jueves, 18 de septiembre de 2014

FANTASÍA



Siempre pensé que la imaginación es un ejercicio que nos permite escapar de nuestra realidad. A veces sirve para dar solución a necesidades, deseos o preferencias. Las soluciones pueden ser más o menos realistas.
Si es perfectamente realizable, posible, alcanzable se transforma en lo que siempre creí que era una inferencia (tal vez esté equivocado y no quiero ni deseo poner en tela de una discusión de lógica el asunto, ya que –para el caso- el tema es menor); si no lo es –para mi humilde punto de vista-, entonces es una fantasía.
Imaginación y Fantasía, son dos términos que tienen mucho que ver no solo con los cuentitos que afloran de los años de mi niñez, sino con el desarrollo de toda mi vida.
En realidad, de la vida de todos.
Pero, lo que deseo es volver sobre aquellas épocas, a la luz de estos dos conceptos.
Se me ocurre como ejemplo de imaginación en términos de inferencia una situación de entonces. Cuando por aquellos años de fines de la década del 50, en la casita de la calle 48, hacían falta un montón de cosas.
En principio agrandarla (Carlitos -mi hermano- y yo éramos cada vez mas grandes) y darle una comodidad mínima a nuestras necesidades de espacio se imponía como imprescindible.
Poco era lo que había podido ahorrar la familia (se llegaba con lo justo), pero Mamá y Papá imaginaron un camino para mejorar (tuvieron una inferencia, si es que no me pierdo con el concepto). Ese poco dinero serviría para que Mamá avance en su preparación escolar (tenía que hacer todo el Ciclo Básico del secundario).
Después se anotaría en un curso de Auxiliares Técnicos (en realidad Médicos). Este se dictaba en la Universidad de Buenos Aires (lo que significaba viajar todas las semanas de La Plata a Buenos Aires y eso no era poco costo), para terminar con el título de Pedicura (hoy le dicen Podólogo).
No recuerdo si a lo largo de dos o tres años, Mamá lograría una profesión independiente y comenzaría a aportar al gasto de la familia, mas allá de su trabajo de todos los días.
Así, los pocos ahorros sumados a la enorme inteligencia, el talento, las ganas (las enormes ganas, las tremendas ganas…) y el tesón de su sangre asturiana, después de un tenaz estudio y sacrificio, hicieron que Mamá lograra el objetivo.
A veces me admiro cuando pienso en lo importante que es auto imponerse objetivos tales y ponerse a caminar hacia ellos.
Mamá lo hizo. Y toda la familia la acompañó. ¡Como olvidarme que, mientras lavaba los platos, dejó de recitar poesías, contarnos historias, cantar tangos o las canciones españolas de la abuela Casilda –su mamá, que nunca conocí- y comenzó a recitar… lecciones! Como olvidarme la repetición de conceptos, definiciones, el ensayo de exposiciones orales… o cuando practicaba aplicar inyecciones utilizando naranjas…
Carlitos y yo nos repartimos –como parte del aporte- algunas tareas hogareñas. La limpieza –barrido, baldeo y secado- del patio, el arreglar –implicaba hacer las camas, barrer, etc.- nuestra pieza; el secar los platos y acomodarlos y algunas otras que ya no recuerdo. Esa era nuestra humilde colaboración al enorme esfuerzo que encaró Mamá.
Pienso –hoy y a la distancia- del enorme ejemplo que nos dio con su actitud.
Recuerdo verla regresar de sus viajes en tren a Buenos Aires, en días destemplados de invierno. La veo llegando a casa, con sus apuntes bajo el brazo, su tez completamente blanca, helada y tiritando de frío.
Mamá logró su objetivo.
En poco tiempo se montó el consultorio en casa, comenzó a trabajar (por suerte muy bien) y gracias a todo ese sacrificio, nuestra vida –económicamente hablando- comenzó a mejorar.
Además, sumó otro servicio al barrio entero. Por ejemplo con la aplicación de inyecciones y cuántas cosas mas, que Mamá hacía desinteresadamente (es decir gratis) para todo el barrio, en función de todo lo que había aprendido y con el solo afán de ayudar a los vecinos.
Me acuerdo que yo –tenía unos 6 o 7 años- le hacía de “secretario”, ya que recibía a las pacientes que llegaban a casa para atenderse (casi todas mujeres). Tocaban el timbre y a mi me correspondía abrir la puerta y acomodarlas en la sala de espera.
Cada una me reportaba 10 centavos (según la comisión determinada por Mamá), que yo anotaba puntillosamente en unos papeles viejos. Al término del día hacía la suma y mamá me pagaba.
Nunca dejaba de cumplir lo prometido.
Esa plata la guardaba celosamente.
¡Cuántas veces la pelota de la barrita de calle 48 se compró con el pozo que se iba formando..!
¡Si hasta Carlitos –casi adolescente- me pedía plata prestada..!
Aquí, la imaginación, transformada en inferencia, fue un objetivo de vida, un anhelo que, con gran esfuerzo y sacrificio, se hizo realidad.
No son pocas las veces que mientras le digo a nuestros hijos “Nada bueno se consigue sin sacrificio”  veo la borrosa imagen de Mamá lavando los platos, con sus manos llenas de detergente, repitiendo sus lecciones.
Dicen que Einstein decía “Si lo puedes imaginar, lo puedes lograr”. Mamá nos lo demostró.
Fantasía es otra cosa.
Es lo que va mas allá de lo real.
Arranca de lo totalmente imaginario (Guillermito Quijano aseguraba, sin ponerse colorado, que desde Lezama –de allá era su familia- se podía ver la línea que dividía entre el día y la noche… y lo peor es que –en algún momento- nosotros hasta llegamos a creer que era cierto…). La Fantasía no tiene límites por delante.
En la edad que teníamos entonces, la Fantasía se hacía presente a cada paso.
Cuando creíamos que tendríamos un hermanito, porque enviábamos un “telegrama" –con tal pedido- por el hilo del barrilete…
En realidad, era un papelito al que le hacíamos un agujerito en el medio, con un mensaje escrito que colocábamos en el hilo del barrilete y el viento hacía que fuera subiendo… La idea es que eso llegaba al Cielo… llegaba a Dios y se haría realidad…
Cuando los bebes venían de París, los traía la cigüeña o aparecían debajo de un repollo.
Cuando, en pleno partido de la tarde metíamos un gol, en aquella rambla casi sin pasto de la calle 19 e imaginábamos a toda una tribuna vibrando con el grito de gol y coreando nuestro nombre…
Fantasía era el mundo que nos reunía todos los días a las 6 de la tarde cuando –yo en el taller de Papá- me pegaba a la radio para escuchar a Tarzán (Toddy mediante)… o cuando escuchábamos “El León de Francia” y nos remontábamos ya sea a la jungla –de la mano del profesor Filander, Juana o Tarzanito- o a la antigua Francia, entre espadachines y cortesanas…
Fantasía era cuando jugábamos al policía y al ladrón (siempre me pregunté porque todos queríamos ser ladrones y nadie policía), a los vaqueros y los indios…
Cuando juntábamos, en un ejercicio colectivo, pasto y alimento para los camellos de los Reyes Magos…
Cuando imaginábamos que íbamos de pesca, cuando en realidad recogíamos renacuajos en los desagües de las zanjas de la –por entonces todavía de tierra- calle 22…
Pero hubo un día que todo cambió.
No me acuerdo efectivamente cuando fue.
Pero si recuerdo como y donde sucedió.
Un día, como cualquier otro, se levantó una extraña torre por encima de la casa de Emilito Fraqueli. Sí, al lado de lo de Jorgito Calderón.
No entendíamos demasiado que pasaba, hasta que esa misma tarde, su mamá (no recuerdo –desgraciadamente- su nombre, creo que era Eve, pero no estoy seguro) que era un encanto de mujer, invitó a todos los chicos del barrio a tomar la merienda en su casa.
La cita era a las cinco de la tarde.
En la puerta nos fuimos juntando y cuando estábamos todos, tocamos el timbre… y entramos.
¡Allí apareció...! ¡Allí lo vimos por primera vez…! ¡Un televisor...!
¡El primer televisor del barrio...!
Ver películas no era ningún mérito, pero significaba ir hasta el Centro Cultural General San Martín (en la esquina de 22 y 53) y presenciar las aventuras de Tom Mix (que recuerdo que podía hacer vueltas carnero, sobre un abismo, montado en su caballo) algunos fines de semana. Con sorteo incluido (con una suerte impensada, varias veces volví a casa con algún regalito). O ir al Cine Cervantes...
¡Pero tener un cine en casa, era como un sueño hecho realidad!
Así, vimos –por primera vez- en la casa de Emilito, al Cisco Kid.
Creo que es un recuerdo imborrable. Toda una tribuna de chiquilines, en total silencio y presenciando aquellas imágenes borrosas y en blanco y negro.
De a ratos, había aplausos, gritos de alegría o de desaprobación.
Los Fraqueli eran una familia maravillosa amante de los chicos y tremendamente generosa.  El papá pintor y la mamá ama de casa. Tenían un hijo único: Emilito.
Su pequeña familia, de pronto se multiplicó y multiplicó.
Pero, para ellos no era sino una alegría (o por lo menos, así lo demostraban). Al punto tal que casi se hizo una costumbre el ir –por las tardes- a su casa a ver aquel fantástico (aquí sí cabe, si me permiten, esa palabra) espectáculo (merienda incluida).
No sé por cuánto tiempo.
No sé cuando apareció el segundo o tercer televisor… y la costumbre se fue diluyendo.
Creo que en cada uno de todos los chicos se iba alimentando el enorme deseo de poder contar con aquella maravilla en casa.
Ya no alcanzaba escuchar la radio e imaginar las escenas de lo que escuchábamos.
Ya era poca la lectura de los libros de la biblioteca Billiken, de Sandokan, Tarzán. Tom Sawyer o el Conde de Montecristo.
Me acuerdo que se comentaba en casa que nuestra “prima” Laurita (hija del “tío” Koszarek, abogado de dinero y hombre económicamente fuerte de la familia de Papá), presionaba a su padre diciéndole que escuchaba la radio, mirando la heladera. Así imaginaba tener un televisor.
No fue explosivo, pero poco a poco, los techos de aquel barrio fueron siendo tierra fértil para la paulatina siembra y el florecimiento de un sinnúmero de antenas de televisión.
De pronto se convirtió en el sueño de todos.
Solo se hablaba de eso. De aquel programa que tal o cual había visto en tal o cual casa.
De lo que pasaría en el próximo episodio.
Una ilusión y un entusiasmo que ganó a todos.
Por supuesto que, nosotros, ni imaginábamos que tal cosa pudiera ocurrir en casa.
Siempre se gastaba solo en lo necesario.
El tiempo pasó y como que estábamos hechos a la idea.
Pero, nos equivocamos.
Ocurrió.
Me acuerdo que estaba en quinto grado.
Volvía caminando de la escuela cerca del mediodía y ante mi total asombro, cuando apenas dí vuelta la esquina de la calle 19, ví a un par de hombres subidos en el techo de casa.
A medida que me acercaba iba pudiendo ver mejor.
No lo podía creer.
Hierros, riendas, clavijas…
¡Que alegría!
¡Estaban instalando una antena de televisión...!
Me parecía, algo fantástico, así como tocar el cielo con las manos…
Como llegar a la luna…
¡Teníamos televisor...!
Podíamos ver las series, los programas cómicos, los musicales…
Pero el cambio fue mayor.
Poco a poco comenzamos a dosificar nuestra presencia en la rambla.
“Ahora empieza tal programa” o “tengo que hacer los deberes ahora, porque después viene… y no me lo quiero perder”. 
El fútbol solo fue quedando para los sábados, pronto nos olvidamos de las figuritas o las bolitas…
Solo las siestas nos reunían durante el verano.
Las tardes del barrio –durante la semana- se fueron transformando en un despoblado.
Así fuimos matando aquel encuentro permanente y diario.
Así nos fuimos disgregando.
Así fue como –en el barrio de la esquina de 19 y 48- día a día y poco a poco, se comenzó a morir la Fantasía.

Este cuento está incluído en el material del libro “Diez pasos de pantalones Cortos”, editado en marzo de 2010.

1 comentario: