jueves, 28 de agosto de 2014

PISOVOLKO


En memoria de Enrique Toscani (mi suegro), un excelente cuentista y un tipo extraordinario

Desde que el hombre es hombre (y lo digo generalizando para que no se me tilde de machista) ha tenido uno de sus mayores enemigos en la incertidumbre. No resiste la sorpresa, lo inesperado; es decir,  aquello para lo que no está preparado. Por eso establece rutinas que cumple a lo largo del tiempo, una y otra vez.
¿Qué es la vida sino una larga sucesión de rutinas? Y cuando ese estatus se altera, se produce un cambio, un quiebre; termina siendo reemplazado por una nueva sucesión de rutinas. Porque son esas rutinas las que le brindan seguridad y le permiten ilusionarse imaginando que está “controlando” el futuro.
De eso, de alguna manera, se trata esta historia.
El “gringo” Pisovolko era uno de los sastres más renombrados de Concepción del Uruguay  hace unos cuantos años atrás. Vivía en una casa ubicada en la vereda sur de la calle San Martín, entre Artigas y Tibiletti. Como todos, tenía sus costumbres y sus hábitos (sus “rutinas”, según el argumento esgrimido anteriormente).
Menudo y con una gran cabeza rapada, tendría –en los tiempos en que transcurre este relato- algo más de 60 años, vestía muy sencillamente y su pantalón de estricto “tiro largo” le llegaba casi hasta el pecho. Por su aspecto, era lo más parecido a cualquiera de las víctimas de los “ghettos” que vemos en las películas de la época de la Alemania nazi. Solía levantarse muy temprano –a eso de las cinco de la mañana- para comenzar con su trabajo.
Los trajes “de confección” estaban destinados a quienes tenían pocas posibilidades económicas o a los que los utilizaban solo para trabajar. Los que eran “a medida” solían distinguir a los más pudientes de aquella pueblerina sociedad. Esta era su especialidad.
Pero, volvamos a nuestro protagonista.
Cuando el reloj marcaba casi las nueve tomaba su primer descanso.
Salía de su casa y se dirigía –caminando lentamente-hasta la confitería “Mon Cherí”  ubicada a una escasa cuadra y media. Allí tomaba sus primeros tragos del día: una buena seguidilla de vasos de aperitivo Lusera (costumbre generalizada por aquel entonces entre los hombres de cierta edad). Casi media hora después y a veces con alguna dificultad porque el alcohol también hacía su trabajo, regresaba al hogar para disfrutar de una buena siesta y continuar –por la tarde- con su tarea.
Hosco y de permanente mal humor, solo conseguía clientes por lo excelente de su trabajo.
Era tal la exactitud de su costumbre que había vecinos que ponían en hora su reloj tomándolo como referencia: Pisovolko pasaba a las nueve horas por la esquina de San Martín y Artigas, ni un minuto antes, ni un minuto después. En su camino apenas si respondía gruñendo cuando algún vecino, por cortesía o simplemente por educación, lo saludaba. Siempre cruzaba en su recorrido al guardia de la Delegación local de la Policía Federal y a Enrique –mi suegro- que tenía su negocio de venta de carpas, artículos de camping, caza y pesca justo en esa esquina. Tanto el edificio gubernamental, como el negocio estaban uno frente al otro.
Hasta que aquel día ocurrió.
Se hicieron las nueve de la mañana y, esta vez,  Pisovolko no pasó.
El guardia policial extrañado y preocupado, dejó el lugar donde estaba apostado y cruzó la calle para comentarle a Enrique lo ocurrido.  Este, como también era su costumbre, se encontraba enfrascado en la lectura matinal del diario La Calle, medio informativo ineludible para saber que pasaba “formalmente”  en el pueblo (esta era su propia “rutina”).
-      Don Enrique, ¿no se ha fijado que Pisovolko no paso?
Silencio del otro lado.
-      Ud. sabe que yo tomo la guardia a las ocho y media y nunca, desde hace años, nunca Pisovolko ha dejado de pasar a las nueve. La verdad es que me tiene preocupado y, como para hacerse el gracioso, agregó: extraño su gruñido mañanero.
Enrique levantó la vista del periódico fastidiado por el molesto interlocutor y con la indudable intención de cortar el diálogo que le interrumpía su plácida lectura, puso cara de circunstancia y  le dijo:
-      ¿Pero cómo, no sabe? Pisovolko murió en la madrugada.
Dicho esto, continuó con lo suyo; mientras el hombre de azul volvía con sorpresa y conmovido a su lugar de trabajo en la vereda de enfrente. No obstante, ni bien tuvo oportunidad, le comentó a su superior la luctuosa novedad, agregando que creía que sería muy bien visto por todo el vecindario que, en función de un conocimiento de tantos años con el muerto,  los miembros de la delegación hicieran un aporte económico y en nombre de la institución se hicieran presentes. Sus compañeros asintieron y así realizaron una colecta.
A media mañana el solícito agente cruzó la calle llevando una enorme corona fúnebre producto del aporte obtenido. El ornamento tenía una destacada banda púrpura atravesada que –con letras doradas- expresaba “Nuestro profundo dolor por la muerte del vecino Pisovolko” y firmaba “Delegación de la Policía Federal”. Así, con gran pesadez, tanto por la congoja como por el propio peso de la carga, el uniformado marchó rumbo a lo del sastre donde imaginaba se llevaría a cabo el velatorio, ya que -por aquellos años- se acostumbraba que los mismos se realizaran en la casa del difunto.
Después de tocar el timbre, grande fue su sorpresa cuando el propio Pisovolko le abrió la puerta; pero más grande fue la sorpresa del propio anfitrión cuando vio la carga que el visitante traía y la leyenda de la ofrenda floral que el desconcertado uniformado le extendía, casi con un movimiento instintivo.
El policía azorado y sin salir de su asombro, solo atinó a decir:
-      ¿Pero cómo, usted no había...?
Pisovolko, no solo se dio rápidamente cuenta de la situación, sino que –fiel a su mal carácter- tuvo un estallido de furia y comenzó a insultar al pobre hombre.
¿Qué había pasado? Por aquel entonces, en dos momentos del año la hora se cambiaba –adelantando o atrasando los relojes- para aprovechar la luz solar. El sastre no se había percatado de ello ésta vez, por eso su rutina la había realizado una hora antes.
Los viejos vecinos todavía recuerdan al uniformado escapando despavorido y a toda carrera para buscar refugio en el edificio de la delegación, con el sastre corriendo detrás suyo,  tirándole patadas y trozos de la gran corona de flores mientras gritaba, desaforadamente:  “¡Hijos de Puuut…………!”.
  Este cuento forma parte del libro “Para muestra basta un Cuentito” editado en enero de 2013


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