguna vez jugó al tenis para Gimnasia). Tal vez la influencia de las barritas de amigos.
Alguna vez pensé que mi identificación apareció con nuestra llegada al barrio de la calle 48 y 19. Por aquel entonces tenía poco menos de dos años y veníamos de donde había nacido (calle 2 entre 62 y 63) que era pleno barrio “El Mondongo” y epicentro de la parcialidad gimnasista. Claro que era demasiado chico para ser conciente de eso.
Al menos eso creía. Pero no hace mucho encontré –entre las cosas viejas que me quedaron de la desaparecida casa de 48 y que me dio en custodia la generosidad de Carlitos que creyó que estaban mas seguras en mis manos para conservarlas- una chiquita, vieja, amarillenta y ajada foto en blanco y negro de unos cinco chiquilines, mal entrazados, con la cara sucia y sentados en el cordón de la vereda de una calle de adoquines (que reconocí como 2 y 62). Entre ellos, estábamos Carlitos y yo, el mas chiquitito –poco mas de un año- y destacándome por lo blanco de mi pelo, y ¡sorpresa! Teníamos todos, además de una enorme sonrisa, la camiseta del club del bosque. La que yo tenía puesta, me quedaba enorme, pero la llevaba –se percibe- con un inmenso orgullo.
Cuando crecí, en el barrio cuyo epicentro era la esquina de 48 y 19; todos éramos hinchas de Gimnasia. Había una excepción. Emilito Fraqueli. Pero, como era mas grande que nosotros (de la barra de mi hermano, con cuatro años mas); para nosotros era como que ya no era parte del grupo. Además era tan buen chico, que le dejábamos pasar el desliz. Estaba poco y con él no se hablaba de fútbol. 
¿Los demás? En realidad había como dos categorías. Muchos eran de un equipo de Buenos Aires y –después- de Gimnasia. Por ejemplo, Carlitos Oquieti era de River y de Gimnasia,  el loco Alfano –fanático total de Boca- y de Gimnasia, los Lagos eran todos de Rácing y de Gimnasia y así...
Se me ocurre esto como el reflejo de la sociedad platense de entonces, todavía pueblerina, que buscaba una forma de identificarse con los referentes porteños.
El resto, la mayoría, eso sí, éramos hinchas puros.
Pero y volviendo a nuestra historia, hete aquí, la mas aguda contradicción.
Con todo lo que quería a Papá. Con los sacrificios, concientes, queridos y compartidos; como el levantarme por la mañana a las 4 de la madrugada para tomar el mate cocido (que preparaba como toda una ceremonia) con él, admirarlo mientras leía el diario, escuchar el informativo radial juntos y acompañarlo antes de que se fuera a trabajar, para acostarme luego –nuevamente- hasta la hora de ir a la escuela.
Con todo eso, había algo que –impensadamente- nos separaba.
Papá ¡Era un fanático hincha de Estudiantes de La Plata!.
Imposible. Inconcebible. ¿Cómo podía ser?
Para quien no conoce ni a la ciudad, ni su ambiente futbolístico, resulta inimaginable comprender el enfrentamiento entre quienes se identifican con uno u otro color.
La burla, la chanza, las conversaciones, las discusiones, cuando no alguna que otra pelea… giran –en gran medida- en torno a este enfrentamiento.
A lo largo de toda su vida, lo único que no pudo –el pobre Papá- trasmitirnos, fue su identificación futbolera.
Me acuerdo de tantas y tantas veces, en que los domingos me sentaba, junto a él, en el taller de carpintería y escuchábamos los partidos de fútbol. ¡Alentando, cada uno,  a los equipos que se enfrentaban, pero a un equipo diferente!
Papá, que siempre era un hombre sumamente callado, tranquilo, se transformaba.
El fútbol y Estudiantes eran la excepción. Vivía cada partido intensamente. Protestaba. Hablaba solo. Maldecía. Festejaba. Gritaba. Sonreía.
Yo que vivía, también, en un permanente segundo plano, era casi una fotocopia suya en chico.
Nos hacíamos bromas, nos “cargábamos”. Los chistes, las ironías mutuas, estaban a la orden del día. Manejábamos códigos cómplices –pero enfrentados- todo el tiempo. Tal vez era la forma mas íntima en que estábamos ligados.
No obstante, el pobre Papá hizo lo que pudo para llevarnos a su molino.
De una y mil maneras.
Cuando éramos mas chicos, el obvio regalo del equipo de camiseta, pantalones y medias; que –por supuesto- quedaba sin uso, hasta que era regalado.
Creo que lo intentó todo.
La apuesta mayor fue el hacernos socios de Estudiantes.
Anotarnos en su pileta de natación (creo que fue por eso que yo, contestatario innato, en mi rebeldía y obstinación casi enfermiza nunca aprendiera a nadar).
Con los dientes apretados, iba casi todos los días de verano a la pileta de Estudiantes, maldiciendo por lo bajo.
Pero –además- el hecho de ser socio daba la posibilidad de poder entrar a ver los partidos de fútbol gratis. Eso era lo máximo.
Pues –cumplidor como siempre fui- no faltaba un solo domingo a la cancha de la calle 1, cuando –cada quince días- Estudiantes jugaba de local.
Eso sí, iba a la tribuna visitante.
¡Si habré alentado a San Lorenzo, Independiente, Racing o Chacarita…!
¡Si me habré “prendido” a los cánticos contra los locales una y mil veces..! ¡Si habré gritado los goles que le hacían a los pincharratas..!
Claro que, como todo en la vida, nunca existe un balance equilibrado.
Y aquí la balanza se dio vueltas totalmente hacia un solo lado. A partir del año 1967, Estudiantes comenzó a ganar todo… y Gimnasia hasta tuvo un paso por el descenso…
Papá dejó de cargarme… aunque –mas de una vez- me dirigía miradas creo que mezclando tristeza y compasión, con una dosis de ironía; cuando hablábamos de fútbol, -entre nosotros- un tema ineludible.
Pasaron los años y la situación no cambió.
Ya estaba afincado en Concepción del Uruguay, cuando falleció Papá.
Corriendo riesgo de vida (por mi militancia pasada en la Juventud Peronista), recorrimos la terrible noche del 9 de junio de 1978 la distancia hasta La Plata, todavía en una desastrosa ruta 14 de tierra.
El día en que lo enterramos, en pleno campeonato mundial 78, se enfrentaban Argentina e Italia. Cuando volvimos, cansados y sumidos en una profunda tristeza, pasamos por la casa del tío Enrique. Allí nos enteramos que fue el único partido que perdió la Selección Argentina en aquel mundial. Fue ante Italia 1 a 0. Lo tomé casi como un homenaje.
Pasaron los años, regreso la Democracia, pero la cosa no cambió.
Ni los éxitos de Estudiantes pararon, ni mi identificación incondicional a Gimnasia (casi en una completa y total soledad en mi morada entrerriana).
No obstante, hasta hoy, en cada victoria de Estudiantes, me parece imaginar a Papá –desde lo alto, desde el mas allá- gozoso, guiñándome un ojo  y dedicándome su mejor sonrisa pícara.
Este cuento está incluído en el material del libro “Diez pasos de pantalones Cortos”, editado en marzo de 2010.