¿Qué hora es?, casi las diez y media. ¿Cómo dormí tanto? Se hace una
pregunta tras otra, cuando todavía está desperezándose y somnoliente. “Creo
–piensa- que hace años que no descansaba así” y lo atribuyó a los duros tiempos
que venía soportando en su trabajo. Esto no podía ser otra cosa que el
resultado de una semana totalmente olvidable, de tensiones, con un problema
tras otro, con preocupaciones por situaciones que parecían no tener solución y
que lo tenían desvelado y durmiendo menos de cuatro horas por día. “Y si,
reflexionó, el cuerpo –tarde o temprano- te lo factura, necesita reponerse y
ahora aprovechó. Está bien.”.
¿Y las pantuflas? ¿A dónde las habré dejado?
Mientras se levantaba recordó que -para colmo- era sábado y tenía la
cita obligada de la reunión de amigos para tomar un aperitivo en la Confitería
Rys a las 11.
Hizo sus cálculos e intuyó que sin desayunar y haciendo todo rápido,
tendría el tiempo suficiente para no perderse ese obligado, querido e
histórico compromiso.
Pero la ropa ¿Dónde está la ropa?
¡María! Llamó a su mujer. No tuvo respuesta. Seguramente se habría ido
a la verdulería, como era su costumbre todos los sábados a esa hora.
En el ropero no encontró nada, pero vió las bolsas de plástico
cerradas y percibió su olor a naftalina. Estamos en pleno cambio de estación
–especuló- y María debe estar subiendo la ropa de verano y bajando la de
invierno de los placares y el resultado de esos cambios de estación es siempre
el mismo: mientras lo hace me deja sin
ropa, totalmente en bolas, como ya ha ocurrido otras veces.
Bueno, no importa, en el baño sabía que tenía un equipo de gimnasia.
Después de asearse, se lo puso. No era la costumbre ir a la Rys así, pero su
indumentaria no desentonaba con aquella hermosa y soleada mañana otoñal
uruguayense, y después de todo al que le guste bien y al que no, que se las
aguante.
Salió con más apuro del que debiera porque lo separaban apenas cuatro
cuadras.
Eligió la vereda del sol. Son tan angostas en Concepción del Uruguay
que muchas veces dificultan el paso de quienes transitan por ellas. Incluso se
enfrentó con una pareja que venía paseando un perro en sentido contrario y que lo obligó a bajar a la calle, porque
ninguno de ellos ni siquiera atinó a hacerle lugar para que pase. El animal fue
el único que se dignó mirarlo. Flor de mal educados, se dijo. Así nos va como
nos va.
El quiosco y el cruzarse con varios conocidos. Todos caminaban
ensimismados, cada uno en su mundo y nadie fue capaz de responder su saludo. A
su habitual y campechano movimiento con la mano, como siempre, lo ignoraron. En
fin, se dijo, cada uno lleva su cruz y lo hace como puede. No es para enojarse
ni ofenderse, también me podría pasar a mí.
Cuando llegó a la confitería ya estaban todos sus amigos sentados a la
mesa.
Saludo y se ubicó en su habitual silla, en esa del fondo, casi en un
segundo plano, como siempre le ha gustado. Estar, pero pasar casi
desapercibido. Nadie le respondió.
Y si, pensó, todavía les dura. No soy de discutir de política y menos
con los amigos, pero el otro día me zarpe. Tal vez por la misma presión laboral
que venía sufriendo o quizás por los mismos medios de comunicación que nos
abruman y nos llenan la cabeza; el tema es que exploté: respondí y respondí.
Siempre he tenido el cuidado de no personalizar en una discusión. Es malo eso
de etiquetar, de poner calificativos a la gente por lo que piensa u opina. Se
contraponen ideas, pensamientos, posiciones, pero no se califican personas y
menos amigos. No siempre pensó así, pero la intolerancia de la dictadura
militar le enseñó a dejar la ortodoxia intransigente de lado y comprender que
no era el dueño de la verdad y que otras opiniones o ideas podían respetarse
tanto como las suyas.
Eso sí, tenía un límite. Su límite eran los derechos humanos. No
soportaba a nadie que justificara las torturas, los genocidios, las
desapariciones de personas, los atentados contra la vida… Pero, la solución era sencilla, si eso se
daba en cualquier circunstancia o reunión, se paraba y se iba, tratando de
evitar a la persona en cuestión de allí
en adelante. Simplemente eso.
Tenía la fortuna de que –entre sus amigos- nadie asumía una posición
tal, pero si lo separaban profundas diferencias políticas. La mayoría adhería a
tendencias de derecha y él –desde siempre- abogó por la izquierda. Moderada y
democrática, pero de izquierda al fin.
No obstante, sabiendo lo que opinaba el resto, trataba de rehuir los
debates políticos, sobre todo cuando comenzaba a preponderar la intolerancia.
Entonces desviaba la atención, sacaba otro tema… en fin… hacía lo que
podía para salir de aquel pantano.
Pero, en la última reunión, se había dado algo así y la sangre había
llegado al río. Seguramente la frialdad con que había sido recibido y el no
responder a su saludo era la forma en que le estaban haciendo pagar las expresiones
de aquel momento en el que se le “salió la cadena” e interpeló a varios de sus
amigos de una manera poco tolerante. Claro, se justificó, que ellos tampoco se
quedaron atrás y –aprovechando tal vez su mayor número- realizaron un virtual
fusilamiento retórico.
Pero son momentos y los momentos pasan, imaginó. Aquello ya fue. Este
es otro sábado. Es otra historia. ¿Podía ser que sus amigos de toda la vida no
fueran capaces de entenderlo así y lo ignoraran de semejante manera, solo por
aquella situación? ¿Qué no lo hubieran podido superar?
No podía creerlo y se negaba a entenderlo. No quería pensar mal de
ellos. Pero, muy a pesar suyo, todo era silencio en la mesa. La situación,
porque no decirlo, lo angustiaba. Nadie articulaba palabra.
¿Sería él quien debía romper el hielo?
¿Tendría que pedir perdón?
Por otro lado, advertía que –en algunos momentos- le dirigían extrañas miradas. Ni de rencor ni
de odio, ni siquiera de lástima.
No se animaba a interpretarlas.
¿Era para tanto? Después de todo era solamente pensar distinto. Ni
siquiera se había llegado a discutir con tanta pasión, tal vez solamente con un poco de entusiasmo, levantando un
tanto la voz, pero nada más.
Esos pensamientos lo atormentaban cuando vio una cosa positiva:
Le habían pedido su eterno vaso de Coca con Fernet. Estaba allí.
En la mesa. Sin tocar.
De alguna manera, era una atención que disminuía toda la argumentación
anterior que lo acongojaba. La puerta no
estaba cerrada del todo, se dijo. Por lo menos alguno había pensado en él; pero
va a haber que “remarla”.
Entonces ocurrió.
En la mesa de al lado se ubicó una familia, a la que –por la cantidad
de integrantes- le faltaba una silla.
El hombre se acercó, tomo su silla del respaldo y lo encaró a Julio:
- Disculpe
señor, me haría falta disponer de una silla porque me falta una ¿puedo?
Entonces Julio le dijo:
- Perdóneme
pero no, esa silla es de nuestro amigo el Ciego y, si bien ya no está con
nosotros; ha sido, es y será siempre para él.
Entonces se dio cuenta.
[1]
Este cuento ganó el primer premio en el Certamen Provincial de Poesías y
Cuentos Cortos “Héctor de Elía” en su edición 2013 –categoría C- , organizado
por la Escuela Media 8 de Colonia Elía (ER)
Este cuento
integra el libro Antología “A Tiempo”, cuaderno de la SADE de la filial
entrerriana del Rio Uruguay, número 10, de Editorial UCU aparecido en mayo de
2014
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