En memoria de Enrique Toscani (mi suegro),
un excelente cuentista y un tipo extraordinario
Desde
que el hombre es hombre (y lo digo generalizando para que no se me tilde de
machista) ha tenido uno de sus mayores enemigos en la incertidumbre. No resiste
la sorpresa, lo inesperado; es decir,
aquello para lo que no está preparado. Por eso establece rutinas que cumple a lo largo del
tiempo, una y otra vez.
¿Qué
es la vida sino una larga sucesión de rutinas? Y cuando ese estatus se altera,
se produce un cambio, un quiebre; termina siendo reemplazado por una
nueva sucesión de rutinas. Porque son esas rutinas las que le brindan seguridad y le permiten ilusionarse
imaginando que está “controlando” el futuro.
De
eso, de alguna manera, se trata esta historia.
El
“gringo” Pisovolko era uno de los sastres más renombrados de Concepción del
Uruguay hace unos cuantos años atrás.
Vivía en una casa ubicada en la vereda sur de la calle San Martín, entre
Artigas y Tibiletti. Como todos, tenía sus costumbres y sus hábitos (sus
“rutinas”, según el argumento esgrimido anteriormente).
Menudo
y con una gran cabeza rapada, tendría –en los tiempos en que transcurre este
relato- algo más de 60 años, vestía muy sencillamente y su pantalón de estricto
“tiro largo” le llegaba casi hasta el pecho. Por su aspecto, era lo más
parecido a cualquiera de las víctimas de los “ghettos” que vemos en las
películas de la época de la Alemania nazi. Solía levantarse muy temprano –a eso
de las cinco de la mañana- para comenzar con su trabajo.
Los
trajes “de confección” estaban destinados a quienes tenían pocas posibilidades
económicas o a los que los utilizaban solo para trabajar. Los que eran “a
medida” solían distinguir a los más pudientes de aquella pueblerina sociedad.
Esta era su especialidad.
Pero,
volvamos a nuestro protagonista.
Cuando
el reloj marcaba casi las nueve tomaba su primer descanso.
Salía
de su casa y se dirigía –caminando lentamente-hasta la confitería “Mon
Cherí” ubicada a una escasa cuadra y
media. Allí tomaba sus primeros tragos del día: una buena seguidilla de vasos
de aperitivo Lusera (costumbre generalizada por aquel entonces entre los
hombres de cierta edad). Casi media hora después y a veces con alguna
dificultad porque el alcohol también hacía su trabajo, regresaba al hogar para
disfrutar de una buena siesta y continuar –por la tarde- con su tarea.
Hosco
y de permanente mal humor, solo conseguía clientes por lo excelente de su
trabajo.
Era
tal la exactitud de su costumbre que había vecinos que ponían en hora su reloj
tomándolo como referencia: Pisovolko pasaba a las nueve horas por la esquina de
San Martín y Artigas, ni un minuto antes, ni un minuto después. En su camino
apenas si respondía gruñendo cuando algún vecino, por cortesía o simplemente
por educación, lo saludaba. Siempre cruzaba en su recorrido al guardia de la
Delegación local de la Policía Federal y a Enrique –mi suegro- que tenía su
negocio de venta de carpas, artículos de camping, caza y pesca justo en esa
esquina. Tanto el edificio gubernamental, como el negocio estaban uno frente al
otro.
Hasta
que aquel día ocurrió.
Se
hicieron las nueve de la mañana y, esta vez,
Pisovolko no pasó.
El
guardia policial extrañado y preocupado, dejó el lugar donde estaba apostado y
cruzó la calle para comentarle a Enrique lo ocurrido. Este, como también era su costumbre, se
encontraba enfrascado en la lectura matinal del diario La Calle, medio
informativo ineludible para saber que pasaba “formalmente” en el pueblo (esta era su propia “rutina”).
- Don
Enrique, ¿no se ha fijado que Pisovolko no paso?
Silencio del otro lado.
- Ud.
sabe que yo tomo la guardia a las ocho y media y nunca, desde hace años, nunca
Pisovolko ha dejado de pasar a las nueve. La verdad es que me tiene preocupado
y, como para hacerse el gracioso, agregó: extraño su gruñido mañanero.
Enrique
levantó la vista del periódico fastidiado por el molesto interlocutor y con la
indudable intención de cortar el diálogo que le interrumpía su plácida lectura,
puso cara de circunstancia y le dijo:
- ¿Pero
cómo, no sabe? Pisovolko murió en la madrugada.
Dicho
esto, continuó con lo suyo; mientras el hombre de azul volvía con sorpresa y
conmovido a su lugar de trabajo en la vereda de enfrente. No obstante, ni bien
tuvo oportunidad, le comentó a su superior la luctuosa novedad, agregando que
creía que sería muy bien visto por todo el vecindario que, en función de un
conocimiento de tantos años con el muerto,
los miembros de la delegación hicieran un aporte económico y en nombre
de la institución se hicieran presentes. Sus compañeros asintieron y así
realizaron una colecta.
A
media mañana el solícito agente cruzó la calle llevando una enorme corona
fúnebre producto del aporte obtenido. El ornamento tenía una destacada banda
púrpura atravesada que –con letras doradas- expresaba “Nuestro profundo dolor
por la muerte del vecino Pisovolko” y firmaba “Delegación de la Policía
Federal”. Así, con gran pesadez, tanto por la congoja como por el propio peso
de la carga, el uniformado marchó rumbo a lo del sastre donde imaginaba se
llevaría a cabo el velatorio, ya que -por aquellos años- se acostumbraba que
los mismos se realizaran en la casa del difunto.
Después
de tocar el timbre, grande fue su sorpresa cuando el propio Pisovolko le abrió
la puerta; pero más grande fue la sorpresa del propio anfitrión cuando vio la
carga que el visitante traía y la leyenda de la ofrenda floral que el
desconcertado uniformado le extendía, casi con un movimiento instintivo.
El policía azorado y sin salir de su
asombro, solo atinó a decir:
- ¿Pero
cómo, usted no había...?
Pisovolko,
no solo se dio rápidamente cuenta de la situación, sino que –fiel a su mal
carácter- tuvo un estallido de furia y comenzó a insultar al pobre hombre.
¿Qué
había pasado? Por aquel entonces, en dos momentos del año la hora se cambiaba
–adelantando o atrasando los relojes- para aprovechar la luz solar. El sastre
no se había percatado de ello ésta vez, por eso su rutina la había realizado
una hora antes.
Los
viejos vecinos todavía recuerdan al uniformado escapando despavorido y a toda
carrera para buscar refugio en el edificio de la delegación, con el sastre
corriendo detrás suyo, tirándole patadas
y trozos de la gran corona de flores mientras gritaba, desaforadamente: “¡Hijos de Puuut…………!”.
Este
cuento forma parte del libro “Para muestra basta un Cuentito” editado en enero
de 2013
No hay comentarios.:
Publicar un comentario