Siempre pensé que
la imaginación es un ejercicio
que nos permite escapar de nuestra realidad. A veces sirve para dar solución a necesidades, deseos o preferencias.
Las soluciones pueden ser más o menos realistas.
Si es
perfectamente realizable, posible, alcanzable se transforma en lo que siempre
creí que era una inferencia (tal vez esté
equivocado y no quiero ni deseo poner en tela de una discusión de lógica el
asunto, ya que –para el caso- el tema es menor); si no lo es –para mi humilde
punto de vista-, entonces es una fantasía.
Imaginación y
Fantasía, son dos términos que tienen mucho que ver no solo con los cuentitos
que afloran de los años de mi niñez, sino con el desarrollo de toda mi vida.
En realidad, de la
vida de todos.
Pero, lo que deseo
es volver sobre aquellas épocas, a la luz de estos dos conceptos.
Se me ocurre como
ejemplo de imaginación en términos de inferencia una situación de entonces. Cuando
por aquellos años de fines de la década del 50, en la casita de la calle 48,
hacían falta un montón de cosas.
En principio
agrandarla (Carlitos -mi hermano- y yo éramos cada vez mas grandes) y darle una comodidad
mínima a nuestras necesidades de espacio se imponía como imprescindible.
Poco era lo que
había podido ahorrar la familia (se llegaba con lo justo), pero Mamá y Papá
imaginaron un camino para mejorar (tuvieron una inferencia, si es que no me
pierdo con el concepto). Ese poco dinero serviría para que Mamá avance en su
preparación escolar (tenía que hacer todo el Ciclo Básico del secundario).
Después se
anotaría en un curso de Auxiliares Técnicos (en realidad Médicos). Este se
dictaba en la Universidad
de Buenos Aires (lo que significaba viajar todas las semanas de La Plata a Buenos Aires y eso
no era poco costo), para terminar con el título de Pedicura (hoy le dicen
Podólogo).
No recuerdo si a
lo largo de dos o tres años, Mamá lograría una profesión independiente y
comenzaría a aportar al gasto de la familia, mas allá de su trabajo de todos
los días.
Así, los pocos
ahorros sumados a la enorme inteligencia, el talento, las ganas (las enormes
ganas, las tremendas ganas…) y el tesón de su sangre asturiana, después de un
tenaz estudio y sacrificio, hicieron que Mamá lograra el objetivo.
A veces me admiro
cuando pienso en lo importante que es auto imponerse objetivos tales y ponerse
a caminar hacia ellos.
Mamá lo hizo. Y
toda la familia la acompañó. ¡Como olvidarme que, mientras lavaba los platos,
dejó de recitar poesías, contarnos historias, cantar tangos o las canciones
españolas de la abuela Casilda –su mamá, que nunca conocí- y comenzó a recitar…
lecciones! Como olvidarme la repetición de conceptos, definiciones, el ensayo
de exposiciones orales… o cuando practicaba aplicar inyecciones utilizando
naranjas…
Carlitos y yo nos
repartimos –como parte del aporte- algunas tareas hogareñas. La limpieza
–barrido, baldeo y secado- del patio, el arreglar –implicaba hacer las camas,
barrer, etc.- nuestra pieza; el secar los platos y acomodarlos y algunas otras
que ya no recuerdo. Esa era nuestra humilde colaboración al enorme esfuerzo que
encaró Mamá.
Pienso –hoy y a la
distancia- del enorme ejemplo que nos dio con su actitud.
Recuerdo verla regresar
de sus viajes en tren a Buenos Aires, en días destemplados de invierno. La veo llegando
a casa, con sus apuntes bajo el brazo, su tez completamente blanca, helada y
tiritando de frío.
Mamá logró su
objetivo.
En poco tiempo se
montó el consultorio en casa, comenzó a trabajar (por suerte muy bien) y
gracias a todo ese sacrificio, nuestra vida –económicamente hablando- comenzó a
mejorar.
Además, sumó otro
servicio al barrio entero. Por ejemplo con la aplicación de inyecciones y cuántas
cosas mas, que Mamá hacía desinteresadamente (es decir gratis) para todo el
barrio, en función de todo lo que había aprendido y con el solo afán de ayudar
a los vecinos.
Me acuerdo que yo
–tenía unos 6 o 7 años- le hacía de “secretario”, ya que recibía a las
pacientes que llegaban a casa para atenderse (casi todas mujeres). Tocaban el
timbre y a mi me correspondía abrir la puerta y acomodarlas en la sala de
espera.
Cada una me
reportaba 10 centavos (según la comisión determinada por Mamá), que yo anotaba
puntillosamente en unos papeles viejos. Al término del día hacía la suma y mamá
me pagaba.
Nunca dejaba de
cumplir lo prometido.
Esa plata la
guardaba celosamente.
¡Cuántas veces la
pelota de la barrita de calle 48 se compró con el pozo que se iba formando..!
¡Si hasta Carlitos
–casi adolescente- me pedía plata prestada..!
Aquí, la
imaginación, transformada en inferencia, fue un objetivo de vida, un anhelo
que, con gran esfuerzo y sacrificio, se hizo realidad.
No son pocas las
veces que mientras le digo a nuestros hijos “Nada bueno se consigue sin
sacrificio” veo la borrosa imagen de
Mamá lavando los platos, con sus manos llenas de detergente, repitiendo sus
lecciones.
Dicen que Einstein
decía “Si lo puedes imaginar, lo puedes lograr”. Mamá nos lo demostró.
Fantasía es otra
cosa.
Es lo que va mas
allá de lo real.
Arranca de lo
totalmente imaginario (Guillermito Quijano aseguraba, sin ponerse colorado, que
desde Lezama –de allá era su familia- se podía ver la línea que dividía entre
el día y la noche… y lo peor es que –en algún momento- nosotros hasta llegamos
a creer que era cierto…). La
Fantasía no tiene límites por delante.
En la edad que
teníamos entonces, la
Fantasía se hacía presente a cada paso.
Cuando creíamos
que tendríamos un hermanito, porque enviábamos un “telegrama" –con tal
pedido- por el hilo del barrilete…
En realidad, era
un papelito al que le hacíamos un agujerito en el medio, con un mensaje escrito
que colocábamos en el hilo del barrilete y el viento hacía que fuera subiendo…
La idea es que eso llegaba al Cielo… llegaba a Dios y se haría realidad…
Cuando los bebes
venían de París, los traía la cigüeña o aparecían debajo de un repollo.
Cuando, en pleno
partido de la tarde metíamos un gol, en aquella rambla casi sin pasto de la
calle 19 e imaginábamos a toda una tribuna vibrando con el grito de gol y
coreando nuestro nombre…
Fantasía era el
mundo que nos reunía todos los días a las 6 de la tarde cuando –yo en el taller
de Papá- me pegaba a la radio para escuchar a Tarzán (Toddy mediante)… o cuando
escuchábamos “El León de Francia” y nos remontábamos ya sea a la jungla –de la
mano del profesor Filander, Juana o Tarzanito- o a la antigua Francia, entre
espadachines y cortesanas…
Fantasía era
cuando jugábamos al policía y al ladrón (siempre me pregunté porque todos
queríamos ser ladrones y nadie policía), a los vaqueros y los indios…
Cuando juntábamos,
en un ejercicio colectivo, pasto y alimento para los camellos de los Reyes
Magos…
Cuando
imaginábamos que íbamos de pesca, cuando en realidad recogíamos renacuajos en
los desagües de las zanjas de la –por entonces todavía de tierra- calle 22…
Pero hubo un día
que todo cambió.
No me acuerdo
efectivamente cuando fue.
Pero si recuerdo
como y donde sucedió.
Un día, como
cualquier otro, se levantó una extraña torre por encima de la casa de Emilito
Fraqueli. Sí, al lado de lo de Jorgito Calderón.
No entendíamos
demasiado que pasaba, hasta que esa misma tarde, su mamá (no recuerdo
–desgraciadamente- su nombre, creo que era Eve, pero no estoy seguro) que era
un encanto de mujer, invitó a todos los chicos del barrio a tomar la merienda
en su casa.
La cita era a las
cinco de la tarde.
En la puerta nos
fuimos juntando y cuando estábamos todos, tocamos el timbre… y entramos.
¡Allí apareció...!
¡Allí lo vimos por primera vez…! ¡Un televisor...!
¡El primer
televisor del barrio...!
Ver películas no
era ningún mérito, pero significaba ir hasta el Centro Cultural General San
Martín (en la esquina de 22 y 53) y presenciar las aventuras de Tom Mix (que
recuerdo que podía hacer vueltas carnero, sobre un abismo, montado en su
caballo) algunos fines de semana. Con sorteo incluido (con una suerte
impensada, varias veces volví a casa con algún regalito). O ir al Cine
Cervantes...
¡Pero tener un
cine en casa, era como un sueño hecho realidad!
Así, vimos –por
primera vez- en la casa de Emilito, al Cisco Kid.
Creo que es un
recuerdo imborrable. Toda una tribuna de chiquilines, en total silencio y
presenciando aquellas imágenes borrosas y en blanco y negro.
De a ratos, había
aplausos, gritos de alegría o de desaprobación.
Los Fraqueli eran
una familia maravillosa amante de los chicos y tremendamente generosa. El papá pintor y la mamá ama de casa. Tenían
un hijo único: Emilito.
Su pequeña
familia, de pronto se multiplicó y multiplicó.
Pero, para ellos
no era sino una alegría (o por lo menos, así lo demostraban). Al punto tal que
casi se hizo una costumbre el ir –por las tardes- a su casa a ver aquel
fantástico (aquí sí cabe, si me permiten, esa palabra) espectáculo (merienda incluida).
No sé por cuánto
tiempo.
No sé cuando
apareció el segundo o tercer televisor… y la costumbre se fue diluyendo.
Creo que en cada
uno de todos los chicos se iba alimentando el enorme deseo de poder contar con
aquella maravilla en casa.
Ya no alcanzaba
escuchar la radio e imaginar las escenas de lo que escuchábamos.
Ya era poca la
lectura de los libros de la biblioteca Billiken, de Sandokan, Tarzán. Tom
Sawyer o el Conde de Montecristo.
Me acuerdo que se
comentaba en casa que nuestra “prima” Laurita (hija del “tío” Koszarek, abogado
de dinero y hombre económicamente fuerte de la familia de Papá), presionaba a
su padre diciéndole que escuchaba la radio, mirando la heladera. Así imaginaba
tener un televisor.
No fue explosivo,
pero poco a poco, los techos de aquel barrio fueron siendo tierra fértil para
la paulatina siembra y el florecimiento de un sinnúmero de antenas de
televisión.
De pronto se
convirtió en el sueño de todos.
Solo se hablaba de
eso. De aquel programa que tal o cual había visto en tal o cual casa.
De lo que pasaría
en el próximo episodio.
Una ilusión y un
entusiasmo que ganó a todos.
Por supuesto que,
nosotros, ni imaginábamos que tal cosa pudiera ocurrir en casa.
Siempre se gastaba
solo en lo necesario.
El tiempo pasó y
como que estábamos hechos a la idea.
Pero, nos
equivocamos.
Ocurrió.
Me acuerdo que
estaba en quinto grado.
Volvía caminando
de la escuela cerca del mediodía y ante mi total asombro, cuando apenas dí
vuelta la esquina de la calle 19, ví a un par de hombres subidos en el techo de
casa.
A medida que me
acercaba iba pudiendo ver mejor.
No lo podía creer.
Hierros, riendas,
clavijas…
¡Que alegría!
¡Estaban
instalando una antena de televisión...!
Me parecía, algo
fantástico, así como tocar el cielo con las manos…
Como llegar a la
luna…
¡Teníamos
televisor...!
Podíamos ver las
series, los programas cómicos, los musicales…
Pero el cambio fue
mayor.
Poco a poco
comenzamos a dosificar nuestra presencia en la rambla.
“Ahora empieza tal programa” o “tengo que
hacer los deberes ahora, porque después viene… y no me lo quiero perder”.
El fútbol solo fue
quedando para los sábados, pronto nos olvidamos de las figuritas o las bolitas…
Solo las siestas
nos reunían durante el verano.
Las tardes del
barrio –durante la semana- se fueron transformando en un despoblado.
Así fuimos matando
aquel encuentro permanente y diario.
Así nos fuimos
disgregando.
Así fue como –en
el barrio de la esquina de 19 y 48- día a día y poco a poco, se comenzó a morir
la Fantasía.
Este cuento está incluído en el material del libro “Diez pasos de pantalones Cortos”, editado en marzo de 2010.
Muy emotivo tu relato y tan cierto!!
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