Vuelvo para terminar de arreglar algunos papeles de la venta de la casa,
ya que desde nuestro traslado a Buenos Aires, no había regresado a Concepción
del Uruguay. Volver es nostalgia, recuerdos, momentos de felicidad, de
amargura, tristezas y alegrías… volver a una vida pasada…
Todo pasa como un sueño, como algo que no se si alguna vez existió; porque
nada de eso queda ya, más que en la memoria de los que lo vivimos y en la
medida que lo traemos de la mano al presente.
El colectivo llega a horario y en la escribanía los trámites se
resuelven más rápido de lo esperado. ¡Como extraño eso de Uruguay!
El boleto dice que tengo que estar en la terminal a las 15, así que me queda
un buen rato hasta entonces.
¿Qué hacer?
Comienzo a caminar casi por reflejo hacia la histórica plaza Ramírez.
No puedo dejar de admirarme de lo bella que es.
Otra vez, como lo hice tantos años, sigo el camino de la calle 9 de Julio
por el sendero central de la plaza, hacia el oeste. Hasta me parece que las
rosas me reconocen, que se vuelven para saludarme, que se acuerdan de mí, como
un viejo amigo al que vieron en los días de aquellas primaveras cuando pasaba
frente a ellas rumbo al trabajo en la Cooperativa. Admiro la Basílica
remodelada. Me detengo frente al imponente Colegio del Uruguay, donde –alguna
vez- tuve el honor de impartir clase. ¡Cuántas cosas pasan frente a mí, como
fugaces imágenes que se renuevan en un video-clip de añoranzas!
Camino lentamente, valoro cada paso… hasta que la veo. Allí, haciendo cruz
con el histórico, la confitería Rys… un lugar de encuentro permanente…
¡Cómo no entrar una vez más...!
Casi instintivamente voy hacia «nuestra» mesa, el lugar donde nos reuníamos
aquel grupo de amigos como excusa para comentar las novedades del día, hablar
de mujeres, de autos, de barcos, discutir de política, de fútbol, en fin de
todo.
Éramos cuatro amigos que compartíamos aquel momento casi mágico de
conversar sin ataduras… En una época jugábamos al paddle todos los jueves por
la tarde, antes de ir a la confitería. ¡Qué hermoso grupo! Carlitos, un
bonachón que vivía organizando campamentos de pesca; el petiso García, al que
siempre le faltaba un centavo para el peso y el gordo Munilla, que si bien
decía que era martillero, su verdadera profesión era «buscavida». Los extraño
tanto a ellos, como a los años juveniles que tenía por aquel entonces.
La mesa está ocupada, invadida por un señor pelado sentado de espaldas.
Me acerco despacio y dudo… no sé si es una trampa de mi subconsciente,
porque me parece que no es otro que el gordo Munilla ¡y sentado en el lugar de
siempre…! Simpático, chistoso, «entrador». Siempre contaba sus nuevas hazañas.
¿Cuáles? Cómo había hecho caer a algún notorio ciudadano de la ciudad al que
engañaba haciéndole creer alguna situación totalmente urdida y mentirosa, cuyo
resultado –eso sí- nunca era gratis, porque siempre se le quedaba con algunos
pesos. «¡Flor de atorrante, sos vos!» le decíamos, entre carcajadas. Pero el
Gordo, eso sí, tenía códigos.
No solo nunca había estafado a ninguno de nosotros, sino que también guardaba
ese respeto para con nuestros familiares y amigos. Cuando nota mi presencia, al
principio no me reconoce, pero luego un brillo especial sale de sus ojos y una
sonrisa, aquella de la eterna picardía, se dibuja en su rostro.
Se para y exclama «¿Sos vos, no es cierto?», me pongo a reír y casi sin
darme cuenta se me escapa una lágrima. «¡Ciego querido, pero si sos vos… que
alegría!» repite ya a los gritos, mientras me estrecha en un abrazo que casi me
deja sin huesos. Nos sentamos, cuando aparece el mozo.
- ¿El señor que va a tomar?
- No sé, dame un cafecito, como el que toma el Gordo
- Pero Ciego querido, ma que cafecito –dice casi a los gritos- ni que ocho
cuartos, traete una picada, la mejor que puedas hacer, tenemos que festejar
este encuentro… ah y traenos champagne, el mejor que tengas, el más caro, ese
que está escondido para clientes especiales…
A partir de allí las anécdotas desfilan una tras otra, reímos y reímos porque
el Gordo tiene la virtud de acordarse de aquellos que ya no están no de una
manera triste, sino a través de una evocación graciosa, simpática, ocurrente.
También comenzamos a ponernos al día sobre la vida de cada uno.
Si hasta parece un chiste como me cuenta que esta «tirado y sin un mango».
Cuando le ofrezco dinero, me mira mal y me retruca: «Mi querido amigo, no me
ofendas; se que lo haces con buena intención y te lo agradezco; pero nunca
podría recibir un peso tuyo. En estos años he perdido muchas cosas, pero si hay
una cosa que no he perdido, son los códigos» me dice resueltamente. Casi con
vergüenza bajo la mirada.
Siguen pasado los cuentos… uno tras otro… parece que no van a acabar
nunca, parece que yo mismo quisiera que no acaben nunca.
En un momento, miro el reloj y me doy cuenta que ya es hora de irme.
Tomo los tickets de abajo de la botella vacía y veo que el champagne no era
realmente bueno, pero si era realmente muy caro.
Rápido, el gordo advierte el gesto e insiste una y otra vez en pagar y pensando
en la situación que me había confiado, le pido, casi le ruego, que me deje
pagar a mí.
- Esta vez invito yo, le digo, pero la próxima te toca a vos y preparate
porque esa sí que va a ser salada en serio.
Ambos reímos y agrego:
- Como ya se me está haciendo tarde te dejo la plata y me voy para la terminal…
- ¿Sabes qué? Me dice, aguántame un par de minutos que voy al baño y
luego vuelvo para despedirnos como nos merecemos… ¡Como te va a ir así
nomás...!
Se para, comienza a caminar, pero –de pronto- vuelve toma los tickets y
el dinero…
- Dame que se lo alcanzo al mozo, así no perdemos más tiempo después.
Mientras lo espero, repaso riendo aquellas anécdotas en las que dejaba atrapados
en la telaraña de sus mentiras a «notorios» personajes uruguayenses. ¡Cómo
podían ser tan inocentes, tan crédulos, tan zonzos!
Comienzan a pasar los minutos y el gordo no aparece. Vuelvo a mirar el
reloj. Realmente si demoro, no llegaré a tiempo. Me paro y voy al baño, para
verlo y decirle adiós, pero no está. Me quedo con una enorme tristeza y
comienzo a caminar hacia la salida de calle Galarza, cuando el mozo se interpone
y me dice:
- Señor, el champagne, el más caro… hay que pagarlo, junto con toda la
consumición…
- ¿Cómo? Le digo sorprendido ¿El señor que estaba conmigo no pagó?
- El señor que estaba con Ud. –me dice- se fue apresuradamente hace más
de quince minutos, eso sí, matándose de risa.
Este cuento esta incluído en el material del libro “De aquí,
de allá y de mi abuelo también (y va con yapa)”, editado en diciembre de 2011.
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