jueves, 17 de abril de 2014

DE CUANDO SALTÓ LA TRAMPERA


Joven, de pelo castaño, bonita y simpática. Así era Laura. Estudiante avanzada de abogacía y con un verdadero cariño por lo que hacía. Su familia de origen muy humilde, le había inculcado el valor del sacrificio y la importancia del estudio.
Ella había sabido abrirse camino con inteligencia, capacidad y esfuerzo… y ahora el futuro parecía venturoso. Sus padres la adoraban y tenía un novio del que estaba enamorada y con el que pensaba casarse ni bien pudieran consolidar su situación económica. Si bien trabajaba de vendedora en una tienda del centro, pensó que ya era hora para comenzar a conocer la profesión que había elegido y  para eso debía conseguir un trabajo más afín esa actividad. Una mañana vio en el diario “La Calle” un llamado a concurso para cubrir una vacante en el Juzgado Civil y Comercial y pensó que era la oportunidad. Siempre le había atraído trabajar en la Justicia y por allí pensaba encausar su vocación laboral.
Además funcionaba muy cerca de donde vivía. Todo cerraba.
¿Cómo ingresó? Por acomodo. Nunca le gustaron esas cosas, pero  no había otra posibilidad. Un pedido al influyente de turno por el camino de la persona adecuada y después el tema estaba encaminado. ¿Concurso? Si, había un concurso. Se presentaban todos los postulantes al mismo a rendir un examen y una vez que todos terminaban y se retiraban; el que debía ganar volvía y realizaba toda la prueba nuevamente. A libro abierto y sin límite de tiempo. Esas eran las pruebas que iban para que evaluara el jurado, así que no había quien pudiera ganarle.
Su caso no fue la excepción, pero más allá de ese oscuro detalle, en un mes comenzó a trabajar en los tribunales como asistente del juez Atanasio Buenaventura. Su jefe, era un abogado de larga trayectoria en tribunales, que rondaría los sesenta años, hijo y nieto de funcionarios judiciales, casado desde siempre con  su primera novia y con una enorme cantidad de hijos. Hombre bien formado, canoso, pulcro, muy bien vestido, siempre perfumado y con una sonrisa franca y abierta. Parecía respetuoso y de buen carácter. Tenía una excelente reputación profesional y gozaba del respeto y la consideración social que muy pocos magistrados logran.
Laura pensó que no podía ingresar a un mejor lugar. Imaginó a don Atanasio como un padre del que podría aprender todos los secretos de aquel mundo totalmente nuevo que comenzaría a ser parte de su vida.
El juzgado funcionaba en una vieja casona, bastante mal mantenida, pero el ambiente que se respiraba era bueno. Con alegría y –porque no decirlo- con algo de temor, fue a su primer día de trabajo.  Se esmeró en su vestimenta, porque deseaba dar la mejor impresión. Todo parecía encaminarse de la mejor manera.
Pero, a poco de comenzar su trabajo, empezó a descubrir otra historia. Cada vez que cerraba la puerta del despacho, el benemérito juez Buenaventura, cambiaba, era otro, se transformaba. Al comienzo le pareció descubrir miradas insinuantes y muy tímidas; pero luego –a medida que el tiempo pasaba y empezaba a sentirse más seguro- aquel hombre no disimuló sus intenciones. De las miradas, pasó a las palabras y de las palabras a las palabrotas. Después comenzó con insinuaciones que se convirtieron en groseras y procaces. “Vení, sentarte acá, que te tengo que dictar una carta” le decía, mientras señalaba con sus manos su entrepiernas, o –con el mismo gesto- le decía “toma mi pluma que es mejor, te va a gustar mucho más”.
Al principio sorprendida, luego azorada y más tarde con temor, Laura no respondía, continuaba con su trabajo y actuaba como si nada ocurriera. Necesitaba el empleo.
Cuando debía ingresar a su escritorio, trataba de dejar la puerta abierta; pero –advertido del juego- Buenaventura la regañaba y le decía “no sabes que las puertas están para ser cerradas ¿o acaso vivís en carpa?”; y si no la cerraba ella, lo hacía él. Buscaba el momento de acercarse físicamente, y ella eludía la actitud tomando la mayor distancia posible. Laura solo le hablaba de lo laboral y –en cuanto podía- escapaba de aquel despacho.
El tiempo iba pasando y la situación se tornaba cada vez más difícil.
En algún momento hasta se sintió culpable de su propia belleza. ¿No sería que ella responsable de algo? ¿No lo incitaría –involuntariamente- tal vez?
Su vestimenta comenzó a ser una preocupación. No quería que pudiera pensar –él o cualquier otro- que algo de su indumentaria estaba destinado a provocarlo, porque –además- desconocía hasta donde podría llegar, cual podía ser el límite de aquel hombre. Blusas holgadas, polleras largas y para nada ajustadas, en fin… si bien no escondían totalmente sus atractivas formas, las disimulaban.
Pero no había caso. El punto culminante fue aquel día cuando, mientras le leía parte de un expediente, él se le acercó por detrás y le tocó el pelo para sacárselo del rostro e intentó acariciárselo. No supo cómo responder. Solo pidió disculpas y se retiró –como si nada hubiera pasado-. Lloró amargamente en el baño. Su calvario no lo había compartido con nadie. Ni sus padres, ni su novio, ni los amigos o compañeros de trabajo, sabían lo que estaba pasando. Es más, siempre destacaban  lo afortunada que era al poder trabajar con alguien tan importante.
¿Cómo huir de aquello? ¿Cómo ponerle fin sin perder su trabajo? ¿Quien le creería si lo denunciaba? Estaba convencida de que, si lo hacía, todo se volvería en su contra. Su mente trabajaba a mil buscando la manera. Se decía: un buen abogado debería encontrar la forma. Pero, en realidad,  no sabía cómo hacerlo.
Llegó el viernes. Era casi la hora de irse y Laura, después de llamar, ingresó al despacho y le acercó los expedientes del día para la firma; pero cuando se agachó para ponerlos frente a él sobre el escritorio, quiso el destino, la mala suerte o vaya a saber que cosa, que  uno de los botones de su blusa saltara, dejando al descubierto el corpiño, insinuante y provocativo.
Buenaventura, sonrió maliciosamente, mientras firmaba los folios y sus ojos no se separaban del atractivo espectáculo que ofrecía su asistente sosteniendo los papeles, inclinada frente suyo y a su lado. Entonces comenzó a deslizar una de sus manos entre las piernas de Laura acariciándole los muslos.
Ella, con una mano se tapó el pecho y esperó que terminara de firmar todo –en silencio- para intentar escapar rápidamente y evitar que él avanzara más. No pudo.
El hombre se paró y se interpuso  tratando de impedirle el paso; pero Laura, armándose de un valor que no tenía, pudo zafar pegándole un rodillazo en los testículos. Así puso salir. Atropelladamente. Como siempre. Sin queja, sin decir palabra alguna. Así, temblando, le oyó decir -con una voz que no disimulaba su tono amenazador- : “Así, arisca, me calentas mas, guachita”.
El lunes a primera hora, Buenaventura la llamó –desde la puerta de su oficina- de manera urgente a su despacho. Uno de los empleados le dijo que había solicitado días por enfermedad; que se sentía mal y que el jueves, según había dictaminado el médico de la repartición, volvería; pero que –no obstante- él cubriría lo esencial de su trabajo, por lo que estaba a su disposición.
Entre decepcionado y malhumorado, volvió a su escritorio.
El martes fue un día tranquilo.
El miércoles a eso de las diez de la mañana, el asistente sustituto le informó que lo llamaba el doctor Hermenegildo Zubiarán, presidente del Tribunal Superior, por teléfono.
Extrañado –porque rara vez lo hacía- levantó el tubo y escuchó:
-      ¿Cómo anda amigo Buenaventura? Ahora lo puedo llamar así ¿No es cierto? Se acabaron las formalidades y las distancias…
-      No comprendo...
-      Vamos amigo, no sabe como más de uno envidiamos y ponderamos su decisión…
-      Discúlpeme, doctor ¿pero podría ser más claro?
-      Al principio nos extrañó, pero después de leer los términos y de comprender lo importante que es para Usted dedicarse a escribir la rica experiencia que ha hecho en la justicia todos estos años y –por sobre todo- a estar más con su familia, no solo lo entendemos, sino que lo consideramos.
-      Pero… ¿A qué se refiere…?
-      Bueno, amigo, le comunico que con fecha de hoy salió la resolución del Tribunal Superior aceptando la renuncia que nos hizo llegar el viernes pasado con su asistente -esa chica nueva, tan bonita-, entre toda la documentación del día. ¡Qué bueno y que disfrute de su bien ganado descanso!



[i] Este cuento forma parte del libro “PARA MUESTRA BASTA UN CUENTITO” editado en enero de 2013


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