sábado, 21 de diciembre de 2013

DESTINO


Cada vez que recuerdo a Guillermo, no dejo de sentir una enorme nostalgia. Es doloroso aceptar que un amigo se fue. Él lo tenía todo. Había nacido en un hogar humilde de las orillas de Santa Fe, cerca de la cancha de Colón. Toda su vida fue sabalero a muerte. Lo conocí cuando llego a Concepción del Uruguay, a comienzos de los 80. Empezamos a frecuentar una mesa de la confitería  Mon Cherí en la esquina de San Martín y Vicente H. Montero. Nos reuníamos a la tardecita a tomar un café, cuando las chicas que iban al profesorado parecían hacer un desfile de modas frente a nosotros.
De estatura mediana y contextura normal, con un pelo renegrido que parecía brillar y ojos vivaces y  penetrantes. Siempre mostraba una enorme sonrisa. Sincera, franca. Montando una empresa de distribución de lácteos había progresado económicamente. Muy joven se casó con Ángela. Sus padres fueron amigos toda la vida y el casamiento pareció el resultado natural. Mas allá de que se amaban, se conocían de memoria. El decía que nunca podría haber tenido una relación así con otra mujer, porque ella era para él y él para ella. El destino así lo había determinado. Le ponía a todo algo adicional: superstición. No le gustaba  decirlo, temía que se burlaran, pero -por ejemplo-   todos los días consultaba el horóscopo. Se sabía hasta el chino.
Este tema era muchas veces el centro de la charla en la mesa del café. Siempre terminaba con la discusión consabida: Que el libre albedrío o que todo estaba escrito, que nadie podía escapar de su destino o que todos construimos el futuro que somos capaces, que esto, que aquello. Nunca se llegaba a nada, porque cada uno seguía convencido de lo que decía y no cambiaba ni un ápice la posición del resto.
Lo suyo era obsesivo: no levantarse con el pie izquierdo, ni ingresar en ninguna habitación de la misma manera. No cruzarse con gatos negros, ni pasar debajo de una escalera. La orientación de la cama. El poner un vaso de agua debajo de la cama y mucho más. Todo eso parecía que le daba seguridad ahuyentando peligros .
Siempre me llamó la atención esa actitud de incauto en alguien que creía inteligente. Un día se lo dije. Pensé que lo iba a tomar mal, pero no fue así. Todo lo contrario.
«Te voy a contar un secreto –me dijo- que solo Ángela conoce. Me tocó hacer la colimba en Monte Caseros y durante un franco conocí a una joven gitana. Hermosa. Me envolvió. La relación duró solo una noche porque no podía olvidarme de mi novia; pero fue intensa y tuvo consecuencias: quedó  despechada. Un día, cuando salía del cuartel, me cruzó,  me maldijo y sin más  me puso un papel doblado en el bolsillo, diciéndome que ahí  estaba escrito el día de mi muerte». Mi miró a los ojos, mientras buscaba su billetera y extraía un amarillento papel doblado y prosiguió: «No sabes el calvario que es  tener al alcance de la mano la posibilidad de conocer la fecha de tu propia muerte. Vivo obsesionado. Jamás me he atrevido a mirarlo. No podría. ¿Cómo viviría de allí en más? Por eso trato con todas mis fuerzas de alejar la mala suerte, a ver si zafo».
Lo sentí conmovido y traté de tranquilizarlo diciéndole que todo había sido el invento de una mujer dolida para asustarlo y vaya si lo había conseguido. «No le des bola, eso no puede ser. ¿Quién era ella para  saber semejante cosa? dejate de joder con todo eso, tira el papel a la mierda y seguí tu vida», le dije. «No, hermanito –me respondió- es cierto, vivo aterrorizado y he llevado siempre conmigo el maldito papel. Compréndeme y, por favor, créeme». Me dio pena contradecirlo y no quise agregar más, solo atiné a ponerle una mano en el hombro y apretarla fuertemente. Nunca más hablamos del tema.
Mon Cherí desapareció y con ella aquellos encuentros. Como pasa siempre con el tiempo, nuestras vidas tomaron caminos diferentes. De vez en cuando nos cruzábamos,  nos poníamos al tanto de nuestras vidas. El afecto estaba ahí, intacto.
Los años pasaron y un día leo en el diario –con sorpresa y profundo dolor- un aviso fúnebre: Guillermo había muerto.
Llegué al velatorio acongojado y repasando recuerdos. Busqué con la mirada a Angela. La vi, no lloraba, parecía estar entera. La abracé y le pregunté: «¿que pasó?». Sus ojos se clavaron en los míos, tomo fuertemente mi brazo y me llevó afuera. Ahora con lágrimas en sus ojos me contó: «Anoche Guillermo estaba raro. Después de mirar televisión me dijo que toda la vida había estado obsesionado por un tema que, tanto vos como yo conocemos, y estaba decidido a averiguar la verdad: Si había sufrido tantos años perseguido por una imaginaria maldición o si allí había algo de cierto. Le dije que no lo hiciera, que no hacía falta, que para qué…  pero no me hizo caso y se fue al dormitorio. Vos sabes como era cuando se lo contradecía. Deje pasar un rato, hasta que terminó el noticiero ¿viste? Cuando fui a la pieza. Lo encontré tirado en la cama, con la billetera en una mano y con el papel abierto en la otra. ¡Estaba muerto!». Se secó las lágrimas, se alejó un poco de mi como tomando valor, respiró profundamente y agregó: «¿sabes una cosa? el papel, el maldito papel, el puto papel… estaba en blanco».

Este cuento está incluido en la «11ra. Antología Anual Especial 2010» de poesía y narrativa breve de Ediciones Raíz Alternativa. 
Este cuento esta incluído en el material del libro “De aquí, de allá y de mi abuelo también (y va con yapa)”, editado en diciembre de 2011.

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