Dedicado a mis sobrinos Valeria y Enrique
Hay quienes no ven en la soledad una
ausencia sino todo lo contrario, una presencia amiga y muchas veces necesaria.
Es una alternativa de generar las condiciones para poder mirar el interior…
para meditar… para contar con ese espejo ineludible y necesario que permite ingresar en nosotros mismos y llegar hasta el alma.
Posiblemente uno de los desafíos mayores en la historia de la humanidad está en
encontrar la fórmula para conocerse a uno mismo. No cabe duda de que en esa ecuación, la soledad y el silencio
ocuparán un lugar preponderante.
¿Acaso los profetas y el mismo Jesús no
se internaban en el desierto o subían a la montaña, para –en soledad- poder
dialogar con el Altísimo?
Pero son muchos los que están solos,
aún sin buscarlo, aún sin buscarse. Esta historia es uno de esos casos.
Ramiro abrió la puerta del rancho,
después de la rutina mañanera de levantarse y se encontró con Larrañaga.
Le alegró verlo.
-¿Cómo le va? Espere un poco y me acompaña mientras tomo unos
mates.
Tomó de la cocina la pava, los
implementos y un banquito, salió y se acomodaron debajo de la sombra, en la
galería. Comenzó allí toda la ceremonia de preparación de los amargos. Lenta y
parsimoniosamente, como a él siempre le gustó: Poner un poco mas de la mitad de
yerba en la calabacita, taparla con la mano y batirla, luego humedecer la yerba
a un costado del recipiente con agua fría y después de haberla dejado reposar,
acomodar la bombilla en ese mismo lugar para terminar echando cuidadosamente un
chorrito de agua caliente, bien al lado de ella.
Cuando terminó, se acomodó y fijó su vista en el horizonte.
-Tengo que hacerle una confidencia, dijo.
Intercambiaron miradas, como dando
espacio a lo que se venía. Ramiro hizo un largo silencio, mientras veía el
campo. Nunca es igual. Todos los días cambia algo. Una planta que crece, una
flor que se abre… Ojo que ver no es igual que mirar. Muchos miran, pero no ven;
por eso les parece que todo es igual. Después continuó:
-Ud. Sabe, Larrañaga, que los otros días la volví a ver… ah…
Carmencita… que criatura hermosa. Nos cruzamos y alcancé a verle los ojos, son
como dos luceritos encendidos… verla moverse, parece que baila no que camina y
me hizo una sonrisa que bueno… como decirle, me dejo embrujado.
Otra vez el corte. Los minutos se
hicieron largos, parecía que se estiraban… en estos lugares, el apuro no
existe. Entonces siguió, acompañando sus palabras con una sonrisa pícara y un
guiño cómplice:
-¿Y sabe qué? me parece que no le soy indiferente…
Larrañaga lo miró y quedó en silencio,
respetuoso, como un amigo que acaba de recibir un secreto y debe mantenerlo
guardado, en sigilo. Se hizo una pausa, menor que las anteriores, porque
pareció que un relámpago de ansiedad cruzo por el rostro de Ramiro y disparó,
meneando la cabeza:
-No sé… pero uno de estos días la encaro y le digo que no puedo
estar sin ella y la invito a que me acompañe a vivir para siempre en el
rancho…
Respiró profundamente y no dejó pasar
mucho mas para la consulta:
-¿Qué le parece a Ud.?
Creyó intuir en la mirada de su
acompañante un gesto de aprobación.
El tiempo que no se mide por reloj sino
por la altura del sol y por el estómago, siguió avanzando, sin prisa pero
inexorable. Como pidiendo permiso, agregó:
-¿Ud. opina que es muy atrevido de mi parte?
Nuevamente la pausa. Otra vez el
silencio. Pero no un silencio de ausencia, sino uno de maduración, de
contemplación. No esperaba una respuesta, con la mirada alcanzaba.
De pronto, una fugaz idea le cambió la
cara… y medio amoscado, atacó:
-No… me lo veo venir… no me venga con eso de la edad, que es muy
chica para mí. Vea Larrañaga, San Martín, el padre de la Patria, le llevaba 20
años a Remeditos cuando se casó con ella… y yo no llego ni a la mitad… así que
déjese de jorobar…
Larrañaga se encogió, aguantando el
chubasco.
Entre mate y mate solo se escuchaba el
canto de uno que otro pajarito y la fuerte chupada de la bombilla. Parecía que
hablaba compartiendo lo que decía con el viento y ahora solo repetía, en voz baja
y como para tomar coraje:
-Uno de estos días la encaro y le digo…
El momento. La reflexión, pero también
el punto y aparte.
-¿Sabe qué? Tengo un alambrado caído allá cerca de la aguada de las
cabras… así que voy a dejar de haraganear y me voy a arreglarlo. ¿Me acompaña?
¡Vamos Larrañaga…!
Se levantó y se dirigió a las tareas,
mientras repetía por lo bajo: «Uno de estos días la encaro y le digo…».
Larrañaga dejó el hueso, de un salto se incorporó
y comenzó a seguir los pasos de su amo, mientras movía alegremente
la cola.
Así empezó aquella mañana de primavera
puntana, cerca, muy cerca de Concarán.
Este cuento esta incluído en el material del libro “De aquí, de allá y de mi abuelo también (y va con yapa)”, editado en diciembre de 2011.