jueves, 4 de septiembre de 2014

INCOMPARABLE

La cuestión comenzó hace un par de semanas. Se encontraron caminando por el boulevard Oroño, casi frente al Consulado Italiano.
-      Te andaba buscando, te necesito… le dijo
-      No se para que será, pero te debo tantos favores que será difícil decirte que no.
-      Contaba con eso. Me tenés que hacer la gamba en un evento en el que se necesitan artistas y lo más parecido a un artista que conozco sos vos.
-      ¿?
-      Además tenés imaginación y sos caradura, sé que vas a salir airoso del paso…
-      Pero…
-      Pero nada, vos mismo lo dijiste me lo debes y por otro lado no puedo recurrir a nadie y estoy metido en el tema hasta las orejas… no me dejes en banda…  por favor… además –te cuento- es una cena, donde vos te podes hacer olímpicamente el boludo cerrando la boca todo el tiempo, dedicándote solo a comer los manjares que seguramente servirán y a tomar buen vino. No está mal ¿no es cierto?
-      Está bien. Contá conmigo, pero con esto quedamos a mano, le respondió.
Días después llegó el momento. El lugar era de lo más paquete. Un salón primorosamente adornado,  donde había una mesa  grande que nucleaba a todos los intelectuales de aquel barrio rosarino. Los había de todas las disciplinas: Pintores, escritores, escultores, músicos, filósofos. El O.R.T.O. (Organización Rosarina para el Tratamiento de la Osteoporosis) los había convocado para que vistan la cena destinada a recaudar fondos. Estaban todos y allí, entre ellos, lo ubicaron.  Eran el número vivo, el verdadero centro de aquella velada. A su alrededor una enorme cantidad de cholulo-colaboradores, los observaban. 
Entre los artistas, las damas lucían lujosos vestidos y los caballeros vestían casi todos costosos trajes, y digo casi todos, porque él no cumplía con ninguna de las reglas de la etiqueta. Realmente no tenía nada que ver con quienes estaban a su lado. No era ni un artista, ni importante, ni meritorio, ni conocido, ni reconocido, apenas si parecía gracioso contando algún chiste o cuento de vez en cuando y bueh… en lo que hace a la vestimenta, parecía el pordiosero de la mesa. No obstante, al comienzo  –para su tranquilidad- su presencia parecía pasar desapercibido.  Asumió un perfil decididamente bajo tomando muy en cuenta el consejo de su amigo pero –además- la realidad  del entorno que parecía “ponerlo en su lugar” invisibilizando su presencia.
El plato fuerte era la conversación de aquellos destacados invitados.
La cena transcurrió en medio de una despiadada lucha de egos, donde cada uno quería prolongar  SU momento para contar SUS méritos y SUS logros obtenidos a lo largo de SU carrera, regodearse con premios obtenidos, pero –por sobre todo- destacarse por encima del resto. Era una lucha encarnizada de vanidades.
De a ratos le parecía advertir miradas sobradoras e incluso despectivas, pero él se hacía olímpicamente el sota. Así, todos fueron contando sus éxitos (nadie habla de los fracasos); mientras él miraba el reloj rogándole a Dios que las agujas  apresuraran el paso y le permitieran, después de comer, escabullirse de aquel lugar lo más rápido posible. Cumplía el compromiso y se iba con el estómago lleno. Pero no tuvo suerte. Así como aquel destino inexorable que todos tenemos, también le llegó el turno, que no buscaba, que no quería, pero le tocaba. Solo por el orden lógico de cómo estaban sentados. Parecían dispuestos a escucharlo y se hizo un silencio. Un gran silencio. Un enorme silencio que imaginó como una pesa inmensa que le caía sobre la cabeza. Sus ojos no hacían otra cosa que mirar para ver si encontraba alguna forma de escapar, pero no, era imposible.
De pronto un señor que había deleitado a la audiencia haciéndola soportar estoicamente un pesado y espantoso monólogo, al que tuvieron que cortar para que no continúe, le dijo algo impaciente:
-      Es su turno…
No abrió la boca y se hizo el desentendido, mientras miraba –como meditando- el tenedor con el que jugaba haciéndolo girar en la mano derecha.
-      Disculpe, pero ¿Ud. a que se dedica?, insistió su compañero de mesa.
No se atrevió a responder y se quedó callado  mirando a su interlocutor, que volvió a la carga, increpándolo.
-      ¿Qué es lo que sabe hacer hombre?
Entonces entendió que no podía resistir más y allí se le ocurrió, respiró profundamente e improvisó.
-      Magia, dijo. Yo sé hacer magia…
Todos se quedaron mirándolo y esperando algo más…
Como interpretando al auditorio, se fue parando muy despacio, parsimoniosamente y abriendo los brazos de manera ampulosa, expresó:
-      Supongo que no querrán que les haga algún truco porque el encuentro se ha hecho largo y no quiero abusar de Uds. Muchas gracias por su presencia, dijo mientras volvía a sentarse.
Rogaba para que todo quede así y de esa forma zafar lo embarazoso de la situación; pero –al contrario- se comenzaron a escuchar voces que le pedían, que lo animaban a realizar alguna prueba, algún truco…
Insistió preguntando:
-      ¿Entonces, están dispuestos?
Primero el asentimiento y luego un silencio expectante.
Tragó saliva y comenzó a levantarse nuevamente en forma lenta y ya decidido a encarar lo inevitable. La mente le funcionaba a mil por hora, buscaba y buscaba algo para hacer. Entonces continuó:
-      Bueno, para que todos puedan ver adecuadamente la prueba, me voy a alejar unos metros de la mesa.
Todos los presentes comenzaron a moverse tratando de encontrar un lugar propicio para poder ver el acto y satisfacer así su curiosidad.
Aquel fue el momento de la iluminación, cuando sacó el conejo de la galera. Dios aprieta pero no ahorca, pensó. Entonces exclamó:
-      Esto es una prueba pero también un reto.
Se hizo un incrédulo silencio y él miró al auditorio, mientras preguntó con voz fuerte y clara:
-      ¿A que nadie puede morderse el culo?
Lo miraron con sorpresa y asombro, entonces volvió a repetir desafiante:
-      Repito, de todos ustedes ¿Quién es capaz de morderse el culo?
La cara de desaprobación era el gesto más difundido entre los presentes, sin embargo las expresiones no dejaban de tener un cierto grado de interrogante.
-      Aquí viene entonces la prueba,  dijo. A la una, a las dos y a las…  treeeeees… y en un rápido movimiento, dio media vuelta y se bajó los pantalones a la vez que se sacaba la dentadura postiza de la boca y realizaba la operación de morderse el trasero.
La respuesta fue la mirada asombrada y horrorizada de todos que no atinaron más que expresar su desagrado, mientras se empezaban a levantar y a retirarse del lugar. Los organizadores dirigían sus ojos fulminantes con reprobación e incredulidad.
Entonces, procedió a levantarse los pantalones y después de colocar la dentadura en su lugar,  hizo un gesto de saludo para el público que se retiraba, abriendo sus dos brazos e inclinándose levemente, como hacen los artistas para agradecer los aplausos y exclamó:
-      Que lo parió… otra vez me salió perfecto …


[i] Este cuento forma parte del libro “Para muestra basta un Cuentito” editado en enero de 2013

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