La vida no había sido fácil para ninguna de las dos. Como amigas
entrañables habían compartido la adolescencia, pero luego tomaron caminos
diferentes. Se mudaron de ciudad, se casaron, tuvieron familia y perdieron
aquella hermosa relación.
Al principio se llamaban por teléfono todas las semanas, después comenzaron
a prolongarse los tiempos. Los intereses y las distancias se hicieron cada vez
mayores. Las obligaciones que cada una tuvo para con los suyos, hizo que las
afinidades fueran separándolas. Durante mucho tiempo dejaron de llamarse.
Los años pasaron y la vida, en un raro e inesperado giro, volvió a reunirlas.
Un día ¿la casualidad? Hizo el milagro en la terminal de Retiro. Una volvía
de su adoptiva Concepción del Uruguay y la otra –también de una patria extraña-
Córdoba.
No hizo falta más que verse, para que los recuerdos volvieran a acercarlas.
La confitería, hizo el resto. Se pusieron al día y eso las volvió a sentirse
unidas de nuevo ¿inesperadamente? El cariño y el afecto renacieron, como si
jamás se hubieran ido. Parecía que apenas ayer habían dejado de verse.
Hacía poco que habían quedado viudas, después de vidas anodinas y rutinarias
en las que –con diferentes matices- lo único positivo que rescataban eran un
par de hijos cada una.
Adela se afincó en Concepción del Uruguay. Había encontrado allí un hombre
del que creyó enamorarse. Se caso, al poco tiempo. Amable, gentil y si bien era
permisivo, parecía ignorar su existencia. Nunca supo si era culpa de él o de
ella, pero la relación cayó en una monotonía que los acompaño hasta que la
muerte, muchos años después, visitó a Oscar. Casi dos extraños, viviendo juntos
durante años y sin que ninguno tuviera el valor de enfrentar la situación
poniéndole punto final. Durante todo ese tiempo, sus sueños de volar por los
ásperos caminos de la investigación universitaria se fueron esfumando,
diluyendo, las posibilidades se iban cerrando, se sumaban problemas económicos
y la responsabilidad que tenía hacia sus hijos hicieron imposible que lograra
realizarse personalmente. Solo en ellos encontró un consuelo.
Marta parecía haber calcado su vida. Su afición por el arte, se quedo encerrada
en una tienda del interior de la provincia de Córdoba. La vida no le fue fácil
y tuvo que lidiar con un marido violento, autoritario y desconsiderado que
jamás la tuvo en cuenta. Los chicos estuvieron siempre a su cargo y fue el
único sostén de la casa (y de la vida). Solo los pequeños fueron compañía y
consuelo. El hizo la suya hasta que sus propios excesos lo llevaron al camino
sin retorno.
Los hijos de ambas se habían casado y desarrollaban sus vidas en diferentes
lugares del país. De vez en cuando… muy de vez en cuando… se acordaban de
ellas, de sus necesidades y deseos.
Después de un largo rato contándose todo, se quedaron en silencio, pero
mirándose con una enorme profundidad. Sus ojos se reencontraban, igual que en
la adolescencia, con aquel brillo especial de entonces. Parecían hablarse sin
pronunciar palabra.
Adela sonrió.
Hasta que Marta lo dijo:
- ¿Y si nos vamos a vivir juntas? ¡tan bien que lo pasábamos de adolescentes!
¿y si probamos?
- ¿Por qué no? Fue la rápida respuesta.
No les fue difícil, porque ninguna tenía grandes pretensiones y la búsqueda
no se hizo larga. Un discreto departamento en Floresta, les gusto a ambas. En
planta baja, un pequeño patiecito, dos dormitorios, donde ellas compartían uno
y el otro quedaba para las eventuales visitas de los hijos o de los nietos y
las comodidades básicas y elementales.
Hubo otra cosa en la que coincidieron: Querían un perro. Una mascota a
quien atender, mimar y que –a su vez- les sirviera de guardián. Aunque más no
sea para ahuyentar posibles rapiñeros o ladrones que abundan, según nos
bombardean los medios todos los días en la Argentina de hoy.
Adela se acordó que tenía un primo mayor en Escobar que era veterinario.
Lo llamo por teléfono y Eduardo (que así se llamaba) le comento que justamente
tenía que viajar a Buenos Aires y les llevaría un perro muy bueno que había
recogido de la calle y que no dudaba que les encantaría.
Dos días después Eduardo tocaba el timbre del departamento, llevando en
sus brazos el regalito. Un hermoso perrito blanco con manchas marrones.
«Colita» llamaron al pequeño animal. No era cachorro, tenía un mediano porte y
ostentaba una raza desconocida. Sus ojos tristes parecían traslucir una vida
dura, sin amor. Casi igual a ellas dos.
Si uno pudiera imaginar los días, semanas y años que pasaron desde aquel
día, nunca podría ser tan optimista y no podría adivinar que una hermosa forma
de felicidad se instalo en aquella casa.
Adela, Marta y Colita, vivían en total armonía y no había visita (que no
era tantas, por otro lado) de familiares o amigos que no lo notaran.
Era tal el entendimiento y la forma en se organizaron que se acompañaban
al cine, paseaban al perro, hacían los mandados, etc casi naturalmente, con
comprensión y afecto al que sumaron una ordenada forma preventiva de cuidarse
mutuamente y evitar robos y arrebatos. Llaves, candados, cadenas, pasadores,
además del fiel animal, fueron sus escudos.
Colita se convirtió en héroe cuando sus ladridos pusieron en fuga a aquel
arrebatador, la vez que Adela imaginó ser atacada cuando volvía de la farmacia
o aquella otra en que asustó al desconocido que intento forzar la puerta del
departamento.
Nunca tuvieron problemas o desacuerdos. Tenían gustos afines (lectura, cine,
teatro, televisión, etc.) y se entusiasmaban comentándolos.
Su vida transcurría pacifica y felizmente; hasta que paso.
Aquel oscuro día de agosto, cuando al levantarse no escucharon el reclamo
de Colita, para que le abrieran la puerta que daba al patiecito y poder hacer
sus necesidades en la caja que tenía asignada.
Preocupadas se vistieron rápidamente y lo buscaron por toda la casa.
Estaba en el lavadero. Frio y sin movimiento. Su fiel amigo se había
ido. Las gano el desconsuelo y lloraron ambas abrazadas amargamente.
Después de la primera impresión y cuando poco a poco el exteriorizar el
dolor las fue calmando, fueron empujadas por la realidad de tener un cadáver en
el departamento y se preguntaron «¿Qué hacer con él?».
Rápidamente desecharon el ponerlo en una bolsa y dejarlo en la basura, como
habían escuchado que hacían tantos otros. Colita no se merecía eso. Ellas no
eran así. Esa no era la forma de reconocerle tanto cariño, lealtad y devoción.
¿Cómo pagarle con semejante bajeza, las veces que las había defendido y
acompañado? ¿Qué menos que despedirlo con «dignidad»?
Adela recordó a Eduardo y volvió a conectarse con él. Ya viejo, le dijo que
no se hicieran problema, que las comprendía y que el mismo se haría cargo
porque tenía un pequeño cementerio de mascotas, limpio y lleno de flores; pero
que les pedía que le llevaran el cadáver hasta Escobar, porque los años lo habían
poblado de achaques que no le permitían ir a buscarlo.
Quedaron en eso. Les pareció una buena solución, la mejor.
Por el tamaño de lo que tenían que llevar, decidieron que lo mejor era ir
en tren, pero ¿Cómo transportarlo?
Después de desechar un montón de alternativas, Marta tuvo una idea fantástica:
recordó la vieja valija que había traído años atrás de Córdoba y pensó que era
suficiente para contener el cadáver de Colita. Sin dejar pasar el tiempo, para
que el mismo no se descompusiera, lo envolvieron con una sábana, lo acomodaron
dentro de ella y marcharon a Retiro.
Cuando llegaron a la estación, Marta fue a sacar los boletos, mientras Adela quedo en el hall central con la valija.
El tiempo pasó y Adela tuvo unas ganas incontenibles de ir al baño.
Seguramente la propia situación, los nervios o los
mates que –en cantidad había tomado, le jugaron una mala pasada. Vio cerca un
joven, de buen aspecto, que la observaba. Le pareció confiable y –no pudiendo
más- le dijo:
- Joven ¿Por favor, no me cuida el equipaje, mientras voy al baño?
- No hay problemas señora, vaya tranquila, que yo me hago cargo.
Cuando Marta volvió no encontró rastros de su amiga, pero se quedó allí,
esperando.
Cuando Adela regreso vio a Marta sola y ni rastros del joven ni de la maleta.
Entonces le conto a su amiga con preocupación lo que había pasado.
¡Las habían robado!
Al principio fue sorpresa, luego estupor; hasta que los ojos de las ahora
ancianas se reencontraron, igual que en la adolescencia, con el brillo especial
de entonces, con la misma picardía y casi al unísono sin decir palabra no
pudieron más que ponerse a llorar y llorar. Inconteniblemente a llorar… de
risa.
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