Uno
de los hechos traumáticos que surcaron la primera mitad del siglo XX, fue la
guerra civil española y si bien se privilegia el recuerdo de la ayuda desde lo
humanitario y lo material; otra fuente de solidaridad vital hacía falta: para
una guerra larga como se preveía en la península eran necesarios muchos combatientes.
En
esta situación partieron voluntarios, hombres comprometidos con la causa
española. Algunos convocados y organizados por el Partido Comunista o los sindicatos;
otros, militantes republicanos o socialistas. La mayoría en grupo y otros lo
hacían solos, incluso costeándose el pasaje o siendo ayudado por amigos. Alguna
vez leí que Argentina fue el segundo país, luego de Suecia, que más ayuda
brindó a la España Republicana durante el conflicto bélico.
Esta
enorme movilización, iba de la mano con el enfrentamiento ideológico al
fascismo y al nazismo y se vestía con una estela romántica a la aventura de “ir
a defender la República, que era defender la libertad”.
Los
Álvarez, mi familia materna, no podían quedar ajenos a todo lo que estaba
ocurriendo. El tema era motivo permanente de conversación y el seguimiento de
las noticias se convirtió en una costumbre casi enfermiza.
Habían
llegado hacía más de veinte años, desde Asturias y de la casi docena de niños
nacidos del matrimonio, solo dos eran argentinos, los más chicos, el tío Isolino y mamá.
De
ellos dos eran mujeres. La mayor, Elena, ya casada no vivía mas con ellos y el
resto eran un puñado de varones jóvenes que –a través de las lecturas-
idealizaba a aquella España que el abuelo Manuel había abandonado, con la idea
de no retornar jamás.
En
la casona de Zarate se produjo el incidente.
La
gran mesa, donde tenían que estar todos y no podía faltar nadie, era servida
por la única mujer que habitaba la casa: Estrella (mi madre). La abuela Casilda
había fallecido de un ataque de presión y ella, apenas una adolescente, había
quedado –como era costumbre en la época- a cargo del cuidado de los varones.
A su
alrededor se suscito la escena.
Se
hablaba de cosas triviales, cuando Enrique disparó:
- Padre,
la guerra es inminente.
Don Manuel no lo miró y siguió comiendo.
- Padre,
no podemos permanecer ajenos, insistió.
Sus hermanos escuchaban atentamente, sin abrir la boca.
Conociendo el carácter de Manolo, nadie se animaba. Entonces volvió a la carga.
- Padre,
voy a alistarme para ir a luchar.
Recién
allí Manolo levantó los ojos del plato y lanzó una mirada que mezclaba una
serie de raras sensaciones. ¿A quién observaba? ¿Quien era su hijo? ¿Un
romántico, un incauto, un inocente o un valiente?
- Padre,
ya tengo todo pensado. La gente del frigorífico incluso está alentando a los
solteros a que nos sumemos a las brigadas internacionales… padre, pondremos fin
al fascismo…
- Tú
no sabes lo que dices, fue la escueta expresión que le devolvió como respuesta.
El clima de la mesa se volvió mucho más espeso que el potaje que estaban
consumiendo.
- ¡Como
que no, Padre! Estoy hablando de pelear por la libertad.
- No
sabes de lo que hablas, ni te imaginas lo que es una guerra; respondió,
demostrando que la presión comenzaba a subirle lenta pero inexorablemente. Sus
ojos recorrieron los rostros de cada uno de sus otros hijos, tratando de
adivinar lo que había en aquellas mentes y vio la expectación en ellos. Estaba
en juego mucho más que una mera charla de mesa.
- Tú
no estás preparado para algo así, remató.
- Padre,
disculpe que le diga, pero no sabe lo que dice… a pelear se aprende y yo
aprenderé y lucharé como el mejor. La victoria será nuestra.
- Lo
que precisamos es que Usted luche, como lo hacemos todos nosotros, para que la
comida llegue a la mesa, para poder vestiros, para poder tener un futuro mejor…
¿o porque se cree que estamos aquí y no en Asturias?
- Padre,
la Patria está llamando… replicó Enrique.
- Ninguna
patria lo llama, patria es el suelo que está pisando y tú, tú no estás
preparado para algo así.
- Pero,
Padre…
- ¡Basta,
coño...! dijo Manolo y se paró. Su mirada recorrió nuevamente uno a uno a cada
uno de sus hijos y terminó clavada en él, mientras sus ojos –rojos- ya
reflejaban una furia poco común.
Entonces gritó:
- ¿A
si? Así que Usted cree que está preparado para “defender la libertad”, como
dicen esos charlatanes del frigorífico, así que Usted abandonará a su familia
para enfrentar al fascismo, así que Usted cree que la guerra es algo hermoso,
romántico, heroico…
- Por
supuesto, Padre, replicó Enrique.
- En
una guerra todos pierden, la única que gana es la muerte, la miseria, el
hambre, la destrucción y el sufrimiento.
- ¡Pero
por algo que vale la pena! Respondió, para afirmar luego:
- …
y le digo una cosa, ya estoy decidido, me voy.
- Usted
no sabe de lo que habla, dijo Manolo, y agregó
- Venga
conmigo.
Comenzó
a caminar hacia las habitaciones, con Enrique detrás. El resto de la familia
observaba la escena sin participar, expectante, sin respirar casi, sin tomar
partido.
Cuando
llegó frente a la pieza de Enrique, antes de entrar, se sacó el saco e hizo un
ademán para que el joven también ingresara. Luego cerró la puerta con llave.
Todos se apiñaron frente a ella, tratando de escuchar y escucharon. Escucharon
una pelea, que digo pelea, una paliza. Una tremenda paliza. Nadie contó los
minutos, pero al cabo de un buen rato, la puerta se volvió a abrir. Don Manolo,
miró a todos con tranquilidad, uno a uno, y mientras se ponía el saco dijo:
- Joder,
lo dicho, no está preparado…
Cuando caminaba nuevamente hacia la mesa, seguido por el
resto de sus hijos, remató:
- Enrique
no se va…
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