Desde muy chico cada vez que me preguntaban que quería ser cuando «fuera
grande», decía «abogado». No sé porque… tal vez estaría motivado porque los
héroes de nuestra independencia eran militares o abogados. Desechada la primera
opción, ese era el «destino» que parecía tener marcado.
En la adolescencia, la mayor parte de mis amigos fueron al Colegio Industrial,
coherentes con un modelo de desarrollo que parecía prometedor, aunque
desgraciadamente nunca se pudo consolidar.
En casa se dijo: «No, será maestro, por lo menos va a tener un título».
Ese camino seguimos tanto Carlitos (mi hermano), como yo.
La Escuela Normal Nacional Mixta Nro. 3 «Almafuerte», en la esquina de 8
y 58 de mi natal ciudad de La Plata, fue el lugar que nos cobijó en el camino
del aprendizaje secundario. No llegamos a cursar juntos. Comencé el año después
que él terminara.
Antes de recibirme comencé a trabajar, no obstante ingresé a la Facultad
de Derecho. El tema es que los avatares de la vida, la participación política
que asumí, la persecución en la época de la dictadura, y mi propia responsabilidad
por la falta de constancia y esfuerzo; hicieron que nunca me recibiera de
abogado (llegué a aprobar lo que sería el tercer año).
Si analizo en perspectiva mi vida, después de hacer muchas cosas para
lograr una entrada que me permitiera vivir; estoy convencido de que no hubiera
encontrado allí la vocación de mi vida.
Los trabajos que realicé con mayor gusto fueron la docencia y el periodismo.
Siempre disfruté aprender. Siempre me apasionó la historia y fui (soy) un
ávido consumidor de cuentos. Leer, escribir, pintar o dibujar fueron mis austeros
placeres.
También me sentía pleno contando lo que había aprendido. Enseñando. Me
gustaba compartir. El estar al frente de un aula… el contacto con los chicos o
adolescentes… la tarea de ir «modelando» personalidades…
Tuve la fortuna de tener excelentes profesores secundarios, que –a pesar
de mi habitual persistencia en cuestionar todo- supieron darme respuestas, capacitarme
y dotarme de los elementos para realizar la función en la que me formaban y
otros, tal vez más importantes, que me ayudaron a ser quien soy.
Recuerdo el desafío de comenzar a practicar en los primeros grados de lo
que se llamaba el «Curso de Aplicación» que funcionaba como «la primaria» del
Normal 3. No me fue fácil, sobre todo con los más chiquitos, pero lo pude
superar con dedicación, mucho esfuerzo y la generosa guía de unas inolvidables
profesoras de Práctica de la Enseñanza, Didáctica y Pedagogía.
Las diferentes circunstancias de la vida hicieron que muchos años después,
en numerosas ocasiones desarrolle la función de instructor. Era casi como
despuntar el vicio.
Recién al término de la dictadura, logré estar nuevamente frente a un aula
en forma «oficial». Así pude desarrollar una actividad docente en el histórico
Colegio Superior del Uruguay Justo José de Urquiza de mi adoptiva Concepción
del Uruguay.
Me sentí más que honrado transitando sus pasillos centenarios, ingresando
en la bellísima biblioteca Alberto Larroque o en el salón de actos Alejo
Peyret. Me llenó de orgullo el poder participar de toda la tradición que encerraban
aquellos viejos muros.
Tuve a mi cargo materias totalmente técnicas: Sistema de Procesamiento
de Datos I y II en la Carrera de Técnico en Computación, pero yo aspiraba a
mas.
Seguramente el ejemplo que había tenido me llevaba a querer superar el
mero hecho de trasmitir conocimientos y habilidades específicas.
Me preocupaba especialmente por los grupos, su relación, integración, trasmitir
o consolidar valores. Por eso en clase, de vez en cuando, nos íbamos un poco de
lo pautado y conversábamos sobre temas generales que hacían a lo que entendía
constituía la formación como personas de mis jóvenes alumnos.
Tuve muchos, con características diferentes y con quienes compartí todo
tipo de experiencias. Buenas y malas.
Una de ellas viene hoy a mi memoria. Creo que fue en 1987 cuando tome
aquel grupo.
Las primeras clases son de conocimiento mutuo, pero cuando ya transcurrieron
varias, se puede comenzar a vislumbrar el material humano y a partir de allí
trabajar mejor.
Una de las técnicas que acostumbraba aplicar era lo que se denomina sociograma.
Son muchas las cosas que de él utilizaba como elemento informativo. Saber
quiénes eran los líderes ocultos, entre quienes se daban las relaciones más
fluidas, algunas claras y otras no tan visibles. Ver a los que tenían
dificultades o directamente no estaban integrados. Siempre me preocuparon
particularmente éstos últimos.
Justamente uno de estos fue, al menos para mí, el caso que les cuento.
Matías era de la vecina ciudad de Colón y se incorporaba recién al grupo.
Viajaba todos los días, haciendo un verdadero sacrificio.
Flaco, vestido de forma sencilla, con el pelo extrañamente corto para la
moda de aquel entonces, de una mirada perdida pero vivaz y alto. Muy alto. Tan
largo era que sus rodillas salían hacia los dos pasillos que se forman entre
los pupitres y muchas veces estiraba en ellos sus largas piernas.
Desde un comienzo comencé a percibir cierta distancia entre él y sus compañeros.
El sociograma lo reflejó completamente solo.
Imagine que era cuestión de tiempo y espere. Se sentaba solo en el fondo
del salón. Poco a poco comencé a percibir que sus compañeros se le alejaban
más. Intente de mil maneras encontrar la forma de que se le acerquen, lo
acepten, pero parecía que el resultado era cada vez peor.
Siempre tuve claro que los gurises, en ocasiones, pueden ser terriblemente
crueles y era algo que –si ocurría- no estaba dispuesto a permitir.
En el cuarto mes, se me quemaban los papeles y ya no me quedaban armas
para tratar de revertir la situación. Consulte con colegas, asesores, busque
material, etc., pero la situación avanzaba de manera inversa a mis intentos.
Entre el resto de los alumnos, había uno especial (casi siempre hay por
lo menos uno así). Cabecilla nato, referente. Más inteligente que estudioso.
Nunca primero, pero jamás último.
Al ver entonces que el barco se hundía, decidí intentar buscar en él a un
socio, a un aliado.
Aquel día teníamos la última hora de clases. Le pedí disimuladamente que
se quedara porque quería conversar después del timbre. Asintió sin problemas.
Cuando se fueron todos, volvió.
Allí comencé mi discurso. Lo había pensado mucho. Incluso ensayado.
Apelé a toda mi elocuencia. A la parte sentimental. A lo que significaba
en un chico un ambiente extraño, una ciudad que no era la suya… a sentirse rechazado…
discriminado…
Me miró sorprendido y me dijo:
- Maestro (así me decían a instancias mías, porque eso era yo), nunca le
haríamos nada para que se sienta mal. Después miró al suelo, como pidiendo
disculpas y agregó:
- Ud. no se imagina, Matías es un buen chico, pero tiene un problema… un
problema muy serio. El problema está en sus zapatillas… ¡y para colmo calza
como 43...!
Este cuento esta incluído en el material del libro “De aquí, de allá y de mi abuelo también (y va con yapa)”, editado en diciembre de 2011.
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