viernes, 26 de septiembre de 2014

MEMORIA

¿Me animo?

No se si estas pequeñas historias, vivencias o –como me gusta decirles a mi- “cuentitos” son ciertas o no. Son –al menos- como me parece recordarlas. Como aquella compañera de la que alguna vez renegué (la Memoria), los trae hoy entre un cúmulo de recuerdos, así se los cuento.
¿Por qué renegué de la Memoria?
Cuando por la militancia política que tuve en la Juventud Peronista, nos fuimos (huimos), a vivir a Concepción del Uruguay comenzaba una caza de brujas tremenda en casi toda la Argentina.
 Si bien, todavía no habían llegado los militares,  la siniestra organización que se autodenominaba la triple A, ya cometía atroces asesinatos.
Amigos, parientes políticos desaparecieron bajo sus balas.
El miedo y la lucha por sobrevivir, nos hicieron recalar en la ciudad entrerriana y nos pudimos cobijar bajo la protección de mis generosos suegros.
La modorra de aquella histórica población a la vera del Río Uruguay, fue el lugar que nos recibió con los brazos abiertos, nos dio todo, tranquilidad, paz, trabajo, allí nacieron otros tres hijos... en fin…  todo.
Si bien amo a La Plata que me vio nacer, mi lugar en el mundo es aquí, en las orillas del río de los pájaros… donde tanta gente nos tendió su mano amigable y desinteresada, donde construimos nuestra vida.
Allí comenzamos una nueva historia. Pero sustancialmente distinta.
Claro que, por aquellos años (casi a mediados de la década del 70), quise perder la Memoria.  Entonces decidí hacerlo.
En un ejercicio estudiado, pensado, querido, fui olvidando caras, situaciones, lugares, vivencias de mi vida pasada… pero (sobre todo) personas. Amigos. Compañeros. Vecinos. Tíos. Primos. Parientes. Nombres. Direcciones.
El hecho de caer atrapado por  las patotas o bandas (que fueron policiales o militares o “paras”) no solo hacía temer por la vida propia, de la familia, sino también por el hecho de mencionar nombres. Solo eso, podía costarle la vida a cualquiera que uno pudiera mencionar. Recordar, era extremendamente peligroso. Entonces, había que olvidarlo todo.
Por momentos, lo que habíamos vivido en cuanto a terror y violencia en La Plata, era tan diferente a lo que –al menos así nos parecía a nosotros- se respiraba en la tranquila ciudad siestera de Entre Ríos.
Pero quedaron muchas cosas en el camino.
Mas allá de los puntales que eran Mamá y Papá, también otros afectos, parientes, vecinos, amigos, en fin… muchas, muchas. Demasiadas.
Así que –por ejemplo- el ejercicio natural, campechano de reunirse con amigos de la infancia, excompañeros, y recordar anécdotas, repasar cosas, reírnos juntos; en fin, de todo lo vivido –al menos para mí- fue siempre un imposible.
Nunca tuve un ambiente cálido, donde compartir experiencias con quienes las vivimos juntos. El ambiente era otro. Distinto. Difícil. Peligroso.
No solo no tenía con quien recordar. No quería recordar. Era algo no deseado. No querido. Perder la memoria era mi mas ansiado anhelo.
Cuando en diferentes reuniones se hablaba de la niñez, adolescencia o de aquella primera la juventud o de los años escolares, las experiencias estudiantiles; yo callaba. No estaba. Solo escuchaba.
Jamás hablaba del pasado. Mi pasado no existía.
Durante mucho, mucho tiempo tuve miedo de volver a La Plata.
Durante la Dictadura Militar se había convertido en un verdadero escenario trágico. Solo lo hicimos ante la muerte de Papá y corriendo grandes riesgos.
El hecho de circular por una ruta nos ponía en una situación de total indefensión. Que pidieran documentos, que alguien asociara, sospechara o recordara nombre y militancia, hacía que tratáramos –por todos los medios- de no viajar.
¡Cuánto costó aquel ejercicio...! ¡Cuanto dolió...! ¡Pero cuanto deseo para lograrlo…!
Recuerdo que comenzaba las cartas con “Uruguay” y la fecha. Mamá las guardaba sin sobre, así que –por lo menos- si alguno las encontraba pensaría –en primera instancia- que estaba en la República Oriental.
No hablar, no recordar.
Vivir sin pasado.
Fueron años en que este tremendo ejercicio fue practicado minuto a minuto, situación tras situación, en forma  sistemática y jamás olvidado por ese motor que lo impulsaba: el miedo.
Recién cuando después de la derrota de Malvinas, se retornó a la democracia se fueron empezando a ahuyentar –muy de a poco- los temores, los fantasmas siniestros;  pero ya era tarde para recuperar todo lo perdido.
Aun así, durante mucho, mucho tiempo tuve miedo de volver a La Plata. Los recuerdos de la muerte de tantos y tantos compañeros, amigos y conocidos me abrumaban.
Lo que mas ayudó, fue la presencia de Mamá –todavía viva y en La Plata- y después de su partida, que nuestros hijos comenzaran a estudiar en la Universidad de aquella, mi perdida ciudad.
Así, poco a poco me fui reencontrado.
El miedo fue reemplazado –muy lenta y progresivamente- por una nostalgia enorme y un cariño desmesurado por lo que allí había quedado abandonado. Lo que había sobrevivido.
Quizás esta pequeña introducción sirva para comprender algunos de los relatos que compartiré luego.
Recuperar. Reconstruir. Retornar. Amar. Recordar.
El esfuerzo hoy, es totalmente inverso.
Tal vez por eso, y porque la vida es como es, vuelven a mi mente, como fugaces recuerdos hechos, situaciones, experiencias, sensaciones,  que no se si fueron tal como me aparecen, como se  presentan ante mí o son parte de mi imaginación. Solo una ficción que genera mi mente. Una mentira que el tiempo convirtió en verdad. O una mezcla de ambas. 
No son pocas las veces que confundo las cosas (y no es –al menos asi lo creo- un problema de salud mental).
“Los recuerdos suelen contarnos mentiras”, cantó alguna vez Joan Manuel Serrat. Agrandan, estiran, acortan, ocultan, disfrazan…
Nombres, situaciones, hechos, vividos y no vividos, reales o imaginados, toman una forma y una dimensión especial. Rara. Profunda. Particular. A veces desgarradora. A veces alegre, otras triste. Las mas nostálgicas.
De una u otra forma, estos “cuentitos” no pretenden ser una recopilación histórica. No son historia. No podrían serlo. Son lo que –hasta ahora- pude reunir de mis recuerdos. Como un imposible rompecabezas donde las piezas no terminan nunca de encajar. Donde faltan o sobran algunas. Un rompecabezas que jamás podré terminar de armar. Son mis fantasías.
¿Ahora? ¿Porque ahora? Tal vez por la edad, por la aparición de mis primeros nietos, no sé… en realidad porque… pero aparecen ahora y no antes.
Quien sabe la necesidad de contar, de recordar,  me ayude a recuperar a aquella antes repudiada Memoria o, quizás sea una trampa de ella misma, que ha resucitado en mí y vuelve para vengarse.
Tal vez por ese deseo de sobrevivir a través de las generaciones que nos suceden…
De compartir, de hacer saber, al menos con quienes tenemos cerca, a quien les podamos importar o se puedan interesar, por aquel mundo que vivimos y que hoy no existe mas. Que se desvaneció. Que parece tan lejano. Que no se si alguna vez existió.

Rodolfo O. Negri – 28 de abril de 2009

Esta es la introducción a los cuentos incluídos en el material del libro “Diez pasos de pantalones Cortos”, editado en marzo de 2010.

jueves, 18 de septiembre de 2014

FANTASÍA



Siempre pensé que la imaginación es un ejercicio que nos permite escapar de nuestra realidad. A veces sirve para dar solución a necesidades, deseos o preferencias. Las soluciones pueden ser más o menos realistas.
Si es perfectamente realizable, posible, alcanzable se transforma en lo que siempre creí que era una inferencia (tal vez esté equivocado y no quiero ni deseo poner en tela de una discusión de lógica el asunto, ya que –para el caso- el tema es menor); si no lo es –para mi humilde punto de vista-, entonces es una fantasía.
Imaginación y Fantasía, son dos términos que tienen mucho que ver no solo con los cuentitos que afloran de los años de mi niñez, sino con el desarrollo de toda mi vida.
En realidad, de la vida de todos.
Pero, lo que deseo es volver sobre aquellas épocas, a la luz de estos dos conceptos.
Se me ocurre como ejemplo de imaginación en términos de inferencia una situación de entonces. Cuando por aquellos años de fines de la década del 50, en la casita de la calle 48, hacían falta un montón de cosas.
En principio agrandarla (Carlitos -mi hermano- y yo éramos cada vez mas grandes) y darle una comodidad mínima a nuestras necesidades de espacio se imponía como imprescindible.
Poco era lo que había podido ahorrar la familia (se llegaba con lo justo), pero Mamá y Papá imaginaron un camino para mejorar (tuvieron una inferencia, si es que no me pierdo con el concepto). Ese poco dinero serviría para que Mamá avance en su preparación escolar (tenía que hacer todo el Ciclo Básico del secundario).
Después se anotaría en un curso de Auxiliares Técnicos (en realidad Médicos). Este se dictaba en la Universidad de Buenos Aires (lo que significaba viajar todas las semanas de La Plata a Buenos Aires y eso no era poco costo), para terminar con el título de Pedicura (hoy le dicen Podólogo).
No recuerdo si a lo largo de dos o tres años, Mamá lograría una profesión independiente y comenzaría a aportar al gasto de la familia, mas allá de su trabajo de todos los días.
Así, los pocos ahorros sumados a la enorme inteligencia, el talento, las ganas (las enormes ganas, las tremendas ganas…) y el tesón de su sangre asturiana, después de un tenaz estudio y sacrificio, hicieron que Mamá lograra el objetivo.
A veces me admiro cuando pienso en lo importante que es auto imponerse objetivos tales y ponerse a caminar hacia ellos.
Mamá lo hizo. Y toda la familia la acompañó. ¡Como olvidarme que, mientras lavaba los platos, dejó de recitar poesías, contarnos historias, cantar tangos o las canciones españolas de la abuela Casilda –su mamá, que nunca conocí- y comenzó a recitar… lecciones! Como olvidarme la repetición de conceptos, definiciones, el ensayo de exposiciones orales… o cuando practicaba aplicar inyecciones utilizando naranjas…
Carlitos y yo nos repartimos –como parte del aporte- algunas tareas hogareñas. La limpieza –barrido, baldeo y secado- del patio, el arreglar –implicaba hacer las camas, barrer, etc.- nuestra pieza; el secar los platos y acomodarlos y algunas otras que ya no recuerdo. Esa era nuestra humilde colaboración al enorme esfuerzo que encaró Mamá.
Pienso –hoy y a la distancia- del enorme ejemplo que nos dio con su actitud.
Recuerdo verla regresar de sus viajes en tren a Buenos Aires, en días destemplados de invierno. La veo llegando a casa, con sus apuntes bajo el brazo, su tez completamente blanca, helada y tiritando de frío.
Mamá logró su objetivo.
En poco tiempo se montó el consultorio en casa, comenzó a trabajar (por suerte muy bien) y gracias a todo ese sacrificio, nuestra vida –económicamente hablando- comenzó a mejorar.
Además, sumó otro servicio al barrio entero. Por ejemplo con la aplicación de inyecciones y cuántas cosas mas, que Mamá hacía desinteresadamente (es decir gratis) para todo el barrio, en función de todo lo que había aprendido y con el solo afán de ayudar a los vecinos.
Me acuerdo que yo –tenía unos 6 o 7 años- le hacía de “secretario”, ya que recibía a las pacientes que llegaban a casa para atenderse (casi todas mujeres). Tocaban el timbre y a mi me correspondía abrir la puerta y acomodarlas en la sala de espera.
Cada una me reportaba 10 centavos (según la comisión determinada por Mamá), que yo anotaba puntillosamente en unos papeles viejos. Al término del día hacía la suma y mamá me pagaba.
Nunca dejaba de cumplir lo prometido.
Esa plata la guardaba celosamente.
¡Cuántas veces la pelota de la barrita de calle 48 se compró con el pozo que se iba formando..!
¡Si hasta Carlitos –casi adolescente- me pedía plata prestada..!
Aquí, la imaginación, transformada en inferencia, fue un objetivo de vida, un anhelo que, con gran esfuerzo y sacrificio, se hizo realidad.
No son pocas las veces que mientras le digo a nuestros hijos “Nada bueno se consigue sin sacrificio”  veo la borrosa imagen de Mamá lavando los platos, con sus manos llenas de detergente, repitiendo sus lecciones.
Dicen que Einstein decía “Si lo puedes imaginar, lo puedes lograr”. Mamá nos lo demostró.
Fantasía es otra cosa.
Es lo que va mas allá de lo real.
Arranca de lo totalmente imaginario (Guillermito Quijano aseguraba, sin ponerse colorado, que desde Lezama –de allá era su familia- se podía ver la línea que dividía entre el día y la noche… y lo peor es que –en algún momento- nosotros hasta llegamos a creer que era cierto…). La Fantasía no tiene límites por delante.
En la edad que teníamos entonces, la Fantasía se hacía presente a cada paso.
Cuando creíamos que tendríamos un hermanito, porque enviábamos un “telegrama" –con tal pedido- por el hilo del barrilete…
En realidad, era un papelito al que le hacíamos un agujerito en el medio, con un mensaje escrito que colocábamos en el hilo del barrilete y el viento hacía que fuera subiendo… La idea es que eso llegaba al Cielo… llegaba a Dios y se haría realidad…
Cuando los bebes venían de París, los traía la cigüeña o aparecían debajo de un repollo.
Cuando, en pleno partido de la tarde metíamos un gol, en aquella rambla casi sin pasto de la calle 19 e imaginábamos a toda una tribuna vibrando con el grito de gol y coreando nuestro nombre…
Fantasía era el mundo que nos reunía todos los días a las 6 de la tarde cuando –yo en el taller de Papá- me pegaba a la radio para escuchar a Tarzán (Toddy mediante)… o cuando escuchábamos “El León de Francia” y nos remontábamos ya sea a la jungla –de la mano del profesor Filander, Juana o Tarzanito- o a la antigua Francia, entre espadachines y cortesanas…
Fantasía era cuando jugábamos al policía y al ladrón (siempre me pregunté porque todos queríamos ser ladrones y nadie policía), a los vaqueros y los indios…
Cuando juntábamos, en un ejercicio colectivo, pasto y alimento para los camellos de los Reyes Magos…
Cuando imaginábamos que íbamos de pesca, cuando en realidad recogíamos renacuajos en los desagües de las zanjas de la –por entonces todavía de tierra- calle 22…
Pero hubo un día que todo cambió.
No me acuerdo efectivamente cuando fue.
Pero si recuerdo como y donde sucedió.
Un día, como cualquier otro, se levantó una extraña torre por encima de la casa de Emilito Fraqueli. Sí, al lado de lo de Jorgito Calderón.
No entendíamos demasiado que pasaba, hasta que esa misma tarde, su mamá (no recuerdo –desgraciadamente- su nombre, creo que era Eve, pero no estoy seguro) que era un encanto de mujer, invitó a todos los chicos del barrio a tomar la merienda en su casa.
La cita era a las cinco de la tarde.
En la puerta nos fuimos juntando y cuando estábamos todos, tocamos el timbre… y entramos.
¡Allí apareció...! ¡Allí lo vimos por primera vez…! ¡Un televisor...!
¡El primer televisor del barrio...!
Ver películas no era ningún mérito, pero significaba ir hasta el Centro Cultural General San Martín (en la esquina de 22 y 53) y presenciar las aventuras de Tom Mix (que recuerdo que podía hacer vueltas carnero, sobre un abismo, montado en su caballo) algunos fines de semana. Con sorteo incluido (con una suerte impensada, varias veces volví a casa con algún regalito). O ir al Cine Cervantes...
¡Pero tener un cine en casa, era como un sueño hecho realidad!
Así, vimos –por primera vez- en la casa de Emilito, al Cisco Kid.
Creo que es un recuerdo imborrable. Toda una tribuna de chiquilines, en total silencio y presenciando aquellas imágenes borrosas y en blanco y negro.
De a ratos, había aplausos, gritos de alegría o de desaprobación.
Los Fraqueli eran una familia maravillosa amante de los chicos y tremendamente generosa.  El papá pintor y la mamá ama de casa. Tenían un hijo único: Emilito.
Su pequeña familia, de pronto se multiplicó y multiplicó.
Pero, para ellos no era sino una alegría (o por lo menos, así lo demostraban). Al punto tal que casi se hizo una costumbre el ir –por las tardes- a su casa a ver aquel fantástico (aquí sí cabe, si me permiten, esa palabra) espectáculo (merienda incluida).
No sé por cuánto tiempo.
No sé cuando apareció el segundo o tercer televisor… y la costumbre se fue diluyendo.
Creo que en cada uno de todos los chicos se iba alimentando el enorme deseo de poder contar con aquella maravilla en casa.
Ya no alcanzaba escuchar la radio e imaginar las escenas de lo que escuchábamos.
Ya era poca la lectura de los libros de la biblioteca Billiken, de Sandokan, Tarzán. Tom Sawyer o el Conde de Montecristo.
Me acuerdo que se comentaba en casa que nuestra “prima” Laurita (hija del “tío” Koszarek, abogado de dinero y hombre económicamente fuerte de la familia de Papá), presionaba a su padre diciéndole que escuchaba la radio, mirando la heladera. Así imaginaba tener un televisor.
No fue explosivo, pero poco a poco, los techos de aquel barrio fueron siendo tierra fértil para la paulatina siembra y el florecimiento de un sinnúmero de antenas de televisión.
De pronto se convirtió en el sueño de todos.
Solo se hablaba de eso. De aquel programa que tal o cual había visto en tal o cual casa.
De lo que pasaría en el próximo episodio.
Una ilusión y un entusiasmo que ganó a todos.
Por supuesto que, nosotros, ni imaginábamos que tal cosa pudiera ocurrir en casa.
Siempre se gastaba solo en lo necesario.
El tiempo pasó y como que estábamos hechos a la idea.
Pero, nos equivocamos.
Ocurrió.
Me acuerdo que estaba en quinto grado.
Volvía caminando de la escuela cerca del mediodía y ante mi total asombro, cuando apenas dí vuelta la esquina de la calle 19, ví a un par de hombres subidos en el techo de casa.
A medida que me acercaba iba pudiendo ver mejor.
No lo podía creer.
Hierros, riendas, clavijas…
¡Que alegría!
¡Estaban instalando una antena de televisión...!
Me parecía, algo fantástico, así como tocar el cielo con las manos…
Como llegar a la luna…
¡Teníamos televisor...!
Podíamos ver las series, los programas cómicos, los musicales…
Pero el cambio fue mayor.
Poco a poco comenzamos a dosificar nuestra presencia en la rambla.
“Ahora empieza tal programa” o “tengo que hacer los deberes ahora, porque después viene… y no me lo quiero perder”. 
El fútbol solo fue quedando para los sábados, pronto nos olvidamos de las figuritas o las bolitas…
Solo las siestas nos reunían durante el verano.
Las tardes del barrio –durante la semana- se fueron transformando en un despoblado.
Así fuimos matando aquel encuentro permanente y diario.
Así nos fuimos disgregando.
Así fue como –en el barrio de la esquina de 19 y 48- día a día y poco a poco, se comenzó a morir la Fantasía.

Este cuento está incluído en el material del libro “Diez pasos de pantalones Cortos”, editado en marzo de 2010.

jueves, 11 de septiembre de 2014

FASEBUC


¡Otro correo mas invitándome al fasebuc...! Y este es de mi amigo Tato. ¿Qué hago? Nunca quise entrar en el fasebuc. No es para mí. Estoy convencido de que aísla a la gente y forma agrupaciones de personas que piensan igual, que uniforman, que segmentan y eso no es positivo. Tenemos que aprender a vivir en sociedad, compartiendo con quienes no piensan igual. Tolerándonos, respetándonos. Aunque no compartamos un montón de cosas. Este tipo de mecanismos aíslan al ser humano y van en contra del contacto que lleva al afecto y la afinidad del conocimiento personal, de la emoción de encontrarse, del mirarse a los ojos...
Se ve que Tato no piensa así. ¿Qué le digo? Comienzo a teclear mi respuesta.
Aquí voy: «Mi Querido Tato: No tenía ni la mas pálida intención de anotarme en fasebuc. Pero me llegó tu invitación y me pareció que era muy jodido el no aceptarte (y encima aparecer en el odioso papel de estar rechazando a un amigo que está lejos). Te cuento que intenté dos o tres veces meterme, pero sin participar. No pude. La última vez, la pantalla me iba llevando. No quería darle mayor información (no me gusta eso de compartir datos personales con una máquina, que no sabes a quien se los va a dar y como los va a utilizar). Hay cuestiones que no se exponen a un universo desconocido, dejando al aire –como me enteré que hacen algunos- alegrías, fotos, pero también miserias, problemas, temas íntimos y demás.
No sé. Capaz estoy haciendo un bardo (como dicen los gurises ahora).
Tampoco quiero cuestionarte ni nada que se le parezca. Porque mas allá de que esté convencido, no soy «el dueño de la verdad».
Pero te sigo contando: Me dejé llevar, para tratando de contestar la menor cantidad de preguntas posibles. Avancé con desconfianza, hasta que en un momento me pareció que me había metido demasiado ¿que hice? Apague la máquina. Pensé: zafé. Dejé pasar unos minutos y la volví a encender.
¿Qué pasó? Me encontré con otro mensaje del fasebuc. Casi aterrorizado, me dije «los grandes problemas se resuelven con acciones valientes»: desenchufé el aparato. Pero era tarde (cosa de la que fui conciente mas tarde). Sin que me diera cuenta, se desencadenó un maléfico mecanismo que tomó todas las direcciones de mi libreta de correos y les comenzó a mandar pedidos –a mi nombre- para que sean «mis» amigos. ¡Hasta Carlitos (mi hermano) me llamó por teléfono para decirme si estaba loco como para mandarle un correo preguntándole si quería ser su amigo...!
Con los días comenzaron a aparecer otros mensajes similares al fasebuc de un tal Sónico y otros de un desconocido Hi5 (que imagino parientes del fasebuc). Ahora vivo recibiendo correos electrónicos de conocidos y desconocidos que me invitan a ser sus amigos ingresando a estos engendros.
¡Para colmo veo en el diario que hasta Obama tiene cuenta! En fin... Yo no quiero participar. No me gusta. No me convence. ¿Porque no seguimos utilizando los correos electrónicos que, como las viejas cartas, sirven para expresar mejor las cosas, los sentimientos y se los podes mandar solo a quien querés? En fin, mi querido amigo Tato, me gustaría saber un montón de cosas, como está tu nueva vida, como es el pueblo, la comunidad, tu nueva capilla y demás. Me gustaría que nos vengas a visitar. Podemos compartir un asadito con los muchachos, como antes. Pero que quede entre nosotros y no en el fasebuc. Espero que no dejes de escribirme. Un fuerte abrazo. Cordialmente. Rodo»

Este cuento esta incluído en el material del libro “De aquí, de allá y de mi abuelo también (y va con yapa)”, editado en diciembre de 2011.

jueves, 4 de septiembre de 2014

INCOMPARABLE

La cuestión comenzó hace un par de semanas. Se encontraron caminando por el boulevard Oroño, casi frente al Consulado Italiano.
-      Te andaba buscando, te necesito… le dijo
-      No se para que será, pero te debo tantos favores que será difícil decirte que no.
-      Contaba con eso. Me tenés que hacer la gamba en un evento en el que se necesitan artistas y lo más parecido a un artista que conozco sos vos.
-      ¿?
-      Además tenés imaginación y sos caradura, sé que vas a salir airoso del paso…
-      Pero…
-      Pero nada, vos mismo lo dijiste me lo debes y por otro lado no puedo recurrir a nadie y estoy metido en el tema hasta las orejas… no me dejes en banda…  por favor… además –te cuento- es una cena, donde vos te podes hacer olímpicamente el boludo cerrando la boca todo el tiempo, dedicándote solo a comer los manjares que seguramente servirán y a tomar buen vino. No está mal ¿no es cierto?
-      Está bien. Contá conmigo, pero con esto quedamos a mano, le respondió.
Días después llegó el momento. El lugar era de lo más paquete. Un salón primorosamente adornado,  donde había una mesa  grande que nucleaba a todos los intelectuales de aquel barrio rosarino. Los había de todas las disciplinas: Pintores, escritores, escultores, músicos, filósofos. El O.R.T.O. (Organización Rosarina para el Tratamiento de la Osteoporosis) los había convocado para que vistan la cena destinada a recaudar fondos. Estaban todos y allí, entre ellos, lo ubicaron.  Eran el número vivo, el verdadero centro de aquella velada. A su alrededor una enorme cantidad de cholulo-colaboradores, los observaban. 
Entre los artistas, las damas lucían lujosos vestidos y los caballeros vestían casi todos costosos trajes, y digo casi todos, porque él no cumplía con ninguna de las reglas de la etiqueta. Realmente no tenía nada que ver con quienes estaban a su lado. No era ni un artista, ni importante, ni meritorio, ni conocido, ni reconocido, apenas si parecía gracioso contando algún chiste o cuento de vez en cuando y bueh… en lo que hace a la vestimenta, parecía el pordiosero de la mesa. No obstante, al comienzo  –para su tranquilidad- su presencia parecía pasar desapercibido.  Asumió un perfil decididamente bajo tomando muy en cuenta el consejo de su amigo pero –además- la realidad  del entorno que parecía “ponerlo en su lugar” invisibilizando su presencia.
El plato fuerte era la conversación de aquellos destacados invitados.
La cena transcurrió en medio de una despiadada lucha de egos, donde cada uno quería prolongar  SU momento para contar SUS méritos y SUS logros obtenidos a lo largo de SU carrera, regodearse con premios obtenidos, pero –por sobre todo- destacarse por encima del resto. Era una lucha encarnizada de vanidades.
De a ratos le parecía advertir miradas sobradoras e incluso despectivas, pero él se hacía olímpicamente el sota. Así, todos fueron contando sus éxitos (nadie habla de los fracasos); mientras él miraba el reloj rogándole a Dios que las agujas  apresuraran el paso y le permitieran, después de comer, escabullirse de aquel lugar lo más rápido posible. Cumplía el compromiso y se iba con el estómago lleno. Pero no tuvo suerte. Así como aquel destino inexorable que todos tenemos, también le llegó el turno, que no buscaba, que no quería, pero le tocaba. Solo por el orden lógico de cómo estaban sentados. Parecían dispuestos a escucharlo y se hizo un silencio. Un gran silencio. Un enorme silencio que imaginó como una pesa inmensa que le caía sobre la cabeza. Sus ojos no hacían otra cosa que mirar para ver si encontraba alguna forma de escapar, pero no, era imposible.
De pronto un señor que había deleitado a la audiencia haciéndola soportar estoicamente un pesado y espantoso monólogo, al que tuvieron que cortar para que no continúe, le dijo algo impaciente:
-      Es su turno…
No abrió la boca y se hizo el desentendido, mientras miraba –como meditando- el tenedor con el que jugaba haciéndolo girar en la mano derecha.
-      Disculpe, pero ¿Ud. a que se dedica?, insistió su compañero de mesa.
No se atrevió a responder y se quedó callado  mirando a su interlocutor, que volvió a la carga, increpándolo.
-      ¿Qué es lo que sabe hacer hombre?
Entonces entendió que no podía resistir más y allí se le ocurrió, respiró profundamente e improvisó.
-      Magia, dijo. Yo sé hacer magia…
Todos se quedaron mirándolo y esperando algo más…
Como interpretando al auditorio, se fue parando muy despacio, parsimoniosamente y abriendo los brazos de manera ampulosa, expresó:
-      Supongo que no querrán que les haga algún truco porque el encuentro se ha hecho largo y no quiero abusar de Uds. Muchas gracias por su presencia, dijo mientras volvía a sentarse.
Rogaba para que todo quede así y de esa forma zafar lo embarazoso de la situación; pero –al contrario- se comenzaron a escuchar voces que le pedían, que lo animaban a realizar alguna prueba, algún truco…
Insistió preguntando:
-      ¿Entonces, están dispuestos?
Primero el asentimiento y luego un silencio expectante.
Tragó saliva y comenzó a levantarse nuevamente en forma lenta y ya decidido a encarar lo inevitable. La mente le funcionaba a mil por hora, buscaba y buscaba algo para hacer. Entonces continuó:
-      Bueno, para que todos puedan ver adecuadamente la prueba, me voy a alejar unos metros de la mesa.
Todos los presentes comenzaron a moverse tratando de encontrar un lugar propicio para poder ver el acto y satisfacer así su curiosidad.
Aquel fue el momento de la iluminación, cuando sacó el conejo de la galera. Dios aprieta pero no ahorca, pensó. Entonces exclamó:
-      Esto es una prueba pero también un reto.
Se hizo un incrédulo silencio y él miró al auditorio, mientras preguntó con voz fuerte y clara:
-      ¿A que nadie puede morderse el culo?
Lo miraron con sorpresa y asombro, entonces volvió a repetir desafiante:
-      Repito, de todos ustedes ¿Quién es capaz de morderse el culo?
La cara de desaprobación era el gesto más difundido entre los presentes, sin embargo las expresiones no dejaban de tener un cierto grado de interrogante.
-      Aquí viene entonces la prueba,  dijo. A la una, a las dos y a las…  treeeeees… y en un rápido movimiento, dio media vuelta y se bajó los pantalones a la vez que se sacaba la dentadura postiza de la boca y realizaba la operación de morderse el trasero.
La respuesta fue la mirada asombrada y horrorizada de todos que no atinaron más que expresar su desagrado, mientras se empezaban a levantar y a retirarse del lugar. Los organizadores dirigían sus ojos fulminantes con reprobación e incredulidad.
Entonces, procedió a levantarse los pantalones y después de colocar la dentadura en su lugar,  hizo un gesto de saludo para el público que se retiraba, abriendo sus dos brazos e inclinándose levemente, como hacen los artistas para agradecer los aplausos y exclamó:
-      Que lo parió… otra vez me salió perfecto …


[i] Este cuento forma parte del libro “Para muestra basta un Cuentito” editado en enero de 2013