El fenómeno de la inmigración en nuestro país tuvo tal magnitud que impactó en la cotidianeidad de la vida en muchísimos aspectos. Entre las cosas que se vieron influenciadas estuvo la música popular. En un proceso de síntesis prodigioso, se reunieron desde los ritmos que aportaron los negros esclavos africanos, al tango andaluz y la habanera cubana. Así nació el tango argentino. Hay quienes afirman que su propio nombre tiene como origen el tambor sonoro de las reuniones de esclavos. También se sumaron nuevos instrumentos. A la guitarra inicial, se integró el violín, la flauta y a partir del 1900, el bandoneón. Con esa cadencia sensual, tiempo después ocurrió otro fenómeno espectacular: la aparición de un nuevo género de poesía popular que le puso letra a lo que durante años había servido solo para el baile. El tango logró amalgamar nostalgias, duelos, honor, abandonos y traiciones, quedando en él también enredados aportes de hombres y mujeres que le sumaron condimentos de lejanas geografías y que enriquecieron su ya notable expresión. El tango fue la voz misma del suburbio, de la calle, de los más pobres, de los más débiles, de los marginados; hasta que su propia fuerza lo hizo ingresar a los círculos de más alto nivel.
El tango es todo eso, igual que nosotros, los argentinos, pero para quienes vinieron desde tierras lejanas y comenzaron a ser cultores significó algo muy especial y una forma más de asimilarse a la nueva realidad.
De uno de ellos se trata esta historia.
Giuseppe había llegado desde su Soragna natal hasta Buenos Aires, corrido por la pobreza, la falta de futuro, sus pocos años, su filiación socialista y el amor por una mujer inalcanzable.
Casi de lastima consiguió un lugar en la carbonería de Basilio, otro inmigrante que con mucho esfuerzo y ya entrado en años había podido hacerse de alguna posición.
Giuseppe trabajaba en su carbonería. ¿Su tarea? Llenaba de carbón las bolsas, las ponía sobre sus hombros y las cargaba en los carros para sus destinos. También lo hacía con papas. Dormía en el fondo, sobre las mismas bolsas.
Pero había algo que movía su vida, su existencia, un deseo irrefrenable de ser parte de un mundo diferente, un mundo que veía todas las noches a escondidas, cuando se escabullía y entre las sombras de la noche, espiaba en el burdel del bajo aquel ambiente totalmente extraño, pero –a su vez- cautivador y subyugante.
El lugar lo había atrapado como una telaraña lo hace con su presa.
Se deleitaba viendo bailar aquella danza –el tango- donde los cuerpos se movían y se entrelazaban convirtiéndose en uno solo, de una manera sensual y hasta erótica. El anhelaba ser parte de aquel ambiente totalmente ajeno a su tradición que lo tenía cautivado, que lo excitaba. Veía a compadritos y damiselas como protagonistas de una historia fantástica y continuada.
Con el tiempo llego a averiguar el nombre de muchos… al Pardo Abadie, el Oriental Morelo, el entrerriano Hereñu o la turca Feisal, la francesita Ivete o la cubana Anita.
En su mente se imaginaba que formaba parte de todo aquello, ya que lo compartía en secreto, a escondidas y a la distancia. Su mayor deseo, su sueño era ingresar en él, pero no a escondidas, por la puerta grande, como hacían los guapos… ¡Que no daría por lograrlo!
Y sucedió.
En una oscura noche luego del baile vio a la salida del boliche que unas sombras atacaban al Pardo Abadie, que se marchaba solo como era su costumbre. Sin atenuantes, por la espalda, traicioneramente y sin darle posibilidades, allí mismo lo cosieron a puñaladas. Dios sabe por qué.
Escondido y aterrado vió aquella escena. Lo impactó terriblemente.
Se quedó observando y poco a poco, temerosamente, se fue acercando al cuerpo inerte antes de que nadie se diera cuenta. Se quedó allí, mirando aquella bolsa de huesos y carne sangrante, en que se había convertido el admirado guapo, hasta que un rayo de luna hizo brillar algo. No le prestó atención al principio, pero después se hizo notable. Se acerco aún más al cadáver y vio que lo que brillaba era la empuñadura –de plata- de un precioso y descomunal facón que jamás llego a sacar para defenderse. Lo contempló admirado hasta que no pudo resistir la tentación de quitárselo. Se lo llevó.
Después, corrió y corrió hasta perderse otra vez entre las sombras. Llegó a la carbonería agitado y nervioso. Lo miró un largo rato más y finalmente lo guardó cuidadosamente como lo que era para él: un tesoro.
Al día siguiente, todo volvió a ser igual. Su rutina continuó como si nada la hubiera alterado.
El trabajo, sus escapadas, espiar el boliche y su deseo irrefrenable de ser parte de aquella fantasía, donde la música del tango lo enloquecía como una droga, donde aquellas mujeres (que veía de lejos) lo excitaban hasta la lujuria, hasta la erección.
En aquel momento se juró, a si mismo hacer realidad aquel deseo.
Como fuera y costara lo que costara. Hizo más austera su austera vida.
Casi ni comía para poder ahorrar unas monedas. El objetivo: aparecer como uno más de los guapos que iban al boliche.
¿Qué necesitaba?: sombrero, camisa, pañuelo, saco, pantalón, botas…todo, todo lo que él veía en los que eran sus ídolos, sus personajes admirados y soñados.
Pero, además, bailar tango… practicó una y otra vez abrazado a una escoba los movimientos que de tanto espiar el burdel, sabía de memoria. Cortes, quebradas, todo, todo tenía que estar en condiciones. No escatimó esfuerzos para lograrlo. Moneda a moneda, disputa a disputa por cada centavo, compra a compra fue acumulando y acumulando, para conseguir cada uno de los enceres que lo integrarían al mundo del tango. Del tango de compadritos. Del tango argentino.
Su pobreza se multiplicó, pero también se multiplicó su capacidad de ahorro.
Poco a poco y uno a uno fue comprando los elementos que lo llevarían a su sueño.
¡Cuánto costó elegir el pantalón o el saco o la camisa o las botas...!
Hasta que llegó aquel soñado día: Tenía todo lo que hacía falta.
Se vistió cuidadosamente, se perfumó y antes de salir le vino a la memoria su tesoro: aquel facón, con empuñadura de plata que tenía escondido. Lo lustró hasta dejarlo reluciente, tal como lo tenía el Pardo.
Giuseppe –que jamás había peleado y mucho menos tenido un duelo criollo se cruzó en el cinto aquella daga. Casi una joya que había guardado por tanto tiempo. Era el broche final. Así marchó a la milonga.
¿Cómo le fue? Extraordinario. A pesar de su falta de «chamuyo», tomó, bailó y hasta llegó a congeniar con una jovencita que estaba en el fondo y con ella pudo vivir una experiencia de amor más maravillosa aún que la de sus sueños. Todo, todo se dió en aquella noche mágica e interminable.
Salió del boliche en medio de una ensoñación y la oscuridad (su vieja compañera y aliada de tantas oportunidades) le pareció cálida y amiga.
Comenzó a caminar, despacio y como saboreando cada paso de aquel momento que había imaginado tantas veces… como para prolongarlo… como para que no termine nunca, hasta que lo sintió. Un dolor agudo, tremendo, terrible e interminable en la espalda…
Cuando cayó al suelo dolido, sorprendido y exhalando su último suspiro alcanzó a escuchar como lejanas dos voces…
- Por fin lo encontramos al maldito cobarde que asesinó al Pardo por la espalda.
- Nuestro padre no merecía esa muerte…
- El cuchillo lo delató.
- ¡Suerte que vimos brillar su empuñadura!
4 Este cuento está incluido en la «11ra. Antología Anual Especial 2010» de poesía y narrativa breve de Ediciones Raíz Alternativa.
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