jueves, 16 de enero de 2014

CIMARRÓN



«Cuando me falten hombres para combatir a sus secuaces,
los he de pelear con perros cimarrones»
(frase de la misiva enviada por el General José Gervasio Artigas
en respuesta al General del Ejercito Portugués Carlos Federico Lecor,
Conde de la Laguna y gobernador de la Provincia Cisplatina, actual
Uruguay, ocupado por los portugueses, que le proponía la paz y honores
portugueses, si aceptaba la dominación lusitana) 

Nemesio Ceferino Sosa, vivía con su familia sobre un recodo cerca del rio, al norte de la Villa.
De una edad indescifrable, desgastado, bajo, flaco, encorvado, de tez morena y con un aspecto siempre sucio, se dedicaba a cazar y vender cueros de carpincho y plumas de garza.
Los últimos años le habían resultado difíciles, no sólo a él sino a todos quienes habitaban la Villa del Arroyo de la China y sus alrededores. Un hecho traumático había alterado totalmente su cotidiano vivir: la instalación de la Primera Junta de gobierno en Buenos Aires. 

A la primera reacción de adhesión por parte del cabildo local, le
siguieron intrigas y enfrentamientos que enemistaron a vecinos,
familias, hasta a padres e hijos y cuya base se resumía en la
oposición entre españoles y criollos.
Los choques fueron subiendo su nivel de violencia e incluyeron
desde la partida de la milicia entrerriana y de familias enteras para
defender la realista Montevideo, a la invasión de Michelena para
«recuperar» la ciudad para los realistas y el confinamiento de jóvenes
criollos o a su posterior liberación gracias a Bartolomé Zapata,
posiblemente el primer caudillo de características similares a los
que fueron apareciendo después a lo largo de la historia. Desde la
heroica victoria del capitán Quevedo sobre otros invasores, que
también participaban de la disputa: los portugueses… En fin…,
una tras otra se fueron escalonando diferentes acciones guerreras.
Todo se vivía intensamente e involucraba no solo a quienes directa
o indirectamente participaban de las disputas. 

No obstante Ño Nemesio, como se lo conocía en la zona, seguía con su actividad, mas allá de las huídas para esconderse en la isla cada vez que había una invasión. Porque el invasor no respetaba nada, se llevaba lo que podía, se propasaba con las mujeres y otras tropelías.
En cada ocasión, cuando iba al poblado a negociar el producto de sus ventas en el almacén de ramos generales, no perdía la oportunidad de acercarse a la pulpería.
Ño Nemesio llegaba montado en su pobre doradillo que parecía tan viejo y gastado como él.
La Villa era muy humilde, de construcciones bajas con aspecto de cobertizos, que rodeaban la plaza. Había muy pocas casas en las calles que arrancaban en ella. Algunos pocos jardines y sobre todo corrales, en medio de arbustos silvestres, cardales y pastos altos.
La pulpería, un poco alejada de la plaza, era un rancho con piso de tierra que apenas ofrecía un mostrador en el que un viejo gallego, muy acriollado, servía aguardiente o caña. Era un lugar para estar, tomar unos mates y conversar de las novedades de la zona. En el patio, al que daba una galería generosa, por las noches se podía jugar a la taba, se realizaban bailes y festejos.
Ño Nemesio una vez que terminaba su actividad comercial, siempre pasaba por allí. A medida que se iba acercando, comenzaba a estudiar los caballos que estaban atados en el palenque. Cada uno delataba a su dueño.
El apero, la montura y el animal mismo; daban la pauta de las características de quien lo poseía. Humilde, rico, engreído, en fin… todo se palpitaba antes de entrar. Alguna vez, prefirió seguir de largo.
Esta vez no había extraños y le alegró ver el alazán de Don Tercero Segura. Don Tercero, como su nombre lo indica, era el tercer hijo de su madre; pero no de su padre que tenía dos hijos más con otra mujer. Hombre mayor, había sido de los primeros que habitaron la zona aún antes de que se fundara la Villa, tenía algunas vacas y se dedicaba a las tareas rurales.
Últimamente, siempre lo encontraba. Hacía un tiempo había quedado viudo y no tenía hijos, por lo que sus visitas a la pulpería se hacían más frecuentes.
Ño Nemesio lo apreciaba porque se habían acompañado muchas veces tomando unos mates, relatando algunos pocos cuentos (cuando los había), pero –por sobre todo- habían compartido hermosos momentos de largos silencios.
Se le acercó, como siempre, y con un ademán en el sombrero pareció pedir permiso para sentarse a su lado. Don Tercero ni mosqueó. Espero respetuoso, hasta que una seña apenas perceptible, le concediera la licencia.
Notó el ceño fruncido, por lo que –dedujo- que el hombre no estaba bien.
Pasó un largo rato, hasta que Ño Nemesio disparó un «Ajhá»… y lo dejó ahí… flotando… en suspenso…
Allí se lo dijo, sin tapujos y pareció que al decirlo mezclaba tristeza, pena y rabia:
- Se me jue el Sargento…
- Pero que dice amigo… ¿Quién se le jue? ¿un melico?
- El Sargento, puejh, mi perro…
Después la pausa, el silencio.
- Si lo vimos nacer con la finada y también a su madre y a la madre de su madre… pero se jue, pué… no sabe amigo el dolor que tengo…
- Pero, Don Tercero, ya habrá otro perro que ocupe su lugar seguramente…
- No, no, usté no sabe lo compañero que era, el único que me quedaba… en el campo, en el rancho, para mí era un hermano, como el hijo que no tengo…
Dijo, mientras una lágrima trazaba un surco en su curtido rostro.
- ¿Y no salió a buscarlo?
- No, si yo me palpito con quien se jué…
- ¿Y con quién?
- Con los cimarrones pué… ¿no sabe que andan todos alborotaos con eso?
- Puej no, dígame…
- El comandante Artigas ha estado recorriendo rancho por rancho a tuitos los españoles, para que le digan de qué lado están y se definan. A algunos hasta los hizo llamar al cuartel.
- ¿Y...?
- Mire, Ño Nemesio, usté no sabe como es el comandante Artigas. Se convence a los gauchos, tapes, negros, mulatos, a los indios y ahora, hasta a los perros cimarrones…
- ¿No diga?
- Lojotros días, había un gallego que contaba que una banda de cimarrones se comió al asistente del capitán Mondragón, que era bien gordo…
- ¡No le puocrer!
- Pue creamé, ellos dicen que cuando un español se aparta de su regimiento en el campo y no lleva armas, los cimarrones lo atacan y se lo comen, como pan bendito y que eso es porque siguen las órdenes del comandante Artigas… Ya lo venía lechuciando yo, si andaba de lo mas alborotao últimamente y pa colmo loj otroj diaj cuando arriaba las vacas, vi a una banda de cimarrones cerca del rancho… y de seguro que el Sargento también los vio…
- ¿..?
- Y el muy desagradecido y sin corazón, se me jue con elloj…
- ¿Pero, Don Tercero, no le parece que por lo menoj fue a peliar por la causa e los criollos, que es una causa justa, «pa que naides sea mas que naides», como dice Don Pancho?
- ¿Así? ¡Que fácil es pa’usté! ¡Como se ve que el Sargento no era suyo! ¿no sabe que el muy el ingrato, se jue sin despedirse, pué…?


[i] Este cuento esta incluído en el material del libro “De aquí, de allá y de mi abuelo también (y va con yapa)”, editado en diciembre de 2011.

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