Ceferino
había peleado en todas y cada una de las batallas para las que había sido
convocado. Bajo las órdenes del general Ramírez (nadie se atrevía a llamarlo
Don Pancho), de Gregorio Piriz, de Anacleto Medina, de Urquiza, de Ricardo
López Jordán, fue protagonista de tantos, pero tantos entreveros, que hoy –en
el ocaso de su vida- se sentía perdido.
Su mujer,
Marcelina Báez, más joven que él, tenía baja estatura y piel cobriza. Regordeta
y fuerte, era quien había criado a los once hijos que fueron concebidos cada
vez que Ceferino tenía alguna licencia. Con ellos pudo mantener la huerta,
pescar, cazar nutrias y carpinchos (comer su carne y negociar sus cueros) o
vender plumas de garza. Ella era destreza.
Ella era
valor. Ella era el verdadero horcón de aquel rancho.
Nunca
hubo cariño, tal vez compañerismo y ahora ni eso quedaba.
Solo
distancia, distancia y respeto.
Día tras
día, desde su retorno de la guerra, Ceferino –como perdidose quedaba horas bajo
el alero del rancho con la mirada sin rumbo hacia un horizonte vacío, mientras
toda su familia realizaba los duros trabajos para subsistir. Era un extraño
allí. Fuera de lugar. De SU lugar. A pesar de que no lo expresaba, así se
sentía. Era muy difícil que dijera palabra alguna. Sus hijos, los más grandes
ya mozos, casi ni le hablaban. Quizás por respeto o a lo mejor por miedo. Solo
lo observaban, como si fuera un objeto más del austero paisaje, un árbol viejo
y seco que ya no servía ni para sombra.
Hasta
aquella mañana.
Tanto
Marcelina, como los jóvenes habían salido al amanecer para realizar sus labores
y ella regresaba a media mañana para preparar la comida, cuando lo vio.
Ceferino,
había abandonado su letargo y estaba preparando dos caballos y todo lo
necesario para irse.
Había
buscado su gastada chaquetilla de campaña, el sable, una vieja tercerola
rapiñada en quien sabe cual entrevero y la tacuara.
Cuando
llegó frente suyo lo miró incrédula.
El solo
le dijo:
- Don
Ricardo me llamó.
Ella no
pudo más que exclamar:
- ¿Qué le
llamó Don Ricardo? ¿y pa’que querría Don Ricardo a un viejo que ya no sirve
pa’ná?
El siguió
en lo suyo.
- Usté no
va a volver a la guerra, eso es pura roña y maldá. Usté tiene que quedarse acá
y ayudarme con el rancho ¿no ve acaso que no puedo más?
El
silencio fue toda su respuesta.
- Muerto,
degollau, podrido… podrido por dentro y por juera, así le van a dejar…
Ni
siquiera la miraba.
- ¡Don
Ricardo...! ¿Qué le importa lo que dice ese loco que también se ha escapao
cuando se la vio perdida?
El apero,
las vituallas, la ginebra… todo lo iba a acomodando parsimoniosamente.
- ¿y acaso Don Ricardo piensa en la mujer del
soldao? Yo quiero tener un hombre en casa, aunque sea resertor, no me importa…
Detuvo por un momento su actividad. La miró y
volvió a decir:
- Don
Ricardo me llamó.
- ¿Pero
pa’qué? ¿Pa’una guerra ya perdida le llamó? ¿Pa’eso?
Otra vez silencio. Marcelina le dio la espalda e ingresó llorando al
rancho. No hubo despedida. No lo vió partir.
Cuando el sol comenzó a esconderse, uno a uno fueron llegando los
gurises.
- Mama ¿y el Tata, ande está?
- El Tata tuvo q’irse
-¿Ande?
- Don Ricardo le llamó
-¿Pa’qué? ¿no está muy viejo pa’peliar?
- Don Ricardo le llamó, fue nuevamente la respuesta.
Cuentan algunos, en los boliches de Entre Ríos, que en las orillas del
arroyo Don Gonzalo, en el departamento de La Paz, fue el entrevero mas grande
entre las tropas regulares del Ejército del presidente Sarmiento y las de la
rebelión del general Ricardo López Jordán y -comentan- que hubo un jinete que
emprendió con furia contra los modernos y desconocidos «remintones» (1) que
escupían fuego sin parar. Solo uno que -en medio de una carnicería- llegó con
la lanza en las manos, hasta la trinchera porteña.
Solo uno que batió a un enemigo ensartándolo a la vieja usanza
montonera.
Dicen que estaba muerto antes de atropellar, cosido por decenas de
balas; pero igual cargó. Algunos sostienen que fue el espíritu de su abuelo
charrúa el que lo condujo y lo mantuvo firme sobre el caballo, pero -en
realidad nadie sabe cómo lo hizo. La derrota fue total. Dicen, en los boliches
de Entre Ríos, que se llamaba Ceferino. Ceferino Sosa y que era de los pagos de
Uruguay.
Estas armas sorprendieron a los revolucionarios, ya
que –al ser a repetición no dejaban tiempo para la carga de caballería que
(antes) se hacía entre carga y recarga de los antiguos fusiles; lo que
transformó la lucha en una verdadera carnicería y prácticamente fue el fin de
una manera de pelear. El presidente Sarmiento, además de los fusiles a
repetición Remington, importó -desde los Estados Unidos- revólveres Colt,
cañones Krupp y ametralladoras Gatling; con el objeto de amar de modo tal a la
tropas nacionales que terminara para siempre con el federalismo montonero.
* Este cuento ganó una segunda mención en el Certamen Provincial de
Poesías y Cuentos Cortos «Héctor de Elía» en su edición 2011, organizado por la
Escuela Media 8 de Colonia Elía (E.R.).
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