Bajo, de espaldas
anchas, cabezón, pelado y con una gran barba blanca (decía que hacía mucho
tiempo una gran inundación produjo tal desastre que lo dejó sin pelos en la
cabeza y se los había puesto en el mentón). Vestía traje (el chaleco era
infaltable) y se apoyaba en un bastón de caña. Así era mi «abuelito Manuel». Un
asturiano que tomaba leche a toda hora, costumbre heredada de las minas
cantábricas.
Bajo, de espaldas
anchas, cabezón, pelado y con una gran barba blanca (decía que hacía mucho
tiempo una gran inundación produjo tal desastre que lo dejó sin pelos en la
cabeza y se los había puesto en el mentón). Vestía traje (el chaleco era
infaltable) y se apoyaba en un bastón de caña. Así era mi «abuelito Manuel». Un
asturiano que tomaba leche a toda hora, costumbre heredada de las minas
cantábricas.
Zárate fue la tierra
donde recaló en Argentina. Allá íbamos los veranos, cuando yo usaba pantalones
cortos. La casa grande tenía un jardín enorme y un gallinero que me permitía
jugar a mis anchas. Un paraíso. Era el reino de la tía Elena, hermana mayor de
mamá. En la galería había un loro que vivía llamando al «abuelooooo…».
El tiempo y los años
hicieron que debieran mudarse a La Plata; donde se había trasladado –en tandas-
toda la familia. Don Manuel tendría entonces unos 80 años.
Adoraba a mi abuelo.
Disfrutaba el solo mirarlo, escucharlo. Ya adolescente buscaba el momento para
visitarlo, en la casa de tío Enrique, donde había ido a vivir. Llegaba para la merienda
y debía soportar el convite obligado y acosador de la amorosa tía Odulia (Si
Odulia, no Obdulia, así estaba en el documento). Ella brindaba amor a través de
la comida. Entonces comenzaba un ejercicio repetido y rutinario:
- ¿Rodolfito, no
querés un café con leche?
- No tía, gracias.
- ¿y si le pongo
tostaditas con manteca y azúcar?
- No tía, gracias.
- Tengo miel también,
recién traída de la isla ¿no querés acompañar el café con miel?
- No tía, gracias.
-
¿y unas medialunas con dulce de leche?
- No tía, gracias
- ¿y…?
Seguía y seguía,
hasta que –a pesar de mis negaciones- aparecía con un enorme tazón de café con
leche acompañando a una parva de tostadas o medialunas.
Pero el motivo de mis
visitas era estar con el abuelo. Cuando llegaba, comenzaba sus cuentos. Hoy, me
decía, estuve con un señor. Rodríguez, se llamaba. Plomero él, pero que tiene
problemas con uno de los cinco hijos... Así me comenzaba a relatar la vida de
una persona desconocida.
Después otra y otra…
Siguiendo un orden
pre-establecido, describía al individuo, a su familia, después a su trabajo y
luego me contaba sus problemas, alegrías, logros… toda una vida. Hablaba lento
y cuidando las palabras que utilizaba. Yo disfrutaba de aquel momento mágico
que solo él sabía generar. Mezclaba amenamente y con una facilidad increíble,
hechos comunes con dramas, situaciones cómicas con tragedias.
Después de un largo
rato, mi adolescencia me reclamaba y regresaba caminando al barrio.
Admiraba la fuente
inagotable de situaciones que relataba. Siempre algo nuevo. Muchas veces, me
preguntaba si aquellas historias serían reales o producto de su imaginación. No
pude más y un día le pregunté. Sonrió y me contó.
En la casa, cada uno
estaba con sus ocupaciones, así que él quedaba solo gran parte del día. Entonces,
salía a la calle. Caminaba unas ocho o diez cuadras, en cualquier dirección.
Hasta que decidía quedarse en una esquina. En ese momento, tomaba una ajada
tarjeta que llevaba en un bolsillo donde estaba anotada la dirección del tío
Enrique. Comenzaba a mirarla, a mirar las calles, los números de las casas, se
rascaba la cabeza…
Siempre, encontraba a
alguien que advertía a aquel anciano que parecía totalmente extraviado.
-¿Está
perdido abuelo...? era la pregunta obligada.
El
continuaba fingiendo su desorientación. Ante la insistencia del voluntario,
casi temblando, le mostraba la tarjeta. Era muy raro que la compadecida persona
no lo acompañara hasta la casa.
El recorrido, al paso
lento de sus años, era el momento de las historias.
Después de dos o tres
preguntas claves, los samaritanos comenzaban a contarle sus tribulaciones.
Cuando llegaban a la casa, agradecía efusivamente y se despedía de su solidario
compañero. Se quedaba unos diez o quince minutos y luego volvía a salir. Esta
vez eligiendo otro rumbo. Otra vez de pesca. Otra vez buscando bucear en las
vidas de nuevos acompañantes ocasionales. La rutina la repetía tres, cuatro o
cinco veces por día.
Después que me contó
su secreto, cuando llegaba a visitarlo y antes de comenzar, me confiaba con una
sonrisa pícara y al oído: «hoy, fueron tres…» y allí arrancaba.
Tal vez de él heredé
el gusto por compartir cuentitos.
«Hoy, fue uno…».
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