jueves, 2 de enero de 2014

DON RICARDO

        
           Ceferino Sosa vivía en el rancho que había construido su padre en un recodo, cerca del río, al norte de Concepción del Uruguay. De una edad indescifrable, gastado, bajo, flaco, encorvado y de una tez morena que delataba la parte india de la sangre que corría por sus venas.
Ceferino había peleado en todas y cada una de las batallas para las que había sido convocado. Bajo las órdenes del general Ramírez (nadie se atrevía a llamarlo Don Pancho), de Gregorio Piriz, de Anacleto Medina, de Urquiza, de Ricardo López Jordán, fue protagonista de tantos, pero tantos entreveros, que hoy –en el ocaso de su vida- se sentía perdido.
Su mujer, Marcelina Báez, más joven que él, tenía baja estatura y piel cobriza. Regordeta y fuerte, era quien había criado a los once hijos que fueron concebidos cada vez que Ceferino tenía alguna licencia. Con ellos pudo mantener la huerta, pescar, cazar nutrias y carpinchos (comer su carne y negociar sus cueros) o vender plumas de garza. Ella era destreza.
Ella era valor. Ella era el verdadero horcón de aquel rancho.
Nunca hubo cariño, tal vez compañerismo y ahora ni eso quedaba.
Solo distancia, distancia y respeto.
Día tras día, desde su retorno de la guerra, Ceferino –como perdidose quedaba horas bajo el alero del rancho con la mirada sin rumbo hacia un horizonte vacío, mientras toda su familia realizaba los duros trabajos para subsistir. Era un extraño allí. Fuera de lugar. De SU lugar. A pesar de que no lo expresaba, así se sentía. Era muy difícil que dijera palabra alguna. Sus hijos, los más grandes ya mozos, casi ni le hablaban. Quizás por respeto o a lo mejor por miedo. Solo lo observaban, como si fuera un objeto más del austero paisaje, un árbol viejo y seco que ya no servía ni para sombra.
Hasta aquella mañana.
Tanto Marcelina, como los jóvenes habían salido al amanecer para realizar sus labores y ella regresaba a media mañana para preparar la comida, cuando lo vio.
Ceferino, había abandonado su letargo y estaba preparando dos caballos y todo lo necesario para irse.
Había buscado su gastada chaquetilla de campaña, el sable, una vieja tercerola rapiñada en quien sabe cual entrevero y la tacuara.
Cuando llegó frente suyo lo miró incrédula.
El solo le dijo:
- Don Ricardo me llamó.
Ella no pudo más que exclamar:
- ¿Qué le llamó Don Ricardo? ¿y pa’que querría Don Ricardo a un viejo que ya no sirve pa’ná?
El siguió en lo suyo.
- Usté no va a volver a la guerra, eso es pura roña y maldá. Usté tiene que quedarse acá y ayudarme con el rancho ¿no ve acaso que no puedo más?
El silencio fue toda su respuesta.
- Muerto, degollau, podrido… podrido por dentro y por juera, así le van a dejar…
Ni siquiera la miraba.
- ¡Don Ricardo...! ¿Qué le importa lo que dice ese loco que también se ha escapao cuando se la vio perdida?
El apero, las vituallas, la ginebra… todo lo iba a acomodando parsimoniosamente.
- ¿y acaso Don Ricardo piensa en la mujer del soldao? Yo quiero tener un hombre en casa, aunque sea resertor, no me importa…
Detuvo por un momento su actividad. La miró y volvió a decir:
- Don Ricardo me llamó.
- ¿Pero pa’qué? ¿Pa’una guerra ya perdida le llamó? ¿Pa’eso?
Otra vez silencio. Marcelina le dio la espalda e ingresó llorando al rancho. No hubo despedida. No lo vió partir.
Cuando el sol comenzó a esconderse, uno a uno fueron llegando los gurises.
- Mama ¿y el Tata, ande está?
- El Tata tuvo q’irse
-¿Ande?
- Don Ricardo le llamó
-¿Pa’qué? ¿no está muy viejo pa’peliar?
- Don Ricardo le llamó, fue nuevamente la respuesta.
Cuentan algunos, en los boliches de Entre Ríos, que en las orillas del arroyo Don Gonzalo, en el departamento de La Paz, fue el entrevero mas grande entre las tropas regulares del Ejército del presidente Sarmiento y las de la rebelión del general Ricardo López Jordán y -comentan- que hubo un jinete que emprendió con furia contra los modernos y desconocidos «remintones» (1) que escupían fuego sin parar. Solo uno que -en medio de una carnicería- llegó con la lanza en las manos, hasta la trinchera porteña.
Solo uno que batió a un enemigo ensartándolo a la vieja usanza montonera.
Dicen que estaba muerto antes de atropellar, cosido por decenas de balas; pero igual cargó. Algunos sostienen que fue el espíritu de su abuelo charrúa el que lo condujo y lo mantuvo firme sobre el caballo, pero -en realidad nadie sabe cómo lo hizo. La derrota fue total. Dicen, en los boliches de Entre Ríos, que se llamaba Ceferino. Ceferino Sosa y que era de los pagos de Uruguay.

(1) Los«remintones» se refiere al armamento Remington que fue estrenado el 9 de diciembre de 1873 por los generales Gainza y Vedia que derrotaron a las tropas federales del General Ricardo López Jordán en la Batalla de Don Gonzalo haciendo estragos entre los jordanistas.
Estas armas sorprendieron a los revolucionarios, ya que –al ser a repetición no dejaban tiempo para la carga de caballería que (antes) se hacía entre carga y recarga de los antiguos fusiles; lo que transformó la lucha en una verdadera carnicería y prácticamente fue el fin de una manera de pelear. El presidente Sarmiento, además de los fusiles a repetición Remington, importó -desde los Estados Unidos- revólveres Colt, cañones Krupp y ametralladoras Gatling; con el objeto de amar de modo tal a la tropas nacionales que terminara para siempre con el federalismo montonero.

* Este cuento ganó una segunda mención en el Certamen Provincial de Poesías y Cuentos Cortos «Héctor de Elía» en su edición 2011, organizado por la Escuela Media 8 de Colonia Elía (E.R.).

Este cuento esta incluído en el material del libro “De aquí, de allá y de mi abuelo también (y va con yapa)”, editado en diciembre de 2011.

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