Amanecía. Ahí estaba. Frente al majestuoso Rio Uruguay. Sentado en la
arena y recostado contra el tronco firme de un sauce criollo, de madera blanda
y pulposa, de hojas grandes.
Rodeado de ceibos y laureles, Ceferino observaba a los biguá pasar rasantes
sobre el agua, a los Martín pescador, las lechucitas, tacuaritas, cardenales,
zorzales, carpinteros…
Cerraba los ojos y un concierto de pájaros acunaba su reposo.
Aquello lo alejaba de la lucha y el entrevero, de la pelea y la muerte, que
era el pasar habitual de todos los días.
Aquello le daba una paz y una tranquilidad, como nada en la vida.
Aquello lo acercaba a Dios.
La licencia que el General Urquiza le había dado a algunos de sus soldados
lo tenían de regreso en Concepción del Uruguay. En el viejo rancho que había
levantado Ño Nemesio, su padre, unas pocas leguas al norte del poblado. Allí
estaba su mujer y sus hijos. Los que había concebido en las licencias que tuvo
durante las campañas, pero donde no se hallaba. Le gustaba estar al sereno.
Disfrutar en soledad de momentos, como ese que estaba viviendo.
La mañana no había avanzado todavía, cuando un jinete se acercó a todo
galope. Era Artemio, uno de sus gurises que –a los gritos- le decía:
- ¡Tata, tata, Don Ricardo lo llama… se viene una invasión...!
El muchacho agitado y apenas si podía hablar atropelladamente.
- ¡Han tirao el cañonazo de alarma y tocada la generala, seguramente todo
el pueblo se está rejuntando...!
- ¡Don Ricardo me llama! Se dijo a si mismo.
Ceferino levantó presuroso sus cosas, montó su caballo y fue para el rancho
a buscar los pertrechos para la lucha.
Cuando tuvo todo listo, cabalgó velozmente por el camino del río e ingresó
a la Villa por la zona de los negros[iii]
. Fue directamente a la Comandancia.
Buscó un palenque donde dejar atado a su caballo y marchó de a pie.
Casi una muchedumbre había respondido al llamado.
Así, abriéndose paso en una verdadera asamblea popular, pudo ir acercándose
hacia quienes llevaban la voz cantante.
Entre el murmullo general, se destacaba el comandante militar don Ricardo
López Jordán quien detallaba, con voz alta y firme, el estado de situación: Una
flotilla de buques se acercaba por agua y ya habían tomado, sin disparar un
solo tiro, Gualeguaychú. Era para temer. Quienes venían a tomar la plaza eran
tropas correntinas de experiencia (habían participado en Caseros) y ahora
constituían parte de una maniobra porteña para terminar con Urquiza y con el
federalismo.
Había que organizar la defensa con lo que había: todos y cada uno de los
habitantes. Solo había unos pocos soldados pertenecientes a dos batallones que
Urquiza había licenciado: el Urquiza, formado fundamentalmente por negros (o pardos,
como les llamaban por aquellos años, porque convivían negros africanos, con
mestizos, zambos, etc.) y el Entre-riano. Algunos oficiales colaboraban con don
Ricardo en la planificación de la defensa. El coronel Bernardino Báez se
dispuso a armar las pocas piezas de artillería que había, los tenientes Mateo
Sastre y Francisco Arias, se encargaron de las municiones.
Todos aportaban, pero –también- todos acataban. Se organizaron cuatro
cantones. Uno, en la Comandancia, al sur de la Plaza Ramírez con los soldados más
experimentados; otro, al oeste, en el edificio del Colegio Nacional, con
empleados, ancianos y alumnos. La casa de don Jorge Espiro, también se
convirtió en otro bastión[iv], defendido por alumnos. Así se distribuían responsabilidades y se
disponía el parque de pertrechos, para sostener los lugares asignados.
Ceferino aguardaba pacientemente por las órdenes para la caballería.
Al Este, también se dispusieron dos cantones. Uno en lo que era la primitiva
Aduana [v]
y el otro en la casa de las señoras Calvento[vi].
El último al noroeste, en la casa del general Urdinarrain[vii].
La escasa artillería se organizó en baterías que defendían fundamentalmente
los ingresos a la plaza[viii].
Finalmente se organizó un modesto escuadrón de caballería, bajo el mando del
coronel Pedro Torres, que se quedaría sobre el oeste de la ciudad, para entrar
en combate cuando las circunstancias así lo requirieran. Allí estaba Ceferino.
Don Ricardo explicaba el plan y cada uno obedecía –sin chistar- las
indicaciones recibidas.
Bueno, no todo fue tan así. Un anciano y antiguo vecino griego, don Nicolás
Mabragaña, se negó rotundamente a dirigir el Hospital de Heridos y desafió al
Comandante, diciéndole «Yo te voy a probar que sirvo para algo mas que para lo
que sirven las mujeres», mientras mostraba su sable.
Cuando todo estuvo organizado, cada uno marchó a los lugares donde debían
estar preparados. Se disponían «imaginarias», mientras el resto intentaba
descansar, ya que la noche avanzaba.
Ceferino tomó su caballo y se dirigió a la vieja pulpería que había sido
de Don Manuel. Allí, cada vez que regresaba al pueblo, visitaba a la negra Dorotea
(actual encargada del negocio); vieja amiga, confidente y amante.
Cuando ingresó, sus ojos de preocupación se cruzaron y él, sin decir palabra,
ingresó a la habitación del fondo. Ella ya había dispuesto todo a la espera de
una posible invasión y saqueo. Esa noche, volvieron a dormir juntos.
Antes del amanecer, Ceferino junto sus cosas, se despidió de Dorotea diciéndole
«¡Don Ricardo me llama!» y regresó al lugar donde con sus compañeros,
aguardarían el combate.
A la mañana siguiente la escuadrilla enemiga se comenzó a acercar al
Arroyo de la China. Los vigías locales, seguían celosamente sus movimientos e
informaban rápidamente a la superioridad.
Los buques se recostaron sobre el muelle del Saladero de Santa Cándida y
a partir del mediodía comenzaron el desembarco. Luego realizaron una salva de
21 cañonazos para amedrentar a la población y provocar su rendición.
Allí estaban apostadas las tropas. Con solo cruzar el Arroyo de la China,
ingresarían a la ciudad.
Ceferino, con el resto de la improvisada caballería, había quedado en una
vigilia y a la espera de las órdenes del comandante.
Pero, el enemigo no atacó ese día. El tiempo y la ansiedad van muchas veces
de la mano. Ceferino se sentía raro. Por primera vez sintió preocupación, aunque
no miedo. Era su gente, su ciudad, sus cosas, sus recuerdos, su vida.
Le espera se hizo insoportable. Recién a la mañana siguiente, cerca de
las 10; el vapor Merced (endemoniada máquina de guerra que se utilizaba por
primera vez en esta zona) y las goletas Santa Clara y Maypú, se dispusieron a
apoyar el cruce de la infantería y un escuadrón de caballería a través de un
improvisado puente.
Entonces comenzó el ataque. La artillería de los buques empezó a disparar
sobre la ciudad, mientras que las tropas avanzaban. Uno de los impactos derribó
el mirador del Colegio, que debió ser presurosamente abandonado.
Parecía un mal presagio. No obstante, infantes y jinetes invasores avanzaban
destruyendo cercas y reduciendo defensores, pero con gran esfuerzo. Cuando
estaban a unas diez cuadras de la Plaza se acantonaron y el general Madariaga
(jefe de las fuerzas agresoras), exigió la rendición de la plaza. Ante la
negativa de López Jordán, comenzó el avance y el tiroteo fue infernal. El
enemigo avanzó y llegó hasta los cantones que resistieron heroicamente el
embate. En aquel momento parecía que todo iba a ser inútil.
Los cañones hicieron lo suyo, los fusiles y las bayonetas también.
Hubo lugares en los que se peleó cuerpo a cuerpo. La consigna era
resistir una y otra vez, para volver a resistir. Entonces lo impensado. La
lucha se fue prolongando y el enemigo, que no esperaba semejante decisión,
entrega y fiereza, comenzó a desgastarse y poco a poco empezó a retroceder,
primero y a huir, después. En ese momento Ricardo López Jordán ordenó la carga de
la caballería, que diezmó totalmente a un enemigo que ya no pudo rehacerse.
Otra vez una arrolladora carga de una –esta vez- improvisada caballería
entrerriana.
Ceferino fue una vez más al frente.
Otra vez la lanza y el sable.
Otra vez el cuchillo y el degüello.
Otra vez la banderola federal y la pluma de ñandú.
Otra vez…
El defender el terruño pareció multiplicar su fuerza y sus armas
hicieron estragos.
La inesperada derrota provocó que el capitán del Merced –en la desesperación
de la huida- cortara amarras y encendiera los motores matando con las paletas
de su mecanismo a vapor a los propios soldados invasores que querían llegar
–nadando- para refugiarse abordando el buque.
Las naves escaparon rápidamente.
A las 14 horas la victoria ya era completa. Era el 21 de noviembre de 1852.
No hubo algarabía, diez vecinos perdieron la vida en los combates; si festejos.
Festejos y alivio.
Las tropas del General Hornos, parte de los agresores, que venían por tierra
desde Gualeguaychú a apoyar la operación y llegaron al atardecer, enterados del
desastre, se dispersaron sin entrar en batalla.
Es –hasta ahora- la página más gloriosa en la vida de esta ciudad
histórica de Concepción del Uruguay.
Ceferino estuvo ahí. Ceferino fue parte de esa historia.
El plan del gobernador de Buenos Aires (Valentín Alsina) para detener el
avance del Congreso Constituyente que convocara el Gral. Justo José de Urquiza
en la ciudad de Santa Fe–después de la victoria de Caseros- era claro: avanzar
sobre Entre Ríos, tomando Gualeguaychú y Concepción del Uruguay. Urquiza (que
se encontraba ya en Santa Fe) debería tratar de recuperar la parte de su
provincia que caía en manos de la coalición correntina-bonaerense. Los
convocados al evento –que ya se encontraban allá- deberían disolverse para volver
a sus lugares de origen. Entonces el Gral. José M. Paz (que se encontraba en
San Nicolás, al norte de la provincia de Buenos Aires) avanzaría sobre Santa
Fe, tomando la ciudad y abortando completamente los planes de
institucionalización de la Argentina. La acción del pueblo uruguayense del 21
de noviembre de 1852, abortó los planes porteños y consolidó el Congreso
Constituyente de Santa Fe que posibilitó la redacción de la Constitución de
1853 y la institucionalización del país. Una página de tal magnitud, con
participación del pueblo en las acciones militares, sólo ocurrió en Buenos
Aires en 1806/7 en ocasión de las invasiones inglesas.
[i] Este cuento
esta incluido en el material del libro “De aquí, de allá y de mi abuelo también
(y va con yapa)”, editado en diciembre de 2011.
[ii] Datos históricos extraídos fundamentalmente de la Historia de Concepción
del Uruguay del Prof. Oscar Urquiza Almandoz.
[iii]
Se llamaba así a la zona que estaba al Este de la
Plaza principal (entre lo que hoy es desde la calle Erausquin hasta el Puerto
Nuevo) porque allí había ranchos con habitantes de color.
[iv] La casa estaba ubicada en la
esquina de las actuales calles Alem y San Martín.
[v] Actual edificio de la UTN
[vi] Actual Museo Delio Panizza
[vii] Actual Onésimo Leguizamón y Rocamora
[viii] Apuntaban a las entradas del enemigo por la calle San Martín en sus intersecciones
con las actuales calles Juan D. Perón, Moreno y 3 de Febrero.
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