viernes, 21 de marzo de 2014

UNA RENGA


La casa de mi niñez, en La Plata, tenía una particularidad. El número. La dirección era calle 48 número 1216 ½. Si y medio. Esto daba la idea de que lo chiquita que era. Media parcela. Medio terreno. Pero en aquella casa tan pequeña, que fue construida con el esfuerzo y sacrificio de mi padre y su hermano, había cosas que sobraban.
Nunca dejó de faltar comida, hospitalidad y solidaridad. Cualquier conocido que llegaba a la hora de comer, ocasionaba la aparición –silenciosa, automática y milagrosa- de una silla y un plato más en la mesa. Cualquier problema que existiera, por supuesto que la familia era lo primero pero también para con los vecinos; allí estaba mamá dando una mano.
Pero ahora quiero hablar del segundo de los conceptos: la hospitalidad. Cualquier familiar que necesitara hospedaje tenía lugar en la pequeña casa. Se agrandaba, se estiraba, se ensanchaba, siempre podía sumarse uno más.
Entre los visitantes que recuerdo, estaba el abuelo Manuel, el papá de mamá. Después de mudarse de Zárate a La Plata, vivía en lo del tío Enrique (hermano de Mamá) en pleno barrio de El Mondongo.
No sé si había algún arreglo, acuerdo o era simplemente porque la familia del tío viajaba; pero -de vez en cuando- el abuelo Manuel venía a pasar unos días con nosotros. No era seguido. Solo de tanto en tanto.
Por aquel entonces, el anciano asturiano, estaría cerca de los 90 años.
Si bien yo lo quería mucho, mis pocos años le dedicaban poco tiempo y la barra de la esquina de 48 y 19 tiraba más. Carlitos –mi hermano- hacía su vida, papá trabajaba casi todo el día, mamá atendía su consultorio de pedicuría.
El abuelo –no obstante estar en terreno visitante- parecía estar contento con cambiar un poco de panorama. Claro que el nuevo escenario no le daba la seguridad del barrio de El Mondongo y La Loma significaba para él todo un desafío, casi un mundo nuevo a descubrir.
No obstante, no perdía su costumbre de salir a caminar, impecablemente vestido con su traje (con infaltable chaleco), su bastón de caña y luciendo su larga barba blanca, se lanzaba a la aventura. Comenzaba a «tantear» el barrio dando vueltas manzana, andando pausado y lento.
Observaba todo.
Recuerdo una de sus primeras estadías.
Pasados los primeros días parecía haberse amoldado a la situación y se lo veía feliz cada vez que salía. Desde que cerraba la puerta de calle y hasta que volvía, le perdíamos totalmente el rastro. Cuando regresaba, siempre lo hacía con una amplia sonrisa en el rostro.
Hasta que pasó.
Aquel día gris, en que doña María –una vecina- tocó insistentemente el timbre de la puerta de entrada de nuestra casa. Era una señora mayor (casi rondando los 80 años) que vivía a la vuelta. Su casa estaba al fondo de un largo pasillo.
No se la veía demasiado por la calle 48. Casi nunca. Pero esta vez, no solo se la veía, sino que se hacía notar. Estaba enojada (¿enfurecida?). Ruidosa. Mamá salió apresuradamente a abrir la puerta. ¡Pobre!. Ella recibió la andanada. No tuvo palabras para justificar la lluvia de reclamos que recibió.
Todo eran quejas y amenazas.
¿Cuál era el problema? Don Manuel Álvarez.
Según Doña María, la perseguía, la esperaba que saliera de su casa, la seguía cuando hacía los mandados. Lo encontraba en la entrada y la salida de la verdulería… de la carnicería… de la panadería… y todo esto acompañado por una serie de piropos insinuantes.
La diferencia de edades y la mayor vitalidad de Doña María, hacía que pudiera escapar del acoso de mi enamoradizo abuelo.
El asunto es que todo esto era muy romántico para él, pero nada digerible para ella.
Todavía me acuerdo cuando escuché (desde mi habitación) a mamá retarlo muy duramente.
Él estaba en el patio chico, debajo de la parra, sentado en uno de los sillones del juego de jardín, con la cabeza gacha y teniendo apoyadas sus dos manos y su mentón en la empuñadura del bastón, mientras escuchaba.
Sin reacción. Silenciosamente. Sin intentar esgrimir algún tipo de defensa.
«¡Pero Papá, que vergüenza!... Que bochorno… Que papelón… a sus años… en el barrio donde nosotros tenemos que vivir… con una vecina apreciada por todos… ¿acaso no se da cuenta?... debería ya mismo ir a pedirle perdón… etc. Etc. Etc.».
Don Manuel escuchaba, escuchaba y escuchaba.
Testigo involuntario de aquel descomunal reto, pude oír todo.
Se apoderó de mí una inmensa pena y una compasión enorme.
Cuando mamá se fue del patio y lo dejó solo; salí de mi pieza a acompañarlo. Seguía callado. Me senté frente a él y ambos quedamos sumidos en un total silencio. Después de un largo rato, comencé a notar que mascullaba algo. Balanceaba y balanceaba la cabeza de un lado hacia otro y balbuceaba. Frente a él, yo estaba completamente perdido. No entendía bien lo que decía. Hablaba muy bajo y casi a media lengua. Pensé que se recriminaba. Que arrepentido, mascullaba como pedir disculpas.
Hasta que en un momento me atreví y le dije en voz alta:
- ¿Qué dice abuelo...?
Allí fue mas claro.
- Una renga… una renga», repetía y repetía enfermizamente, casi de manera inentendible…
- ¿Qué?, le pregunte…
- Una renga, me dijo mucho mas fuerte y claramente.
- ¿Qué dice, abuelo?
- Tengo que conseguir una renga», me respondió.
- Pero ¿para qué? le pregunté, sorprendido e inocentemente.
- Pues, para que no se me escape; coño.

1 Este cuento (en una versión reducida) aparece en «El Libro de los Talleres X» de Editorial Dunken de octubre de 2010.

Este cuento esta incluído en el material del libro “De aquí, de allá y de mi abuelo también (y va con yapa)”, editado en diciembre de 2011.

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