jueves, 12 de junio de 2014

INOCENTE


Era costumbre del profesor de Procesal Penal organizar este tipo de visitas. Este año me tocó a mí ir a la cárcel de Olmos cerca de la ciudad de La Plata. No me atraía el Derecho Penal pero era un paso que tenía que cumplir para llegar a mi título de abogado.
La fama que precedía al lugar era realmente aterradora, pero una visita de alumnos de la Facultad de Derecho de la Universidad local era bien vista y recibida tanto por las autoridades como por los internos.
Luego de un paseo que –sospeché- estaba pulcramente armado, nos quedamos en una sala de espera en donde debíamos aguardar al miembro de los servicios penitenciarios que nos daría una charla.
Aquello me parecía un teatro preparado para hacernos ver algo que estaba muy lejos de ser una realidad para todos quienes estaban entre rejas, entonces, sin que lo adviertan ni mis compañeros ni quienes nos acompañaban, traté de escaparme, de salir de allí.
Debo confesar  que no fue fácil y a poco de escabullirme de aquella habitación me perdí en un escabroso laberinto. Iba caminando por un sucio y solitario pasillo, cuando salió a mi paso un preso.
-        ¿Qué anda haciendo por acá? Usted no puede estar por estos lugares. Esta completamente vedado para los visitantes.
-        No sé cómo llegue aquí, pero estoy con el contingente estudiantil y me perdí ¿no podría indicarme como salir?
-        Como puede irse sí, pero como salir no es tan fácil y si lo supiera ya lo hubiera hecho yo -me dijo con una triste sonrisa- y agregó no se haga problemas que yo le indico.
Así lo hizo. Solícito, servicial y educado, el tipo me cayó bien y me atreví a preguntarle:
-        Disculpe si me entrometo en lo que no debo, pero ¿que hizo usted para estar aquí?
-        En realidad no hice nada. Estoy condenado por un equívoco y porque no pude demostrar mi inocencia. En realidad yo soy solamente un testigo pero nadie me creyó. Es más, ni aún ahora me creen.
Seguramente en mi cara descubrió incredulidad y entonces continuó.
-        Si no le molesta quedarse un ratito mas, le cuento. No tengo mucha compañía y su presencia tal vez no sea una casualidad sino que el destino lo puso para que sea la primera persona que me crea.
-        No hay problema, le dije, no tengo apuro.
Me señaló un banco de madera que estaba un poco más adelante y nos sentamos. Allí comenzó su relato.
-        Uno de mis grandes amigos era el doctor Martín Olivera. Tal vez lo haya escuchado nombrar porque era muy conocido. Un gran tipo, cordobés él, cardiólogo y un investigador de aquellos. Un día fue a buscarme al departamento donde vivía y  dijo que me necesitaba para algo tan importante que podía transformar la vida en el mundo y que solo confiaba en mí. Si bien me pareció una exageración, sabía de su inteligencia y capacidad científica, por lo que consideré que lo que me decía podía ser cierto.  Entonces Martín agregó, prométeme “Ciego” que cuando te llame vendrás sin poner ningún tipo de reparo y lo más rápido que puedas. En lo que te necesito, hasta los segundos cuentan. Le dije que sí. Estaba convencido de  que se lo debía y que –además- era un honor que mi amigo me dispensaba al tenerme semejante confianza.
-        ¿Qué tiene que ver eso con estar aquí y supongo que condenado?
-        Tenga un poco de paciencia y verá como se sucedieron los hechos, me dijo. Entonces, hizo una pausa y luego prosiguió:
-        El tiempo pasó y como no tuve novedades, pensé que el tema estaba superado; pero no fue así. Meses después, una tarde recibo el llamado de Martín que me dice entre agitado y entusiasmado: “Ciego, estoy en la morgue judicial, vení rápido que llegó el momento”.  Tomé un taxi para llegar al lugar lo más rápidamente posible. Me recibió en la puerta del edificio sumamente excitado y me condujo hasta una pieza donde había una gran camilla con un cadáver. A su alrededor observé una enorme cantidad de instrumental y frascos con líquidos. Cerró la puerta con llave y me dijo: “Vas a ser el testigo de uno de los descubrimientos más extraordinarios en la historia de la humanidad. Este hombre, falleció electrocutado hace poco menos de media hora y volverá a la vida, gracias a un descubrimiento que hice y que revolucionará la medicina”. Tal vez mi cara de asombro hizo que mientras manejaba con destreza jeringas y líquidos, agregara “no se puede hacer en los casos en los que hay tejidos muy dañados, pero en infartos o muertes causadas por electricidad, por ejemplo, es totalmente efectivo”. 
-        ¿No era más fácil filmar el hecho o llamar a un equipo de especialistas para que corroboraran el éxito de su experimento?
-        Tal vez usted tenga razón, pero Martín desconfiaba de todos y estaba convencido de que su descubrimiento era tan enorme que cualquiera sería capaz de matar para conocerlo, así que mantuvo toda su investigación en secreto y esta iba ser la primera vez que lo iba a probar en un humano. Para el caso, entonces, lo único que se le ocurrió fue convocar a su mejor amigo –yo- para que sea testigo del acontecimiento y pueda dar testimonio, junto con la presencia física del resucitado.
-        ¿Y entonces...?
-        Entonces continuó con el procedimiento mientras me contaba “este hombre murió electrocutado por propia voluntad, luego de asesinar a su infiel mujer; el hecho fue tan rápidamente descubierto, que lo hizo ideal para mi experimento, porque no deben pasar más que una cantidad determinada de minutos entre el momento en que el corazón se detiene y el comienzo del proceso de resurrección”.
-        Debo confesarle que esto que me está contando es muy difícil de creer…
-        Es cierto, yo pensaba lo mismo cuando estaba en aquella habitación, pero escúcheme, porque todavía falta lo más importante. Martín tuvo éxito y a la media hora el cadáver comenzó a tomar color y a perder la palidez propia de la muerte y al fin ocurrió: el cadáver respiraba. Mi amigo, emocionado, me abrazaba mientras gritaba: “¡funciona, funciona!”. El muerto, que ya no lo era, abrió los ojos sorprendido y comenzó a balbucear, hasta que en forma totalmente comprensible preguntó: “¿Cómo llegue aquí?”. Martín entre emocionado y orgulloso le empezó a explicar todo. El paciente se sentó, mientras comenzaba a mover las manos y las piernas; en tanto escuchaba detenidamente los detalles, tanto de las circunstancias en que había fallecido, como del milagro que le había permitido volver a la vida. Su cara se fue transformando y de pronto comenzó a llorar desconsoladamente. Entonces le preguntó a Martín si era él el único en el mundo que podía realizar ese procedimiento. Ante la afirmación de mi amigo, el paciente tomó un filoso bisturí, se abalanzó sobre él y lo clavó en su corazón no sé cuantas veces mientras gritaba “Usted es peor que un asesino ¿Quién se cree, Dios? ¡con que derecho me quitó la posibilidad de morir!”. Cuando vio inmóvil a Martín comenzó a clavarse la improvisada arma en el cuerpo. No habían pasado más de cuarenta y cinco minutos y yo había vivido desde aquella maravilla de ver a alguien volver de la muerte a estar aterrorizado frente a dos cadáveres ensangrentados.
-        ¿y entonces?
-        Entonces, comencé a gritar pidiendo auxilio, porque estaba encerrado.
-        ¿Y qué pasó?
-        Aquí estoy, condenado a cadena perpetua por el asesinato de Martín. Fui el único testigo de todo lo ocurrido pero no pude convencer a nadie de que el asesino era el muerto. Por favor, por lo que más quiera en el mundo dígame ¿Usted me cree?
-        S…i… si…, le dije sin demasiada convicción.
Me miró a los ojos con decepción y me dijo:
-        No, me engaña. Es uno más de ellos. Si usted hubiera sido el juez, también me condenaba. Dio media vuelta y se perdió entre los mugrientos pasillos de la cárcel. 




[i] Este cuento está incluido en la «Antología Anual Especial 2012» de poesía y narrativa breve de Ediciones Raíz Alternativa.
Este cuento forma parte del libro “Para muestra basta un Cuentito” editado en enero de 2013

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