jueves, 27 de febrero de 2014

PESCANDO CUENTOS



          Bajo, de espaldas anchas, cabezón, pelado y con una gran barba blanca (decía que hacía mucho tiempo una gran inundación produjo tal desastre que lo dejó sin pelos en la cabeza y se los había puesto en el mentón). Vestía traje (el chaleco era infaltable) y se apoyaba en un bastón de caña. Así era mi «abuelito Manuel». Un asturiano que tomaba leche a toda hora, costumbre heredada de las minas cantábricas.


Zárate fue la tierra donde recaló en Argentina. Allá íbamos los veranos, cuando yo usaba pantalones cortos. La casa grande tenía un jardín enorme y un gallinero que me permitía jugar a mis anchas. Un paraíso. Era el reino de la tía Elena, hermana mayor de mamá. En la galería había un loro que vivía llamando al «abuelooooo…».
El tiempo y los años hicieron que debieran mudarse a La Plata; donde se había trasladado –en tandas- toda la familia. Don Manuel tendría entonces unos 80 años.
Adoraba a mi abuelo. Disfrutaba el solo mirarlo, escucharlo. Ya adolescente buscaba el momento para visitarlo, en la casa de tío Enrique, donde había ido a vivir. Llegaba para la merienda y debía soportar el convite obligado y acosador de la amorosa tía Odulia (Si Odulia, no Obdulia, así estaba en el documento). Ella brindaba amor a través de la comida. Entonces comenzaba un ejercicio repetido y rutinario:
- ¿Rodolfito, no querés un café con leche?
- No tía, gracias.
- ¿y si le pongo tostaditas con manteca y azúcar?
- No tía, gracias.
- Tengo miel también, recién traída de la isla ¿no querés acompañar el café con miel?
- No tía, gracias.
- ¿y unas medialunas con dulce de leche?
- No tía, gracias
- ¿y…?
Seguía y seguía, hasta que –a pesar de mis negaciones- aparecía con un enorme tazón de café con leche acompañando a una parva de tostadas o medialunas.
Pero el motivo de mis visitas era estar con el abuelo. Cuando llegaba, comenzaba sus cuentos. Hoy, me decía, estuve con un señor. Rodríguez, se llamaba. Plomero él, pero que tiene problemas con uno de los cinco hijos... Así me comenzaba a relatar la vida de una persona desconocida.
Después otra y otra…
Siguiendo un orden pre-establecido, describía al individuo, a su familia, después a su trabajo y luego me contaba sus problemas, alegrías, logros… toda una vida. Hablaba lento y cuidando las palabras que utilizaba. Yo disfrutaba de aquel momento mágico que solo él sabía generar. Mezclaba amenamente y con una facilidad increíble, hechos comunes con dramas, situaciones cómicas con tragedias.
Después de un largo rato, mi adolescencia me reclamaba y regresaba caminando al barrio.
Admiraba la fuente inagotable de situaciones que relataba. Siempre algo nuevo. Muchas veces, me preguntaba si aquellas historias serían reales o producto de su imaginación. No pude más y un día le pregunté. Sonrió y me contó.
En la casa, cada uno estaba con sus ocupaciones, así que él quedaba solo gran parte del día. Entonces, salía a la calle. Caminaba unas ocho o diez cuadras, en cualquier dirección. Hasta que decidía quedarse en una esquina. En ese momento, tomaba una ajada tarjeta que llevaba en un bolsillo donde estaba anotada la dirección del tío Enrique. Comenzaba a mirarla, a mirar las calles, los números de las casas, se rascaba la cabeza…
Siempre, encontraba a alguien que advertía a aquel anciano que parecía totalmente extraviado.
-¿Está perdido abuelo...? era la pregunta obligada.
El continuaba fingiendo su desorientación. Ante la insistencia del voluntario, casi temblando, le mostraba la tarjeta. Era muy raro que la compadecida persona no lo acompañara hasta la casa.
El recorrido, al paso lento de sus años, era el momento de las historias.
Después de dos o tres preguntas claves, los samaritanos comenzaban a contarle sus tribulaciones. Cuando llegaban a la casa, agradecía efusivamente y se despedía de su solidario compañero. Se quedaba unos diez o quince minutos y luego volvía a salir. Esta vez eligiendo otro rumbo. Otra vez de pesca. Otra vez buscando bucear en las vidas de nuevos acompañantes ocasionales. La rutina la repetía tres, cuatro o cinco veces por día.
Después que me contó su secreto, cuando llegaba a visitarlo y antes de comenzar, me confiaba con una sonrisa pícara y al oído: «hoy, fueron tres…» y allí arrancaba.
Tal vez de él heredé el gusto por compartir cuentitos.
«Hoy, fue uno…».


Este cuento esta incluído en el material del libro “De aquí, de allá y de mi abuelo también (y va con yapa)”, editado en diciembre de 2011.

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