Cada vez que recuerdo a Guillermo, no dejo de sentir una
enorme nostalgia. Es doloroso aceptar que un amigo se fue. Él lo tenía todo.
Había nacido en un hogar humilde de las orillas de Santa Fe, cerca de la cancha
de Colón. Toda su vida fue sabalero a muerte. Lo conocí cuando llego a
Concepción del Uruguay, a comienzos de los 80. Empezamos a frecuentar una mesa
de la confitería Mon Cherí en la esquina de San Martín y Vicente H.
Montero. Nos reuníamos a la tardecita a tomar un café, cuando las chicas que
iban al profesorado parecían hacer un desfile de modas frente a nosotros.
De estatura mediana y contextura normal, con un pelo
renegrido que parecía brillar y ojos vivaces y penetrantes. Siempre
mostraba una enorme sonrisa. Sincera, franca. Montando una empresa de
distribución de lácteos había progresado económicamente. Muy joven se casó con
Ángela. Sus padres fueron amigos toda la vida y el casamiento pareció el
resultado natural. Mas allá de que se amaban, se conocían de memoria. El decía
que nunca podría haber tenido una relación así con otra mujer, porque ella era
para él y él para ella. El destino así lo había determinado. Le ponía a todo
algo adicional: superstición. No le gustaba decirlo, temía que se
burlaran, pero -por ejemplo- todos los días consultaba el horóscopo. Se sabía hasta el chino.
Este tema era muchas veces el centro de la charla en la mesa del café. Siempre terminaba con la discusión
consabida: Que el libre albedrío o que todo estaba escrito, que nadie podía
escapar de su destino o que todos construimos el futuro que somos capaces, que
esto, que aquello. Nunca se llegaba a nada, porque cada uno seguía convencido
de lo que decía y no cambiaba ni un ápice la posición del resto.
Lo suyo era obsesivo: no levantarse con el pie izquierdo, ni
ingresar en ninguna habitación de la misma manera. No cruzarse con gatos
negros, ni pasar debajo de una escalera. La orientación de la cama. El poner un
vaso de agua debajo de la cama y mucho más. Todo eso parecía que le daba
seguridad ahuyentando peligros .
Siempre me llamó la atención esa actitud de incauto en
alguien que creía inteligente. Un día se lo dije. Pensé que lo iba a tomar mal,
pero no fue así. Todo lo contrario.
«Te voy a contar un secreto –me dijo- que solo Ángela
conoce. Me tocó hacer la colimba en Monte Caseros y durante un franco conocí a
una joven gitana. Hermosa. Me envolvió. La relación duró solo una noche porque
no podía olvidarme de mi novia; pero fue intensa y tuvo consecuencias:
quedó despechada. Un día, cuando salía del cuartel, me cruzó, me
maldijo y sin más me puso un papel doblado en el bolsillo, diciéndome que
ahí estaba escrito el día de mi muerte». Mi miró a los ojos, mientras
buscaba su billetera y extraía un amarillento papel doblado y prosiguió: «No
sabes el calvario que es tener al alcance de la mano la posibilidad de
conocer la fecha de tu propia muerte. Vivo obsesionado. Jamás me he atrevido a
mirarlo. No podría. ¿Cómo viviría de allí en más? Por eso trato con todas mis
fuerzas de alejar la mala suerte, a ver si zafo».
Lo sentí conmovido y traté de tranquilizarlo diciéndole que
todo había sido el invento de una mujer dolida para asustarlo y vaya si lo
había conseguido. «No le des bola, eso no puede ser. ¿Quién era ella para
saber semejante cosa? dejate de joder con todo eso, tira el papel a la mierda y
seguí tu vida», le dije. «No, hermanito –me respondió- es cierto, vivo
aterrorizado y he llevado siempre conmigo el maldito papel. Compréndeme y, por
favor, créeme». Me dio pena contradecirlo y no quise agregar más, solo atiné a
ponerle una mano en el hombro y apretarla fuertemente. Nunca más hablamos del
tema.
Mon Cherí desapareció y con ella aquellos encuentros. Como
pasa siempre con el tiempo, nuestras vidas tomaron caminos diferentes. De vez
en cuando nos cruzábamos, nos poníamos al tanto de nuestras vidas. El
afecto estaba ahí, intacto.
Los años pasaron y un día leo en el diario –con sorpresa y
profundo dolor- un aviso fúnebre: Guillermo había muerto.
Llegué al velatorio acongojado y repasando recuerdos. Busqué
con la mirada a Angela. La vi, no lloraba, parecía estar entera. La abracé y le
pregunté: «¿que pasó?». Sus ojos se clavaron en los míos, tomo fuertemente mi
brazo y me llevó afuera. Ahora con lágrimas en sus ojos me contó: «Anoche
Guillermo estaba raro. Después de mirar televisión me dijo que toda la vida
había estado obsesionado por un tema que, tanto vos como yo conocemos, y estaba
decidido a averiguar la verdad: Si había sufrido tantos años perseguido por una
imaginaria maldición o si allí había algo de cierto. Le dije que no lo hiciera,
que no hacía falta, que para qué… pero no me hizo caso y se fue al
dormitorio. Vos sabes como era cuando se lo contradecía. Deje pasar un rato,
hasta que terminó el noticiero ¿viste? Cuando fui a la pieza. Lo encontré
tirado en la cama, con la billetera en una mano y con el papel abierto en la
otra. ¡Estaba muerto!». Se secó las lágrimas, se alejó un poco de mi como
tomando valor, respiró profundamente y agregó: «¿sabes una cosa? el papel, el
maldito papel, el puto papel… estaba en blanco».
Este cuento está incluido en la «11ra. Antología Anual Especial 2010» de poesía y narrativa breve de Ediciones Raíz Alternativa.
Este cuento está incluido en la «11ra. Antología Anual Especial 2010» de poesía y narrativa breve de Ediciones Raíz Alternativa.
Este cuento esta
incluído en el material del libro “De aquí, de allá y de mi abuelo también (y
va con yapa)”, editado en diciembre de 2011.
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