Era costumbre del profesor de Procesal Penal organizar
este tipo de visitas. Este año me tocó a mí ir a la cárcel de Olmos cerca de la
ciudad de La Plata. No me atraía el Derecho Penal pero era un paso que tenía
que cumplir para llegar a mi título de abogado.
La fama que precedía al lugar era realmente aterradora,
pero una visita de alumnos de la Facultad de Derecho de la Universidad local
era bien vista y recibida tanto por las autoridades como por los internos.
Luego de un paseo que –sospeché- estaba pulcramente armado,
nos quedamos en una sala de espera en donde debíamos aguardar al miembro de los
servicios penitenciarios que nos daría una charla.
Aquello me parecía un teatro preparado para hacernos
ver algo que estaba muy lejos de ser una realidad para todos quienes estaban
entre rejas, entonces, sin que lo adviertan ni mis compañeros ni quienes nos
acompañaban, traté de escaparme, de salir de allí.
Debo confesar
que no fue fácil y a poco de escabullirme de aquella habitación me perdí
en un escabroso laberinto. Iba caminando por un sucio y solitario pasillo, cuando
salió a mi paso un preso.
-
¿Qué anda
haciendo por acá? Usted no puede estar por estos lugares. Esta completamente
vedado para los visitantes.
-
No sé cómo llegue
aquí, pero estoy con el contingente estudiantil y me perdí ¿no podría indicarme
como salir?
-
Como puede irse
sí, pero como salir no es tan fácil y si lo supiera ya lo hubiera hecho yo -me
dijo con una triste sonrisa- y agregó no se haga problemas que yo le indico.
Así lo hizo. Solícito, servicial y educado, el tipo me
cayó bien y me atreví a preguntarle:
-
Disculpe si me
entrometo en lo que no debo, pero ¿que hizo usted para estar aquí?
-
En realidad no
hice nada. Estoy condenado por un equívoco y porque no pude demostrar mi
inocencia. En realidad yo soy solamente un testigo pero nadie me creyó. Es más,
ni aún ahora me creen.
Seguramente en mi cara descubrió incredulidad y
entonces continuó.
-
Si no le molesta
quedarse un ratito mas, le cuento. No tengo mucha compañía y su presencia tal
vez no sea una casualidad sino que el destino lo puso para que sea la primera
persona que me crea.
-
No hay problema,
le dije, no tengo apuro.
Me señaló un banco de madera que estaba un poco más
adelante y nos sentamos. Allí comenzó su relato.
-
Uno de mis
grandes amigos era el doctor Martín Olivera. Tal vez lo haya escuchado nombrar
porque era muy conocido. Un gran tipo, cordobés él, cardiólogo y un
investigador de aquellos. Un día fue a buscarme al departamento donde vivía
y dijo que me necesitaba para algo tan
importante que podía transformar la vida en el mundo y que solo confiaba en mí.
Si bien me pareció una exageración, sabía de su inteligencia y capacidad científica,
por lo que consideré que lo que me decía podía ser cierto. Entonces Martín agregó, prométeme “Ciego” que
cuando te llame vendrás sin poner ningún tipo de reparo y lo más rápido que
puedas. En lo que te necesito, hasta los segundos cuentan. Le dije que sí.
Estaba convencido de que se lo debía y
que –además- era un honor que mi amigo me dispensaba al tenerme semejante
confianza.
-
¿Qué tiene que
ver eso con estar aquí y supongo que condenado?
-
Tenga un poco de
paciencia y verá como se sucedieron los hechos, me dijo. Entonces, hizo una
pausa y luego prosiguió:
-
El tiempo pasó y
como no tuve novedades, pensé que el tema estaba superado; pero no fue así.
Meses después, una tarde recibo el llamado de Martín que me dice entre agitado
y entusiasmado: “Ciego, estoy en la morgue judicial, vení rápido que llegó el
momento”. Tomé un taxi para llegar al
lugar lo más rápidamente posible. Me recibió en la puerta del edificio sumamente
excitado y me condujo hasta una pieza donde había una gran camilla con un
cadáver. A su alrededor observé una enorme cantidad de instrumental y frascos
con líquidos. Cerró la puerta con llave y me dijo: “Vas a ser el testigo de uno
de los descubrimientos más extraordinarios en la historia de la humanidad. Este
hombre, falleció electrocutado hace poco menos de media hora y volverá a la
vida, gracias a un descubrimiento que hice y que revolucionará la medicina”.
Tal vez mi cara de asombro hizo que mientras manejaba con destreza jeringas y
líquidos, agregara “no se puede hacer en los casos en los que hay tejidos muy dañados,
pero en infartos o muertes causadas por electricidad, por ejemplo, es
totalmente efectivo”.
-
¿No era más fácil
filmar el hecho o llamar a un equipo de especialistas para que corroboraran el
éxito de su experimento?
-
Tal vez usted
tenga razón, pero Martín desconfiaba de todos y estaba convencido de que su
descubrimiento era tan enorme que cualquiera sería capaz de matar para
conocerlo, así que mantuvo toda su investigación en secreto y esta iba ser la
primera vez que lo iba a probar en un humano. Para el caso, entonces, lo único
que se le ocurrió fue convocar a su mejor amigo –yo- para que sea testigo del
acontecimiento y pueda dar testimonio, junto con la presencia física del
resucitado.
-
¿Y entonces...?
-
Entonces continuó
con el procedimiento mientras me contaba “este hombre murió electrocutado por
propia voluntad, luego de asesinar a su infiel mujer; el hecho fue tan
rápidamente descubierto, que lo hizo ideal para mi experimento, porque no deben
pasar más que una cantidad determinada de minutos entre el momento en que el
corazón se detiene y el comienzo del proceso de resurrección”.
-
Debo confesarle
que esto que me está contando es muy difícil de creer…
-
Es cierto, yo
pensaba lo mismo cuando estaba en aquella habitación, pero escúcheme, porque todavía
falta lo más importante. Martín tuvo éxito y a la media hora el cadáver comenzó
a tomar color y a perder la palidez propia de la muerte y al fin ocurrió: el
cadáver respiraba. Mi amigo, emocionado, me abrazaba mientras gritaba:
“¡funciona, funciona!”. El muerto, que ya no lo era, abrió los ojos sorprendido
y comenzó a balbucear, hasta que en forma totalmente comprensible preguntó:
“¿Cómo llegue aquí?”. Martín entre emocionado y orgulloso le empezó a explicar todo.
El paciente se sentó, mientras comenzaba a mover las manos y las piernas; en
tanto escuchaba detenidamente los detalles, tanto de las circunstancias en que
había fallecido, como del milagro que le había permitido volver a la vida. Su
cara se fue transformando y de pronto comenzó a llorar desconsoladamente.
Entonces le preguntó a Martín si era él el único en el mundo que podía realizar
ese procedimiento. Ante la afirmación de mi amigo, el paciente tomó un filoso bisturí,
se abalanzó sobre él y lo clavó en su corazón no sé cuantas veces mientras
gritaba “Usted es peor que un asesino ¿Quién se cree, Dios? ¡con que derecho me
quitó la posibilidad de morir!”. Cuando vio inmóvil a Martín comenzó a clavarse
la improvisada arma en el cuerpo. No habían pasado más de cuarenta y cinco
minutos y yo había vivido desde aquella maravilla de ver a alguien volver de la
muerte a estar aterrorizado frente a dos cadáveres ensangrentados.
-
¿y entonces?
-
Entonces, comencé
a gritar pidiendo auxilio, porque estaba encerrado.
-
¿Y qué pasó?
-
Aquí estoy,
condenado a cadena perpetua por el asesinato de Martín. Fui el único testigo de
todo lo ocurrido pero no pude convencer a nadie de que el asesino era el
muerto. Por favor, por lo que más quiera en el mundo dígame ¿Usted me cree?
-
S…i… si…, le dije
sin demasiada convicción.
Me miró a los ojos con decepción y me dijo:
-
No, me engaña. Es
uno más de ellos. Si usted hubiera sido el juez, también me condenaba. Dio
media vuelta y se perdió entre los mugrientos pasillos de la cárcel.
[i]
Este cuento está incluido en la «Antología
Anual Especial 2012» de poesía y narrativa breve de Ediciones Raíz Alternativa.
Este
cuento forma parte del libro “Para muestra basta un Cuentito” editado en enero
de 2013
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