jueves, 24 de abril de 2014

MALDITA SANTA RITA



Por aquellos años (comienzo de la década del 60) en la pueblerina ciudad de La Plata de mi niñez, mas allá de la barra de amigos (unos diez o doce chiquilines de entre 8 y 12 años que nos sentíamos dueños absolutos del barrio), estaba el sector femenino. Evidentemente las mujeres responden a diferentes categorías. Dejando de lado a las madres, que no solo no se 
categorizan, sino que son santas y sagradas; salvo honrosas excepciones (y veremos alguna de ellas), a todas las demás las catalogábamos.
Por ejemplo, estaba Susanita (hermana del Flaco Palma) de mi misma edad, pelo castaño, muy largo y lacio, bonita, ojos penetrantes y actitud batalladora, pero que era terriblemente mandona. Creo que el mismo Flaco .cuatro o cinco años mayor que ella- le tenía miedo. Había que mantenerse lejos.
Carmencita (hermana de Jorgito Cabrera) era una morochita, de unos enormes ojos negros, modosita, algunos años menor que nosotros, que vivía jugando con muñecas. La recuerdo siempre con vestiditos a cuadros de un color rojo predominante, con volados blancos, medias tres cuartos blancas y zapatitos, tipo guillermina, impecablemente lustrosos. Para con ella teníamos un sentimiento paternal de protección.
Lo mismo con Gracielita (hermana de Guillermito Aquilino). Igual que Carmencita, pero en versión rubia y de ojos claros.
Ana María. ah. Ana María. Un poco mas chica también que nosotros, flaquita, de pelito corto, ojos vivaces y una sonrisa casi permanente. De ella estuve totalmente enamorado durante años.
Al comienzo la espiaba desde atrás de los árboles de la rambla.
Estudiaba y aprendía sus horarios, para poder verla. Un día, armándome de un valor (que no tenía) me animé a salir de mi escondite, saludarla y sonreírle. Ella .que normalmente hacía los mandados- me respondió con una de sus habituales sonrisas y yo imaginé sus ojos brillar. Aquella fue una tarde gloriosa. Nunca me atreví a decirle nada. Pasaba caminando por la vereda, de la mano de una hermanita menor, quien .para mi- era totalmente inexistente2. Creo que mis amigos adivinaban mis sentimientos y Ana María era .para ellos- intocable. De ella no se hablaba nada. A lo largo del tiempo y después de tomar mucho valor, un día la llamé por teléfono para invitarla caminar, juntos, hasta la Plaza Moreno. Esa vez .me dijo- no podía, pero tal vez en otra ocasión le gustaría. No me cerró la puerta, pero así, como no fue posible entonces, nunca mas lo fue.
Alicia Perez, bastante mas grande que nosotros, ya desarrollada y en forma voluptuosa (la veíamos como una mezcla de Sofía Loren y Gina Lollobrigida) alimentaba la fantasía erótica de los mas grandes del grupo. Para ella, no existíamos.
También estaba Gabriela. Gaby, para todos nosotros. Un poco mas grande. Muy flaquita. De pelito corto y una tez que parecía de papel por su blancura. De vez en cuando se sentaba con nosotros en la vereda. Compinche. Compañera. Si bien no participaba de los juegos de varones, cuando se conversaba, aportaba sus comentarios, como uno mas. Reía. Hacía bromas.
Casi era uno de nosotros. La queríamos todos. Algo así como una hermana mayor.
Seguramente habría alguna mas, pero los años y mi traicionera memoria no las recuerdan.
Por esas cosas de la amistad entre vecinos, Gaby era ahijada de la madre de uno de los cabecillas de nuestra pandilla (Carlitos Ostolaza). Le decíamos la “Gorda” Ostolaza.
A pesar de eso, era uno de los personajes temidos y odiados por todos .al menos- los chicos del barrio. Creo que hasta por su propio hijo. Violenta. Gritona. Insultante. Provocadora. Desafiante.
Recuerdo que en una oportunidad, apareció un pequeño cachorro abandonado en la rambla de la avenida 19. El perrito, blanco con manchas marrones, era hermoso y cariñoso. Le construimos una cucha, con elementos que fuimos recolectando de la casa de cada uno de todos nosotros. En la rambla. Debajo de un frondoso árbol. La ubicamos allí. Justo enfrente de donde vivía Carlitos, que era quien lo había descubierto y el mas entusiasmado. Casi su dueño. Corrimos todos a buscar leche, abrigo. en fin todo.
¡Que fiesta! Aquel fue un día feliz, para todos los chicos del barrio.
No se que pasó, nunca me expliqué el motivo, pero .al anochecer y cuando ya no quedaba ninguno de nosotros en la cuadra- la “Gorda” Ostolaza, roció con querosene la flamante casita y le prendió fuego.
Sin mayores explicaciones. Al cachorro nunca mas volvimos a verlo.
Al día siguiente, hubo luto, bronca y silencio en todos.
Incluso en el propio Carlitos, que .creo- se sumaba a nuestro odio colectivo.
Por aquellos días Gaby dejó de aparecer.
Pasaron muchas semanas sin que supiéramos nada de ella.
Hasta que una tarde nos dijeron que estaba enferma. De hecho, nos extrañó mucho, porque la enfermedad de cada uno de nosotros (a menos que fuera contagiosa) venía de la mano del ritual de la visita, llevar juegos para hacerle compañía al enfermo y que no se aburra, el tomar la leche en su casa. Era raro. Pero, en este caso, la cuestión parecía ser diferente.
Un día escuchamos la palabra: Leucemia. Es obvio que no sabíamos que era, pero imaginamos que no era nada bueno.
Al poco tiempo Gaby reapareció en el barrio. Había engordado mucho, producto de no se que medicaciones. Si bien actuaba como siempre, ya no era igual.
Una mezcla de compasión, miedo, respeto. nos invadió de tal manera que hasta nos impedía conversar con la frescura de siempre. Ni pensar en preguntar.
Los comentarios circulaban cada vez mas entre nuestros padres y la información no venía (como era habitual) de lo que compartíamos en la calle, sino de lo que escuchábamos en nuestros propios hogares.
Gaby estaba cada vez mas grave. Sus padres, afanosamente, recorrieron médicos, médicos y mas médicos. Preguntaron aquí y allá. Viajaron a Buenos Aires. no sabían que hacer, estaban desconsolados. Los profesionales no le daban ningún tipo de esperanza.
Producto de la misma desesperación sus caminos iban resultando cada vez mas estrechos y ellos se aferraban a cualquier posibilidad. Llegaron a ver a una curandera. Una "manosanta" especialista en temas complicados. Algo común, en aquellos tiempos, pero para un empacho, un "ojeo", un dolor de barriga, una verruga.. ¿pero para leucemia?
La charlatana les explicó .supimos después- que había algo, en el entorno, que era lo que le estaba provocando el mal. Luego de una revisión detallada y pormenorizada de la casa, el barrio y todo lo que rodeaba a la vida de nuestra amiga, la bruja determinó que la causante de la enfermedad era una enorme planta que tenía el patio trasero de la casa de la “Gorda” Ostolaza
y cuyas flores rojas daban a un pasillo común de los departamentos donde vivía la familia de Gaby. Una monumental Santa Rita, que adornaba todo el edificio y que era el orgullo de su dueña.
Según se dijo después, los padres de Gaby fueron a pedirle a la “Gorda” Ostolaza que sacara aquella planta. Que la eliminara. Que la quemara. Por la salud de la hija, que era también su ahijada. La madre sollozó desconsoladamente. Gritó. Imploró.
Ella se negó. Adujo que el curanderismo era charlatanería, que se aprovechaba de la ignorancia y de la desesperación producto de la enfermedad, que su planta no tenía nada que ver con el mal, etc. Etc. Etc.
A partir de allí, a la tristeza que reinaba en el barrio, se sumó una lucha descarnada.
Por la pared medianera, donde se apoyaba la planta, caían toda clase de menjunjes y preparados, que manos anónimas tiraban para intentar secarla. Para que desaparezca.
La “Gorda” Ostolaza, defendía su arbusto con esmero y verdadera ahínco. Limpiándolo, regándolo, cuidándolo y tratando de que de ninguna manera se pudiera poner en peligro su existencia.
La relación entre las dos familias, antes entrañable (eran compadres), se deterioro al mas alto nivel. Era ostensible el rencor.
Se respiraba. Todos y cada uno de los vecinos, en voz baja, comentaban e .incluso- llegaban a tomar partido en la disputa. ¿Se justificaba el sacrificio de una planta pensando que con ello se salvaría la vida de Gaby? ¿Había relación entre una cosa y la otra? ¿Aunque no tuvieran nada que ver, no convenía quitar la planta, por el solo hecho de que eso era lo que le pedían y aliviaría el dolor de la familia, dándole alguna esperanza? De a ratos había compasión hacia la “Gorda” Ostolaza. En muchos mas momentos, bronca.
El tiempo fue avanzando inexorablemente, igual que la enfermedad.
Gaby nos abandonó para siempre al poco tiempo y al poco tiempo .también- la planta se secó. Tal vez sola. Cansada de tanta culpa.
Lo que no se pudo sepultar nunca mas, fue el rencor hacia la “Gorda” Ostolaza.
Las reuniones y juegos en la rambla de la avenida 19 ya nunca volvieron a ser igual.
Faltaba una risa.
Maldita Santa Rita.

Este cuento está incluído en el material del libro “Diez pasos de pantalones Cortos”, editado en marzo de 2010.

jueves, 17 de abril de 2014

DE CUANDO SALTÓ LA TRAMPERA


Joven, de pelo castaño, bonita y simpática. Así era Laura. Estudiante avanzada de abogacía y con un verdadero cariño por lo que hacía. Su familia de origen muy humilde, le había inculcado el valor del sacrificio y la importancia del estudio.
Ella había sabido abrirse camino con inteligencia, capacidad y esfuerzo… y ahora el futuro parecía venturoso. Sus padres la adoraban y tenía un novio del que estaba enamorada y con el que pensaba casarse ni bien pudieran consolidar su situación económica. Si bien trabajaba de vendedora en una tienda del centro, pensó que ya era hora para comenzar a conocer la profesión que había elegido y  para eso debía conseguir un trabajo más afín esa actividad. Una mañana vio en el diario “La Calle” un llamado a concurso para cubrir una vacante en el Juzgado Civil y Comercial y pensó que era la oportunidad. Siempre le había atraído trabajar en la Justicia y por allí pensaba encausar su vocación laboral.
Además funcionaba muy cerca de donde vivía. Todo cerraba.
¿Cómo ingresó? Por acomodo. Nunca le gustaron esas cosas, pero  no había otra posibilidad. Un pedido al influyente de turno por el camino de la persona adecuada y después el tema estaba encaminado. ¿Concurso? Si, había un concurso. Se presentaban todos los postulantes al mismo a rendir un examen y una vez que todos terminaban y se retiraban; el que debía ganar volvía y realizaba toda la prueba nuevamente. A libro abierto y sin límite de tiempo. Esas eran las pruebas que iban para que evaluara el jurado, así que no había quien pudiera ganarle.
Su caso no fue la excepción, pero más allá de ese oscuro detalle, en un mes comenzó a trabajar en los tribunales como asistente del juez Atanasio Buenaventura. Su jefe, era un abogado de larga trayectoria en tribunales, que rondaría los sesenta años, hijo y nieto de funcionarios judiciales, casado desde siempre con  su primera novia y con una enorme cantidad de hijos. Hombre bien formado, canoso, pulcro, muy bien vestido, siempre perfumado y con una sonrisa franca y abierta. Parecía respetuoso y de buen carácter. Tenía una excelente reputación profesional y gozaba del respeto y la consideración social que muy pocos magistrados logran.
Laura pensó que no podía ingresar a un mejor lugar. Imaginó a don Atanasio como un padre del que podría aprender todos los secretos de aquel mundo totalmente nuevo que comenzaría a ser parte de su vida.
El juzgado funcionaba en una vieja casona, bastante mal mantenida, pero el ambiente que se respiraba era bueno. Con alegría y –porque no decirlo- con algo de temor, fue a su primer día de trabajo.  Se esmeró en su vestimenta, porque deseaba dar la mejor impresión. Todo parecía encaminarse de la mejor manera.
Pero, a poco de comenzar su trabajo, empezó a descubrir otra historia. Cada vez que cerraba la puerta del despacho, el benemérito juez Buenaventura, cambiaba, era otro, se transformaba. Al comienzo le pareció descubrir miradas insinuantes y muy tímidas; pero luego –a medida que el tiempo pasaba y empezaba a sentirse más seguro- aquel hombre no disimuló sus intenciones. De las miradas, pasó a las palabras y de las palabras a las palabrotas. Después comenzó con insinuaciones que se convirtieron en groseras y procaces. “Vení, sentarte acá, que te tengo que dictar una carta” le decía, mientras señalaba con sus manos su entrepiernas, o –con el mismo gesto- le decía “toma mi pluma que es mejor, te va a gustar mucho más”.
Al principio sorprendida, luego azorada y más tarde con temor, Laura no respondía, continuaba con su trabajo y actuaba como si nada ocurriera. Necesitaba el empleo.
Cuando debía ingresar a su escritorio, trataba de dejar la puerta abierta; pero –advertido del juego- Buenaventura la regañaba y le decía “no sabes que las puertas están para ser cerradas ¿o acaso vivís en carpa?”; y si no la cerraba ella, lo hacía él. Buscaba el momento de acercarse físicamente, y ella eludía la actitud tomando la mayor distancia posible. Laura solo le hablaba de lo laboral y –en cuanto podía- escapaba de aquel despacho.
El tiempo iba pasando y la situación se tornaba cada vez más difícil.
En algún momento hasta se sintió culpable de su propia belleza. ¿No sería que ella responsable de algo? ¿No lo incitaría –involuntariamente- tal vez?
Su vestimenta comenzó a ser una preocupación. No quería que pudiera pensar –él o cualquier otro- que algo de su indumentaria estaba destinado a provocarlo, porque –además- desconocía hasta donde podría llegar, cual podía ser el límite de aquel hombre. Blusas holgadas, polleras largas y para nada ajustadas, en fin… si bien no escondían totalmente sus atractivas formas, las disimulaban.
Pero no había caso. El punto culminante fue aquel día cuando, mientras le leía parte de un expediente, él se le acercó por detrás y le tocó el pelo para sacárselo del rostro e intentó acariciárselo. No supo cómo responder. Solo pidió disculpas y se retiró –como si nada hubiera pasado-. Lloró amargamente en el baño. Su calvario no lo había compartido con nadie. Ni sus padres, ni su novio, ni los amigos o compañeros de trabajo, sabían lo que estaba pasando. Es más, siempre destacaban  lo afortunada que era al poder trabajar con alguien tan importante.
¿Cómo huir de aquello? ¿Cómo ponerle fin sin perder su trabajo? ¿Quien le creería si lo denunciaba? Estaba convencida de que, si lo hacía, todo se volvería en su contra. Su mente trabajaba a mil buscando la manera. Se decía: un buen abogado debería encontrar la forma. Pero, en realidad,  no sabía cómo hacerlo.
Llegó el viernes. Era casi la hora de irse y Laura, después de llamar, ingresó al despacho y le acercó los expedientes del día para la firma; pero cuando se agachó para ponerlos frente a él sobre el escritorio, quiso el destino, la mala suerte o vaya a saber que cosa, que  uno de los botones de su blusa saltara, dejando al descubierto el corpiño, insinuante y provocativo.
Buenaventura, sonrió maliciosamente, mientras firmaba los folios y sus ojos no se separaban del atractivo espectáculo que ofrecía su asistente sosteniendo los papeles, inclinada frente suyo y a su lado. Entonces comenzó a deslizar una de sus manos entre las piernas de Laura acariciándole los muslos.
Ella, con una mano se tapó el pecho y esperó que terminara de firmar todo –en silencio- para intentar escapar rápidamente y evitar que él avanzara más. No pudo.
El hombre se paró y se interpuso  tratando de impedirle el paso; pero Laura, armándose de un valor que no tenía, pudo zafar pegándole un rodillazo en los testículos. Así puso salir. Atropelladamente. Como siempre. Sin queja, sin decir palabra alguna. Así, temblando, le oyó decir -con una voz que no disimulaba su tono amenazador- : “Así, arisca, me calentas mas, guachita”.
El lunes a primera hora, Buenaventura la llamó –desde la puerta de su oficina- de manera urgente a su despacho. Uno de los empleados le dijo que había solicitado días por enfermedad; que se sentía mal y que el jueves, según había dictaminado el médico de la repartición, volvería; pero que –no obstante- él cubriría lo esencial de su trabajo, por lo que estaba a su disposición.
Entre decepcionado y malhumorado, volvió a su escritorio.
El martes fue un día tranquilo.
El miércoles a eso de las diez de la mañana, el asistente sustituto le informó que lo llamaba el doctor Hermenegildo Zubiarán, presidente del Tribunal Superior, por teléfono.
Extrañado –porque rara vez lo hacía- levantó el tubo y escuchó:
-      ¿Cómo anda amigo Buenaventura? Ahora lo puedo llamar así ¿No es cierto? Se acabaron las formalidades y las distancias…
-      No comprendo...
-      Vamos amigo, no sabe como más de uno envidiamos y ponderamos su decisión…
-      Discúlpeme, doctor ¿pero podría ser más claro?
-      Al principio nos extrañó, pero después de leer los términos y de comprender lo importante que es para Usted dedicarse a escribir la rica experiencia que ha hecho en la justicia todos estos años y –por sobre todo- a estar más con su familia, no solo lo entendemos, sino que lo consideramos.
-      Pero… ¿A qué se refiere…?
-      Bueno, amigo, le comunico que con fecha de hoy salió la resolución del Tribunal Superior aceptando la renuncia que nos hizo llegar el viernes pasado con su asistente -esa chica nueva, tan bonita-, entre toda la documentación del día. ¡Qué bueno y que disfrute de su bien ganado descanso!



[i] Este cuento forma parte del libro “PARA MUESTRA BASTA UN CUENTITO” editado en enero de 2013


jueves, 10 de abril de 2014

EL PRECIO



A modo de reparación para Don JUSTO MARIA AGUILAR

"Uno se despide insensiblemente de pequeñas cosas,
lo mismo que un árbol en tiempos de otoño muere por sus hojas.
Al fin la tristeza es la muerte lenta de las simples cosas,
esas cosas simples que quedan doliendo en el corazón.
Uno vuelve siempre a los viejos sitios en que amó la vida,
y entonces comprende como están de ausentes las cosas queridas.
Por eso muchacho no partas ahora soñando el regreso,
que el amor es simple, y a las cosas simples las devora el tiempo.."
(Canción de las Cosas Simples - Cesar Isella/Armando Tejada Gomez)


             Me parece introducirme en un sueño, al recordar aquellas siestas interminables durante los veranos,  de los años sesenta y algo.
Éramos una pequeña banda. Una barrita de chicos y de adolescentes de entre 8 y 14 años, que nos escapábamos para reunirnos bajo la sombra de los frondosos árboles, que adornaban las  espaciosas veredas de la ciudad de La Plata.
La modorra, el buscar travesuras, jugar a la pelota, el hablar de fútbol… el aroma a tilo (ese aroma que creo se me pegó en el alma) y el concierto armónico e interminable de las chicharras… eran el entretenimiento que nos permitía sobrellevar aquellas horas. Así pasábamos nuestras vacaciones.
Allí estaba el grupo. Seríamos unos diez o doce. A veces catorce.
El “pertenecer” era un privilegio, pero también un desafío. Había que hacer lo que hacían todos. Lo bueno, lo malo y lo feo.
Siempre me costó seguir al resto. Flacucho. Imposible disimular mis problemas en la vista, estaba condenado a usar unos grandes anteojos de color verde, que parecían el vidrio del fondo de una botella de vino barato. Con un pelo rubio y cortito, casi blanco. Chiquito físicamente. Débil… y –para colmo- buen alumno, un apasionado de la lectura, que no daba para nada con el perfil del grupo. Jamás dije –por vergüenza- que era escolta de la bandera.
Sin embargo, a pesar de que nunca soporté seguir al resto (solo por seguirlo), entonces lo hacía, muchas veces con gran esfuerzo y disgusto, para no quedarme afuera.
Era el precio.
Uno de los personajes característicos del barrio de La Loma por aquel tiempo, era Justo María Aguilar. Flaco. Desgarbado. Mucho pelo negro largo, revuelto y desprolijo que no tenía temor a mostrar canas. De una edad indescifrable, pero que nosotros veíamos como un anciano. Siempre vestido de un traje sucio, desalineado, barbudo, olorosamente desagradable (costaba esfuerzo estar cerca) y con un portafolios (o lo que quedaba de él), donde llevaba libros. Sus libros, decía. Normalmente callado y taciturno. Vivía rodeado de tres o cuatro perros que lo seguían a todos lados. Se sentaba en las veredas o en los umbrales de las casas de familia,  junto con ellos. Creo que hasta se rascaba los piojos, al mismo ritmo.
Algo así, como un Diógenes moderno, salvando las distancias del tiempo y el intelecto.
Todos decían que vivía gracias al esfuerzo de su mujer. Ella lavaba y planchaba ropa ajena.
Aparecía, como de la nada y se ubicaba a una cierta distancia de donde estábamos nosotros. Normalmente no mas de media cuadra. Se instalaba, sentándose en el suelo, con su corte canina.
Pero, advertíamos, estudiaba nuestros juegos, nuestras bromas. Nuestros movimientos y actitudes. Nos espiaba. Tal vez se sentía un actor mas de aquel escenario, casi habitual, que se repetía todas las tardes.
Alguna vez, producto del aburrimiento y tal vez por el solo hecho de tenerlo cerca, fuimos hasta él, lo rodeamos y comenzamos a hacerle preguntas.
Ávidamente sacaba sus libros. Leía poemas que (según nuestra pobre escala de evaluación) eran horrorosos. De términos toscos. Duros. En un lenguaje –para nosotros- poco utilizado, rebuscado y muy difícil. Creo recordarlos como una rara mezcla de romanticismo anarco católico. Una vez, hasta nos dijo que el Papa (si el Papa, el que vive en el Vaticano), le había enviado un trozo del Manto Sagrado, como reconocimiento a lo talentoso de sus escritos; mientras buscaba afanosamente la prueba –que nunca encontró- en su raído portafolios que tiempo atrás debió haber sido de cuero.
Por supuesto que no solo no le creíamos, sino que nos burlábamos de los giros poéticos de sus escritos y le hacíamos comentarios, con una sorna e ironía, que parecía no advertir, entusiasmado por tener un público a quien leerle su obra.
Luego de un rato, la impaciencia adolescente, comenzaba por espantar a los perros y detrás de ellos, como parte de ese mismo grupo, de esa misma banda; se marchaba él.
Así fue naciendo una extraña relación, con encuentros que no eran comunes, pero que se repitieron tres o cuatro veces.
Hasta que sucedió.
Un caluroso carnaval nos encontró tirados sobre el pasto y bajo los árboles de la rambla de la calle 19, tratando de soportar el calor. Con baldes, llenos de bombitas de agua, esperando que pasen “las chicas” que –obviamente- no pasarían nunca.
Justo María Aguilar estaba sentado en la vereda, con sus perros, debajo de la sombrita del toldo que protegía el kiosco de Don Juan. Exactamente en la esquina de 19 y 49. A unos treinta o cuarenta metros, de donde estábamos nosotros.
No se de quien fue la cruel idea. Tal vez de ese espantoso consejero que es el aburrimiento.
Pero, en un momento le cayó una bombita de agua que explotó en su hombro. Detrás de esa, aparecieron otras. Cinco. Diez. Veinte. No se cuántas.
Se paró y comenzó a correr despavoridamente y gritando mil veces “¡Con agua no..!”.
Parecía un títere desarticulado, que desesperadamente huía. Corrió y corrió hasta perderse de vista, entre las carcajadas de todo el grupo.
A lo lejos y a pesar de mis problemas en la vista, alcancé a ver las lágrimas que caían por su cara. Sorpresa, humillación. Jamás olvidaré esa dolorosa expresión.
Ninguna bombita salió de mis manos.
Pero, igual, sentí la vergüenza que me dio la cobardía de no haber intentado impedirlo.
Fue la última vez que vi a Justo María Aguilar.
Esa noche, arrepentido, casi ni dormí, pero me prometí a mi mismo que nunca mas sería cómplice de una bajeza, de una crueldad hacia un semejante.
Tal vez sea cierto que las cosas que mas recordamos, son las que nos causan dolor; porque aquella imagen, es algo que nunca pude borrar de mi mente.
Años después, fui a visitar la tumba de Papá en el cementerio de La Plata y –camino a ella- vi un mausoleo con una gran estatua.
Algo me atrajo hacia ella. Aquella silueta me resultó familiar.
Una importante placa de bronce tenía un grabado que decía “Aquí descansa el Poeta Don Justo María Aguilar”.
Parecía mentira, que aquel personaje que habíamos tratado con desden y que despreciamos cruelmente, tuviera semejante homenaje.
Ya era tarde para pedirle perdón.


[i] [i] Justo María Aguilar. Muchos todavía recuerdan la imagen bohemia de este poeta trashumante que escribiera una marcha para nuestra ciudad. Además de "Mujer infame", y "No me preguntes nunca hermano", que aparecen en Tango - Letristas platenses. Antonio Fante, comp.(La Comuna Ediciones, 2000), no se conocen otros tangos de este autor. Justo María Aguilar escribió los libros: "La campana de los muertos". "Aguilereanas" (con una estrofa inicial que luego se hizo muy conocida: El loco meditabundo/me dicen los medios locos/pero van quedando pocos/ locos cuerdos en el mundo) y "Ultraguilereanas". Nació el 12 de octubre de 1902 y falleció el 15 de agosto de 1967.
(De la página de Internet: www.lacomuna.laplata.gov.ar/autores.htm)
Seguí buscando –también por Internet- y me encontré con esta otra sorpresa: “LA PLATA, 28 de Septiembre de 1984.  O R D E N A N Z A    5688.  ARTICULO 1°: Modificase el Artículo 1° de la Ordenanza 4230, la que quedará redactada de la siguiente forma: "ARTICULO 1°: Designase con el nombre del poeta Justo María Aguilar a la plazoleta ubicada en las calles 47, 22 y Diagonal 76".- ARTICULO 2°: El Departamento Ejecutivo procederá a la urbanización y colocación de un monolito, con una placa de mármol con el nombre de Justo María Aguilar.- ARTICULO 3°: Los trabajos serán realizados por el Departamento Ejecutivo, a través de la Dirección de Arquitectura, y ejecutados por Administración.- ARTICULO 4°: De forma.-  (de la Página www.concejodeliberante.laplata.gov.ar).
No quise buscar mas…
Este cuento está incluído en el libro "DIEZ PASOS DE PANTALONES CORTOS" editado en marzo de 2010

viernes, 4 de abril de 2014

ESCONDIDO


         Ceferino había terminado de cargar el viejo carretón. Toda la familia había ayudado en la labor, desde temprano. Ño Nemesio –su padre- por primera vez lo enviaba a negociar el trabajo de la temporada de toda la familia y cuya venta serviría para vivir hasta la próxima.
Después de la destacada participación del muchacho en varios combates acompañando al Comandante Francisco Ramírez cuando debieron defender la provincia de varias invasiones porteñas, Ño Nemesio había incorporado a Ceferino como a un socio más. Seguramente el respeto ganado, lo había llenado de orgullo y ese era su reconocimiento. Tal vez porque veía en Ceferino, su hijo de solo 17 años, lo que nunca tuvo el valor de hacer él mismo.
Terminada la tarea, una y mil recomendaciones, antes de que partiera para la Villa del Arroyo de la China.
- Mirá qel gallego Don Manuel, está muy acriollado, pero es muy ladino y te va queré joder. No le peles que te pese las pieles, cobrale por cada una… y otra, y otra y otra recomendación mas.
Por primera vez Ño Nemesio, confiaba todos y cada uno de sus secretos.
Cuando partió, Ceferino sintió la responsabilidad de que todo el trabajo de un año de su familia estaba en sus manos, pero no tuvo miedo.
Desde el rancho, que estaba en un recodo frente al río al norte de la Villa, tenía una buena cantidad de tiempo de viaje hasta su destino. Iba montado en su petiso retacón, acompañando el pesado carretón tirado por el viejo caballo de tiro a quien conducía con órdenes precisas o con alguno que otro golpe. El sol ya se había escondido cuando llegó.
Ni bien divisó la pulpería hacía allí se dirigió. Cuando traspuso la entrada se dio cuenta de que el clima no era el mejor. El bullicio de siempre, se había convertido en susurros a media voz. Comentarios. Preocupación.
Los portugueses avanzaban sobre la ciudad y pese a que el Comandante Artigas mantenía acorraladas a las tropas lusitanas del general Lecor en Montevideo, éste había enviado una goleta artillada transportando tropas a remontar el Rio Uruguay con rumbo a la ciudad para tomarla.
Francisco Ramírez, comandante militar de la plaza, había dispuesto la defensa. La ayuda de Gorgonio Aguiar (lugarteniente de Artigas) era fundamental. Mientras Ramírez se movilizaba con sus jinetes, el oriental instaló dos baterías: una a la altura de Paso Vera[ii] y la otra en la desembocadura del arroyo Perucho Verna. Además había dispuesto las modestas embarcaciones de la flota artiguista en forma tal que permitieran una eventual defensa.
Ese era el escenario que palpitaba el poblado cuando Ceferino (que había estado completamente ajeno a él) decidió hacer el negocio. Pensó que una derrota y saqueo, le restaría posibilidades comerciales y que –en definitiva- era más fácil esconder el dinero, que la carga. No fue un buen negocio y el gallego, si bien hizo mérito a su fama de rápido y aprovechado, también temía lo que podía pasar.
Ceferino cumplió con la referencia de mínima que le había dado Ño Nemesio y pensó que eso ya era todo un triunfo.
Terminado el negocio, Don Manuel miró al muchacho y se apiadó de él.
Le dijo:
- ¿Por qué no se queda, mijo, a dormir por acá? La cosa esta fea y no vaya a ser cosa que pase lo pior. En el fondo tengo un sótano, un pozo grandecito, donde hay algunas cosas que usté no deberá tocar, pero que tiene lugar suficiente como para que se acomode sin problemas.
Ceferino le agradeció y decidió hacer caso al consejo, teniendo en cuenta que –mas allá de su propia vida- estaba la importancia del valor que tenía para la subsistencia de toda su familia el producto de la venta que acababa de hacer.
Siguiendo las indicaciones de Don Manuel, se acomodó en el precario pero bien disimulado lugar que tenía el boliche.
La noche deparaba un momento aciago para la vida de la modesta villa. Las fuerzas portuguesas que venían por el río, se vieron reforzadas por otras terrestres al mando del coronel Bento Ribeiro (que había tomado Paysandú). Los lusitanos cruzaron sigilosamente a nado el Rio Uruguay en mitad de la noche y sorprendieron por la retaguardia a Gorgonio Aguiar y a su tropa, tomándolos prisioneros y anulando las baterías de defensa. Ramírez se tuvo que retirar precipitadamente, para tratar de hacerse fuerte en su cuartel general de Calá[iii]. Pero la Villa quedó indefensa. Las calles desiertas. Las casas cerradas. La oscuridad y el silencio total reinaban presagiando lo peor.
Los portugueses ingresaron y atropelladamente llenaron sus alforjas saqueando, pero -también- violando y realizando todos los destrozos que pudieron.
En el medio de la noche, Ceferino se vio sorprendido por una precipitada intrusión en su reducido escondrijo. Dorotea, la joven esclava negra, que limpia, sirve y ayuda a Don Manuel en el resto de las tareas de la pulpería, fue literalmente empujada dentro del sucucho para esconderla pocos minutos antes de la irrupción de los invasores. Los que siguió después fue atroz. Tiros, maldiciones, gritos, llantos. De todo alcanzaban a escuchar los jóvenes ocultos y tiritando de miedo, mientras trataban de no hacer el más mínimo ruido que los descubriera.
Al principio distancia. Después cercanía. Más adelante un abrazo, tal vez de consuelo, de protección o solo de miedo (mucho miedo) los fue juntando, uniendo, pegando, como si fueran un solo cuerpo. Finalmente las hormonas hicieron lo suyo.
Concepción del Uruguay vivía una de las noches más negras de su novel historia cuando Ceferino se introdujo dentro de aquel cuerpo desconocido e incitante.
Mientras la Villa enfrentaba una total derrota, él conoció –por primera vez- el amor. Fue su noche de gloria.


[i] Este cuento esta incluído en el material del libro “De aquí, de allá y de mi abuelo también (y va con yapa)”, editado en diciembre de 2011.
[ii] Las baterías con que se contaban eran las que se habían arrebatado al ejército porteño del coronel Marcos Balcarce, en la batalla de Saucecito pocos meses atrás.
[iii] El Cuartel General de Calá se ubicaba a la vera del arroyo del mismo nombre (afluente este del Río Gualeguay), y el mismo fue establecido por Francisco Ramírez para reunir su primer ejercito por orden de la comandancia de Concepción del Uruguay (Artigas), que le ordena que «forme un cuerpo de voluntarios para hacer frente a la fuerzas mandadas desde Buenos Aires por el Directorio para tomar Gualeguay y Gualeguaychú». Años mas tarde, en ese mismo lugar, Urquiza concentró aquellas caballerías entrerrianas que salieron a realizar diferentes campañas, incluso la que culminó en la batalla de Caseros. En este campamento (en donde actualmente se levanta un monolito), Urquiza estableció el polvorín. Allí había un pequeño poblado, en el que existían herrería, carpintería, escuela, iglesia, carnicería, almacén; todo esto desaparece luego de la muerte de Urquiza (11/04/1870). A raíz de ese acontecimiento, (la muerte de Urquiza), se hace volar el polvorín, y desaparecer las armas arrojándolas al arroyo Calá. De ahí que aun se encuentren balas y armas (cañones, fusiles, sables). Donde existió dicho campamento, luego se levantó la actual Villa Rocamora, a mitad de camino -por la actual ruta 39- entre las ciudades de Basavilbaso y Rosario del Tala.