domingo, 29 de diciembre de 2013

LARRAÑAGA

 





Dedicado a mis sobrinos Valeria y Enrique
          Hay quienes no ven en la soledad una ausencia sino todo lo contrario, una presencia amiga y muchas veces necesaria. Es una alternativa de generar las condiciones para poder mirar el interior… para meditar… para contar con ese espejo ineludible y necesario que permite ingresar en nosotros mismos y llegar hasta el alma. Posiblemente uno de los desafíos mayores en la historia de la humanidad está en encontrar la fórmula para conocerse a uno mismo. No cabe duda de que en esa ecuación, la soledad y el silencio ocuparán un lugar preponderante.
¿Acaso los profetas y el mismo Jesús no se internaban en el desierto o subían a la montaña, para –en soledad- poder dialogar con el Altísimo?
Pero son muchos los que están solos, aún sin buscarlo, aún sin buscarse. Esta historia es uno de esos casos.
Ramiro abrió la puerta del rancho, después de la rutina mañanera de levantarse y se encontró con Larrañaga. Le alegró verlo.
-¿Cómo le va? Espere un poco y me acompaña mientras tomo unos mates.
Tomó de la cocina la pava, los implementos y un banquito, salió y se acomodaron debajo de la sombra, en la galería. Comenzó allí toda la ceremonia de preparación de los amargos. Lenta y parsimoniosamente, como a él siempre le gustó: Poner un poco mas de la mitad de yerba en la calabacita, taparla con la mano y batirla, luego humedecer la yerba a un costado del recipiente con agua fría y después de haberla dejado reposar, acomodar la bombilla en ese mismo lugar para terminar echando cuidadosamente un chorrito de agua caliente, bien al lado de ella. Cuando terminó, se acomodó y fijó su vista en el horizonte.
-Tengo que hacerle una confidencia, dijo.
Intercambiaron miradas, como dando espacio a lo que se venía. Ramiro hizo un largo silencio, mientras veía el campo. Nunca es igual. Todos los días cambia algo. Una planta que crece, una flor que se abre… Ojo que ver no es igual que mirar. Muchos miran, pero no ven; por eso les parece que todo es igual. Después continuó:
-Ud. Sabe, Larrañaga, que los otros días la volví a ver… ah…  Carmencita… que criatura hermosa. Nos cruzamos y alcancé a verle los ojos, son como dos luceritos encendidos… verla moverse, parece que baila no que camina y me hizo una sonrisa que bueno…  como decirle, me dejo embrujado.
Otra vez el corte. Los minutos se hicieron largos, parecía que se estiraban… en estos lugares, el apuro no existe. Entonces siguió, acompañando sus palabras con una sonrisa pícara y un guiño cómplice:
-¿Y sabe qué?  me parece que no le soy indiferente…
Larrañaga lo miró y quedó en silencio, respetuoso, como un amigo que acaba de recibir un secreto y debe mantenerlo guardado, en sigilo. Se hizo una pausa, menor que las anteriores, porque pareció que un relámpago de ansiedad cruzo por el rostro de Ramiro y disparó, meneando la cabeza:
-No sé… pero uno de estos días la encaro y le digo que no puedo estar sin ella y la invito a que me acompañe a vivir para siempre en el rancho… 
Respiró profundamente y no dejó pasar mucho mas para la consulta:
-¿Qué le parece a Ud.?
Creyó intuir en la mirada de su acompañante un gesto de aprobación.
El tiempo que no se mide por reloj sino por la altura del sol y por el estómago, siguió avanzando, sin prisa pero inexorable. Como pidiendo permiso, agregó:
-¿Ud. opina que es muy atrevido de mi parte?
Nuevamente la pausa. Otra vez el silencio. Pero no un silencio de ausencia, sino uno de  maduración, de contemplación. No esperaba una respuesta, con la mirada alcanzaba.
De pronto, una fugaz idea le cambió la cara… y medio amoscado, atacó:
-No… me lo veo venir… no me venga con eso de la edad, que es muy chica para mí. Vea Larrañaga, San Martín, el padre de la Patria, le llevaba 20 años a Remeditos cuando se casó con ella… y yo no llego ni a la mitad… así que déjese de jorobar…
Larrañaga se encogió, aguantando el chubasco.
Entre mate y mate solo se escuchaba el canto de uno que otro pajarito y la fuerte chupada de la bombilla. Parecía que hablaba compartiendo lo que decía con el viento y ahora solo repetía, en voz baja y como para tomar coraje:
-Uno de estos días la encaro y le digo…
El momento. La reflexión, pero también el punto y aparte.
-¿Sabe qué? Tengo un alambrado caído allá cerca de la aguada de las cabras… así que voy a dejar de haraganear y me voy a arreglarlo. ¿Me acompaña? ¡Vamos Larrañaga…!
Se levantó y se dirigió a las tareas, mientras repetía por lo bajo: «Uno de estos días la encaro y le digo…».
Larrañaga dejó el hueso, de un salto se incorporó y comenzó a seguir los pasos de su amo, mientras movía alegremente la cola.
Así empezó aquella mañana de primavera puntana, cerca, muy cerca de Concarán.
Este cuento está incluido en la «11ra. Antología Anual Especial 2010» de poesía y narrativa breve de Ediciones Raíz Alternativa.
Este cuento esta incluído en el material del libro “De aquí, de allá y de mi abuelo también (y va con yapa)”, editado en diciembre de 2011.



sábado, 21 de diciembre de 2013

DESTINO


Cada vez que recuerdo a Guillermo, no dejo de sentir una enorme nostalgia. Es doloroso aceptar que un amigo se fue. Él lo tenía todo. Había nacido en un hogar humilde de las orillas de Santa Fe, cerca de la cancha de Colón. Toda su vida fue sabalero a muerte. Lo conocí cuando llego a Concepción del Uruguay, a comienzos de los 80. Empezamos a frecuentar una mesa de la confitería  Mon Cherí en la esquina de San Martín y Vicente H. Montero. Nos reuníamos a la tardecita a tomar un café, cuando las chicas que iban al profesorado parecían hacer un desfile de modas frente a nosotros.
De estatura mediana y contextura normal, con un pelo renegrido que parecía brillar y ojos vivaces y  penetrantes. Siempre mostraba una enorme sonrisa. Sincera, franca. Montando una empresa de distribución de lácteos había progresado económicamente. Muy joven se casó con Ángela. Sus padres fueron amigos toda la vida y el casamiento pareció el resultado natural. Mas allá de que se amaban, se conocían de memoria. El decía que nunca podría haber tenido una relación así con otra mujer, porque ella era para él y él para ella. El destino así lo había determinado. Le ponía a todo algo adicional: superstición. No le gustaba  decirlo, temía que se burlaran, pero -por ejemplo-   todos los días consultaba el horóscopo. Se sabía hasta el chino.
Este tema era muchas veces el centro de la charla en la mesa del café. Siempre terminaba con la discusión consabida: Que el libre albedrío o que todo estaba escrito, que nadie podía escapar de su destino o que todos construimos el futuro que somos capaces, que esto, que aquello. Nunca se llegaba a nada, porque cada uno seguía convencido de lo que decía y no cambiaba ni un ápice la posición del resto.
Lo suyo era obsesivo: no levantarse con el pie izquierdo, ni ingresar en ninguna habitación de la misma manera. No cruzarse con gatos negros, ni pasar debajo de una escalera. La orientación de la cama. El poner un vaso de agua debajo de la cama y mucho más. Todo eso parecía que le daba seguridad ahuyentando peligros .
Siempre me llamó la atención esa actitud de incauto en alguien que creía inteligente. Un día se lo dije. Pensé que lo iba a tomar mal, pero no fue así. Todo lo contrario.
«Te voy a contar un secreto –me dijo- que solo Ángela conoce. Me tocó hacer la colimba en Monte Caseros y durante un franco conocí a una joven gitana. Hermosa. Me envolvió. La relación duró solo una noche porque no podía olvidarme de mi novia; pero fue intensa y tuvo consecuencias: quedó  despechada. Un día, cuando salía del cuartel, me cruzó,  me maldijo y sin más  me puso un papel doblado en el bolsillo, diciéndome que ahí  estaba escrito el día de mi muerte». Mi miró a los ojos, mientras buscaba su billetera y extraía un amarillento papel doblado y prosiguió: «No sabes el calvario que es  tener al alcance de la mano la posibilidad de conocer la fecha de tu propia muerte. Vivo obsesionado. Jamás me he atrevido a mirarlo. No podría. ¿Cómo viviría de allí en más? Por eso trato con todas mis fuerzas de alejar la mala suerte, a ver si zafo».
Lo sentí conmovido y traté de tranquilizarlo diciéndole que todo había sido el invento de una mujer dolida para asustarlo y vaya si lo había conseguido. «No le des bola, eso no puede ser. ¿Quién era ella para  saber semejante cosa? dejate de joder con todo eso, tira el papel a la mierda y seguí tu vida», le dije. «No, hermanito –me respondió- es cierto, vivo aterrorizado y he llevado siempre conmigo el maldito papel. Compréndeme y, por favor, créeme». Me dio pena contradecirlo y no quise agregar más, solo atiné a ponerle una mano en el hombro y apretarla fuertemente. Nunca más hablamos del tema.
Mon Cherí desapareció y con ella aquellos encuentros. Como pasa siempre con el tiempo, nuestras vidas tomaron caminos diferentes. De vez en cuando nos cruzábamos,  nos poníamos al tanto de nuestras vidas. El afecto estaba ahí, intacto.
Los años pasaron y un día leo en el diario –con sorpresa y profundo dolor- un aviso fúnebre: Guillermo había muerto.
Llegué al velatorio acongojado y repasando recuerdos. Busqué con la mirada a Angela. La vi, no lloraba, parecía estar entera. La abracé y le pregunté: «¿que pasó?». Sus ojos se clavaron en los míos, tomo fuertemente mi brazo y me llevó afuera. Ahora con lágrimas en sus ojos me contó: «Anoche Guillermo estaba raro. Después de mirar televisión me dijo que toda la vida había estado obsesionado por un tema que, tanto vos como yo conocemos, y estaba decidido a averiguar la verdad: Si había sufrido tantos años perseguido por una imaginaria maldición o si allí había algo de cierto. Le dije que no lo hiciera, que no hacía falta, que para qué…  pero no me hizo caso y se fue al dormitorio. Vos sabes como era cuando se lo contradecía. Deje pasar un rato, hasta que terminó el noticiero ¿viste? Cuando fui a la pieza. Lo encontré tirado en la cama, con la billetera en una mano y con el papel abierto en la otra. ¡Estaba muerto!». Se secó las lágrimas, se alejó un poco de mi como tomando valor, respiró profundamente y agregó: «¿sabes una cosa? el papel, el maldito papel, el puto papel… estaba en blanco».

Este cuento está incluido en la «11ra. Antología Anual Especial 2010» de poesía y narrativa breve de Ediciones Raíz Alternativa. 
Este cuento esta incluído en el material del libro “De aquí, de allá y de mi abuelo también (y va con yapa)”, editado en diciembre de 2011.

sábado, 14 de diciembre de 2013

EL CARTEL

         Cuando salió para trabajar a primera hora de la mañana, le llamo la atención el cartel. En la vidriera de la ferretería de al lado decía: «Busco empleado Mayor de Edad».
Pensó, «don Pedro se está cansando de cargar cajas y productos… lo bien que hace».
Después de trabajar todo el día, volvió a su casa. Cuando pasó frente a «El tornillo loco», el cartel no estaba.
- ¿Viste el cartel que puso don Pedro pidiendo empleado?, -le comentó durante la cena a Nelly.
- El cartel no lo vi, pero ya lo tomó. A mí no me gusta ¡si le vieras la facha! - agregó- es un chiquilín todo modernoso con aritos y tatuajes, que te mira con total desprecio y una actitud de superioridad.
- No te apures en juzgarlo mal, dale tiempo. Los chicos de hoy son muy diferentes a como éramos nosotros...
- A mi no me gusta y vos sabés que tengo buen ojo para esas cosas…
El sillón del estar, el cansancio y el torturador ejercicio de ver la sangrienta televisión de estos días, para terminar mirando una película vieja y después a descansar. Esa es la rutina.
Al día siguiente cuando regresó de la oficina, su esposa estaba enojadísima.
- ¿A que no sabes que hizo tu amiguito?, le dijo ni bien abrió la puerta.
Pues creyendo que nadie lo veía, barrió todas las hojas a nuestra vereda y vos viste lo que es el fresno de la ferretería este otoño.
- ¿Le dijiste? ¿a que no? Vos siempre te quejás, pero nunca tomás las riendas de la cosa. Decile y vas a ver que el chico reflexiona y no lo hace más.
- A mi no me gusta y vos sabés que tengo buen ojo para esas cosas…
No se quien fue el inventor, pero bien dicen que no hay dos sin tres.
Al tercer día, se repitió la escena casi calcada.
- ¿A que no sabes que hizo hoy tu amiguito?, le disparó cuando todavía ni siquiera había entrado. Volvió a barrer todas las hojas a nuestra vereda.
- ¿Le dijiste?
- ¡Por supuesto, casi me lo como crudo!
- ¿Y?
- Se me rió en la cara y sin pronunciar palabra se metió en la ferretería…
- Decile a don Pedro, vas a ver como el soluciona la cosa y pone al chico en su lugar…
Después la cena, el rato de tortura televisiva y un diálogo que, de tanto en tanto, Nelly interrumpía con un «yo te dije, a mi no me gusta y vos sabes que tengo buen ojo para esas cosas…», dándole la pauta de que seguía enroscada con el mismo tema, sin importar cualquier otra cosa de que la hablaran.
A la mañana siguiente partió a trabajar con un solo deseo, no encontrar el mismo discurso a su regreso. Pero se equivocó… ¡y cómo!
Ella estaba con la puerta abierta, esperándolo en la vereda.
- Estoy indignada, andá vos a reclamarle a don Pedro
- Pero ¿Qué pasó?
- Fui, como me dijiste, pero se ve que lo tiene engatusado. Me explicó que le preguntó y él lo negaba todo, que tal vez me parecía a mi… que podía ser el viento… en fin… me trató de mentirosa y fabulera… mirá me fui, porque me iba a dar un ataque de presión… asi que andá y hacete cargo vos que para algo sos el hombre de la casa…
- Pero Nelly, recién llego y estoy rendido, por otro lado ahora está cerrado, dejémoslo para mañana o para el fin de semana que estoy mas libre
- Miedo, ¿es eso? Le tenes miedo a enfrentarte con don Pedro y sos capaz de dejar que basureen a tu mujer, con tal de no poner las cosas en su lugar… mamá bien me decía que vos no valías la pena… que me iba a arrepentir… ¡casarme con un cobarde! ¡No me merecés...! ¡con diez años menos, hubiera hecho las valijas y no me veías más un pelo! Pero ahora que estoy vieja y arruinada ¿Qué voy a hacer? Cobarde… eso es lo que sos… un Cobarde…
El agachó la cabeza y entró a la casa sin hacer comentarios. Cenaron callados, hasta la sopa le cayó pesada. En silencio se fueron a acostar.
Era viernes y se venía un fin de semana complicado. En lugar de encontrar un refugio de paz en el hogar después de una semana agotadora, su casa estaba en pie de guerra. El enemigo parece que no era mas el empleado tatuado, ni siquiera don Pedro… ahora era él.
En una hermosa mañana otoñal se tuvo que hacer el desayuno y leyó el diario sin emitir sonido. Claro que ella ni lo miraba.
Cuando eran poco mas de las 10 fue a la ferretería. El nuevo empleado estaba solo y mataba su aburrimiento lanzando al aire una moneda de un peso. Cara o ceca, ceca o cara.
No lo conocía, lo que era una ventaja.
- Dame un par de calcetines, le dijo.
- Disculpe señor, pero está equivocado, esto es una ferretería, le respondió sorprendido.
- De lana, por favor.
- Le dije don, que aca no vendemos calcetines, le expresó medio molesto
- ¿Marrón tiene?
- ¿Porque no va a una tienda y le pregunta?, ya de malas maneras.
- Me gustaría que tengan alguna fantasía, no sé, y se quedo como pensando
- ¿Ud. es tonto, idiota o me está tomando el pelo? Lo espeto irrespetuosamente y en voz alta.
- Si tiene con rombos, llevo también un par en tono azul.
- ¡¡¡Loco, váyase de acá!!! Le gritó con fuerza, fuera de sí.
Tan fuerte fue el alarido que lo escuchó don Pedro desde la oficina del depósito que esta en el fondo, asi que vino apresurado para ver que pasaba.
Su empleado, tratando de tranquilizarse pero todavía en forma destemplada, le señaló: «¡este hombre está loco, me pide calcetines!»…
El viejo ferretero trató de tranquilizarlo, tomo su lugar y le preguntó a su vecino –que aparentaba un total desconcierto- que era lo que quería.
- Yo… yo andaba buscando diez tornillos de tres pulgadas, ah… y con los tarugos, pero no se… este muchacho no sabe… ¿tiene o no tiene?, le inquirió titubeando.
La sorpresa se dibujó en la cara del joven. Don Pedro lo miró fijamente y le pidió que se fuera a la oficina.
Él le comentó por lo bajo:
- Don Pedro, este muchacho es muy raro ¿qué le pasa? ¿está enfermo?
Tenga cuidado con él, vio las costumbres que tienen hoy, a veces la droga hace estragos y los hace capaces de cualquier cosa, robar, violar, matar… Ud. sabe… yo que soy vecino de tantos años puedo decirle que hasta a mi me preocupa, porque ve todos los días nuestros movimientos, las entradas y las salidas de casa…
Antes de salir de la ferretería con los tornillos envueltos en papel de diario, lo remató…
- ¿A Ud. todavía no le ha faltado nada? ¿Está seguro?
A don Pedro se le fue transformando la cara. De su rosado habitual a un blanco papel que asustaba.
Tal como había previsto, fue un fin de semana para el olvido. Nelly siguió enojada y ofendida, a pesar de que él le confió que había hecho lo que tenía que hacer para solucionar el problema. No le creía. Le toco comer hamburguesas y salchichas. La soledad en un ambiente hostil, siempre es mala. Así que busco en la cómoda «El Rey de la Milonga» de Fontanarrosa que le habían regalado para su cumpleaños y se dedicó a esa generosa amiga que siempre espera bien dispuesta sin pedir nada: la lectura.
El lunes, cuando salió para trabajar a primera hora de la mañana, no le llamó la atención que reapareciera el mismo cartel de unos días antes, en la vidriera de la ferretería de al lado, pero con una leve diferencia, decía: «Busco empleado de Edad Mayor».
Este cuento esta incluído en el material del libro “De aquí, de allá y de mi abuelo también (y va con yapa)”, editado en diciembre de 2011.

domingo, 8 de diciembre de 2013

CODIGOS




Vuelvo para terminar de arreglar algunos papeles de la venta de la casa, ya que desde nuestro traslado a Buenos Aires, no había regresado a Concepción del Uruguay. Volver es nostalgia, recuerdos, momentos de felicidad, de amargura, tristezas y alegrías… volver a una vida pasada…
Todo pasa como un sueño, como algo que no se si alguna vez existió; porque nada de eso queda ya, más que en la memoria de los que lo vivimos y en la medida que lo traemos de la mano al presente.
El colectivo llega a horario y en la escribanía los trámites se resuelven más rápido de lo esperado. ¡Como extraño eso de Uruguay!
El boleto dice que tengo que estar en la terminal a las 15, así que me queda un buen rato hasta entonces.
¿Qué hacer?
         Comienzo a caminar casi por reflejo hacia la histórica plaza Ramírez.
No puedo dejar de admirarme de lo bella que es.
Otra vez, como lo hice tantos años, sigo el camino de la calle 9 de Julio por el sendero central de la plaza, hacia el oeste. Hasta me parece que las rosas me reconocen, que se vuelven para saludarme, que se acuerdan de mí, como un viejo amigo al que vieron en los días de aquellas primaveras cuando pasaba frente a ellas rumbo al trabajo en la Cooperativa. Admiro la Basílica remodelada. Me detengo frente al imponente Colegio del Uruguay, donde –alguna vez- tuve el honor de impartir clase. ¡Cuántas cosas pasan frente a mí, como fugaces imágenes que se renuevan en un video-clip de añoranzas!
Camino lentamente, valoro cada paso… hasta que la veo. Allí, haciendo cruz con el histórico, la confitería Rys… un lugar de encuentro permanente…
¡Cómo no entrar una vez más...!
Casi instintivamente voy hacia «nuestra» mesa, el lugar donde nos reuníamos aquel grupo de amigos como excusa para comentar las novedades del día, hablar de mujeres, de autos, de barcos, discutir de política, de fútbol, en fin de todo.
Éramos cuatro amigos que compartíamos aquel momento casi mágico de conversar sin ataduras… En una época jugábamos al paddle todos los jueves por la tarde, antes de ir a la confitería. ¡Qué hermoso grupo! Carlitos, un bonachón que vivía organizando campamentos de pesca; el petiso García, al que siempre le faltaba un centavo para el peso y el gordo Munilla, que si bien decía que era martillero, su verdadera profesión era «buscavida». Los extraño tanto a ellos, como a los años juveniles que tenía por aquel entonces.
La mesa está ocupada, invadida por un señor pelado sentado de espaldas.
Me acerco despacio y dudo… no sé si es una trampa de mi subconsciente, porque me parece que no es otro que el gordo Munilla ¡y sentado en el lugar de siempre…! Simpático, chistoso, «entrador». Siempre contaba sus nuevas hazañas. ¿Cuáles? Cómo había hecho caer a algún notorio ciudadano de la ciudad al que engañaba haciéndole creer alguna situación totalmente urdida y mentirosa, cuyo resultado –eso sí- nunca era gratis, porque siempre se le quedaba con algunos pesos. «¡Flor de atorrante, sos vos!» le decíamos, entre carcajadas. Pero el Gordo, eso sí, tenía códigos.
No solo nunca había estafado a ninguno de nosotros, sino que también guardaba ese respeto para con nuestros familiares y amigos. Cuando nota mi presencia, al principio no me reconoce, pero luego un brillo especial sale de sus ojos y una sonrisa, aquella de la eterna picardía, se dibuja en su rostro.
Se para y exclama «¿Sos vos, no es cierto?», me pongo a reír y casi sin darme cuenta se me escapa una lágrima. «¡Ciego querido, pero si sos vos… que alegría!» repite ya a los gritos, mientras me estrecha en un abrazo que casi me deja sin huesos. Nos sentamos, cuando aparece el mozo.
- ¿El señor que va a tomar?
- No sé, dame un cafecito, como el que toma el Gordo
- Pero Ciego querido, ma que cafecito –dice casi a los gritos- ni que ocho cuartos, traete una picada, la mejor que puedas hacer, tenemos que festejar este encuentro… ah y traenos champagne, el mejor que tengas, el más caro, ese que está escondido para clientes especiales…
A partir de allí las anécdotas desfilan una tras otra, reímos y reímos porque el Gordo tiene la virtud de acordarse de aquellos que ya no están no de una manera triste, sino a través de una evocación graciosa, simpática, ocurrente.
También comenzamos a ponernos al día sobre la vida de cada uno.
Si hasta parece un chiste como me cuenta que esta «tirado y sin un mango». Cuando le ofrezco dinero, me mira mal y me retruca: «Mi querido amigo, no me ofendas; se que lo haces con buena intención y te lo agradezco; pero nunca podría recibir un peso tuyo. En estos años he perdido muchas cosas, pero si hay una cosa que no he perdido, son los códigos» me dice resueltamente. Casi con vergüenza bajo la mirada.
Siguen pasado los cuentos… uno tras otro… parece que no van a acabar nunca, parece que yo mismo quisiera que no acaben nunca.
En un momento, miro el reloj y me doy cuenta que ya es hora de irme. Tomo los tickets de abajo de la botella vacía y veo que el champagne no era realmente bueno, pero si era realmente muy caro.
Rápido, el gordo advierte el gesto e insiste una y otra vez en pagar y pensando en la situación que me había confiado, le pido, casi le ruego, que me deje pagar a mí.
- Esta vez invito yo, le digo, pero la próxima te toca a vos y preparate porque esa sí que va a ser salada en serio.
Ambos reímos y agrego:
- Como ya se me está haciendo tarde te dejo la plata y me voy para la terminal…
- ¿Sabes qué? Me dice, aguántame un par de minutos que voy al baño y luego vuelvo para despedirnos como nos merecemos… ¡Como te va a ir así nomás...!
Se para, comienza a caminar, pero –de pronto- vuelve toma los tickets y el dinero…
- Dame que se lo alcanzo al mozo, así no perdemos más tiempo después.
Mientras lo espero, repaso riendo aquellas anécdotas en las que dejaba atrapados en la telaraña de sus mentiras a «notorios» personajes uruguayenses. ¡Cómo podían ser tan inocentes, tan crédulos, tan zonzos!
Comienzan a pasar los minutos y el gordo no aparece. Vuelvo a mirar el reloj. Realmente si demoro, no llegaré a tiempo. Me paro y voy al baño, para verlo y decirle adiós, pero no está. Me quedo con una enorme tristeza y comienzo a caminar hacia la salida de calle Galarza, cuando el mozo se interpone y me dice:
- Señor, el champagne, el más caro… hay que pagarlo, junto con toda la consumición…
- ¿Cómo? Le digo sorprendido ¿El señor que estaba conmigo no pagó?
- El señor que estaba con Ud. –me dice- se fue apresuradamente hace más de quince minutos, eso sí, matándose de risa.
* Este cuento ganó el segundo premio en el Certamen Provincial de Poesias y Cuentos Cortos «Héctor de Elía» en su edición 2011, organizado por la Escuela Media 8 de Colonia Elía (E.R.).

Este cuento esta incluído en el material del libro “De aquí, de allá y de mi abuelo también (y va con yapa)”, editado en diciembre de 2011.