Creo que si alguien
quiere intelectualizar los legados, las enseñanzas, los mensajes, que quedan de
generación en generación en una familia; no siempre tiene una tarea sencilla.
Nadie (o pocos) se
acuerda de los discursos o de las palabras de quienes fueron sus mayores o
formadores, mas allá de alguna referencia especial.
Nadie (o pocos)
pueden decir puntualizando: que es lo que le enseñaron sus padres (o quienes se
encargaron de su educación), ejemplificando: recibí claramente esto o me quedó,
sin lugar a dudas, aquello.
Quizás lo que mejor
permita acercarse a ese objetivo, sean los recuerdos o anécdotas. Algunas
aleccionadoras, otras graciosas, tal vez algunas originales, las menos tristes,
pero que –no siempre- esos testimonios de vida se permiten traducir en
conceptos concretos. Una enseñanza clara como tal.
No es mi caso. Si
bien en la casita de mi La Plata
natal, en la calle 48, donde crecí allá a comienzos de los años 60, la que
parecía llevar la voz cantante (y por cierto que cantaba muy bien) era Mamá; de
quien recibí mas claramente mensajes, fue de Papá.
Tal vez por su
propia sencillez. Siempre ubicado en un buscado segundo plano.
Sin embargo dejó la
marca de lo que para él eran los principios rectores de una buena vida. No de
una buena vida en cuanto a pasarla cómodamente (¡justamente nosotros que
vivíamos bastante apretados económicamente hablando!), sino de hacer las cosas
que a uno le gustan –dentro de las posibilidades-, en busca de encontrar
momentos de felicidad o al menos momentos gratos. Y creo que, tanto Carlitos
(mi hermano), como yo –sin que sea nuestra intención o nuestro propósito-
recogimos ese testimonio. Tal vez no sea cuestión de decisión, quizás sea
inconciente o tal vez genético. Quizás un sello o un distintivo de la familia.
Si quiero hacer un
listado, es taxativo y no necesito pensarlo demasiado.
Papá era un hombre
fundamentalmente bueno, con una bolsa enorme de amor por los chicos. No solo
sus hijos, nosotros, sino por todos los chicos.
Si hay una cosa que
lamento es que no haya podido ver el crecimiento de sus nietos… Si bien no fue
una decisión querida, le robamos esa posibilidad.
También tenía una
confianza ciega en nosotros –sus hijos- (que a veces, por lo menos a mí, me
daba un poco de temor porque era una prueba permanente).
Para él era muy
clara la diferencia entre lo que estaba bien y lo que estaba mal. A pesar de
haber cursado solo hasta el segundo grado de la escuela primaria, no necesitó
libros para aprenderlo. En la lógica de la calle, de aquella ciudad de La Plata de principios del
siglo pasado. Allí lo aprendió.
Así nos lo
trasmitió. No hablando. Con su ejemplo de vida. Todos los días y en cada acto
de su vida.
Cinco cosas rescato
muy, pero muy claramente, de su herencia: Honestidad, Responsabilidad, Orden,
Familia y Lealtad.
Y no pretendo hacer
un estudio académico de cada uno de estos conceptos, sino que me quiero
concentrar en el último: La
Lealtad.
Creo que nunca se
habló de él –como tal- específicamente. No hacía falta.
Lealtad concebida
como una irrestricta adhesión a las personas que uno ama, a las ideas, a los
principios, pero –singularmente- a las instituciones.
Y aquí comenzamos
nuestra historia.
Todos los primeros
días del mes, llegaba a la casa de mi niñez, un hombre con un manojo de
papelitos (eran recibos de pago). Con mis cuatro o cinco años abría la puerta y
veía, plantado frente a mí, un enorme señor entrado en años, rubión, de pelo
cortito, hablando completamente atravesado, pero con una enorme sonrisa en los
labios. No le entendía nada, pero ya sabía. Era “el de la Fratelanza”.
Podía faltar de
todo en casa (y de hecho faltaba mucho). Podíamos estar ahorrando para comprar
zapatos, ropa o comida; pero siempre estaba dispuesta la cuota para la Hermandad. Eso era
lo primero.
Alguna vez supimos
que, siendo Papá muy joven, había estado aquejado por una grave enfermedad y le
habían practicado una muy peligrosa operación. Carpintero como era, cuando no
trabajaba no cobraba y no había como solventar los gastos, no ya solo de la
enfermedad, sino –además- de la vida familiar.
Por aquellos tiempos no existía ninguna forma de cobertura o ayuda
social por parte del Estado.
Lo que sí estaba
era la Fratelanza. Esa
hermandad que nos legara el abuelo José, cuando vino de Soragna a trabajar en
la construcción de la ciudad que nacía y que no se ha borrado a través de
generaciones.
Ella fue quien
ayudó, con presencia, dinero y todo lo que hizo falta.
Por eso, la
identificación con Italia, se hizo presente en todos los momentos de la vida de
nuestra familia.
Esa misma
Fratelanza respondió también –como nadie- cuando muchos años después, y en otro
momento muy aciago, fue requerida por un
desesperado Papá.
Claro que esta no
era el único tipo de institución que formaba parte de nuestra vida.
Es mas había otra
que, para nosotros (los chicos) tenía un papel de mayor protagonismo.
Casi esa misma
devoción, era la que nosotros –con nuestros pocos años- profesamos por el Club
Gimnasia y Esgrima de La
Plata. Cuando digo nosotros, no incluyo sólo a Carlitos y a
mi, sino que me refiero a aquel puñado de chicos que nos reuníamos todas las
tardes a jugar a la pelota en la rambla de la calle 19.
Estoy convencido
que hay cosas que se incorporan a uno y se vuelven parte de nuestro ser. Se
incorporan a la sangre. En un sentido de pertenencia. Como si fuera un elemento
mas de nuestra misma esencia.
Así, estoy
convencido, que uno puede cambiar de forma de pensar, de partido político, de
religión, de nacionalidad, de mujer o hasta de lo que se nos pueda ocurrir…
pero lo que nunca se cambia es de Club de fútbol.
De identificación
con una divisa.
Puede darse, pero
es un caso muy excepcional, inimaginablemente y de una innegable traición. Que
digo traición, de alta traición.
¿Por qué nos
hicimos –mi hermano y yo- de Gimnasia? No lo sé. Tal vez la influencia de Mamá
(que alguna vez jugó al tenis para Gimnasia). Tal vez la influencia de las
barritas de amigos.
Alguna vez pensé
que mi identificación apareció con nuestra llegada al barrio de la calle 48 y
19. Por aquel entonces tenía poco menos de dos años y veníamos de donde había
nacido (calle 2 entre 62 y 63) que era pleno barrio “El Mondongo” y epicentro
de la parcialidad gimnasista. Claro que era demasiado chico para ser conciente
de eso.
Al menos eso creía.
Pero no hace mucho encontré –entre las cosas viejas que me quedaron de la
desaparecida casa de 48 y que me dio en custodia la generosidad de Carlitos que
creyó que estaban mas seguras en mis manos para conservarlas- una chiquita, vieja,
amarillenta y ajada foto en blanco y negro de unos cinco chiquilines, mal
entrazados, con la cara sucia y sentados en el cordón de la vereda de una calle
de adoquines (que reconocí como 2 y 62). Entre ellos, estábamos Carlitos y yo, el
mas chiquitito –poco mas de un año- y destacándome por lo blanco de mi pelo, y
¡sorpresa! Teníamos todos, además de una enorme sonrisa, la camiseta del club
del bosque. La que yo tenía puesta, me quedaba enorme, pero la llevaba –se
percibe- con un inmenso orgullo.
Cuando crecí, en el
barrio cuyo epicentro era la esquina de 48 y 19; todos éramos hinchas de
Gimnasia. Había una excepción. Emilito Fraqueli. Pero, como era mas grande que
nosotros (de la barra de mi hermano, con cuatro años mas); para nosotros era
como que ya no era parte del grupo. Además era tan buen chico, que le dejábamos
pasar el desliz. Estaba poco y con él no se hablaba de fútbol.
¿Los demás? En
realidad había como dos categorías. Muchos eran de un equipo de Buenos Aires y
–después- de Gimnasia. Por ejemplo, Carlitos Oquieti era de River y de
Gimnasia, el loco Alfano –fanático total
de Boca- y de Gimnasia, los Lagos eran todos de Rácing y de Gimnasia y así...
Se me ocurre esto
como el reflejo de la sociedad platense de entonces, todavía pueblerina, que
buscaba una forma de identificarse con los referentes porteños.
El resto, la
mayoría, eso sí, éramos hinchas puros.
Pero y volviendo a
nuestra historia, hete aquí, la mas aguda contradicción.
Con todo lo que
quería a Papá. Con los sacrificios, concientes, queridos y compartidos; como el
levantarme por la mañana a las 4 de la madrugada para tomar el mate cocido (que
preparaba como toda una ceremonia) con él, admirarlo mientras leía el diario,
escuchar el informativo radial juntos y acompañarlo antes de que se fuera a
trabajar, para acostarme luego –nuevamente- hasta la hora de ir a la escuela.
Con todo eso, había
algo que –impensadamente- nos separaba.
Papá ¡Era un
fanático hincha de Estudiantes de La
Plata!.
Imposible.
Inconcebible. ¿Cómo podía ser?
Para quien no
conoce ni a la ciudad, ni su ambiente futbolístico, resulta inimaginable
comprender el enfrentamiento entre quienes se identifican con uno u otro color.
La burla, la
chanza, las conversaciones, las discusiones, cuando no alguna que otra pelea…
giran –en gran medida- en torno a este enfrentamiento.
A lo largo de toda
su vida, lo único que no pudo –el pobre Papá- trasmitirnos, fue su
identificación futbolera.
Me acuerdo de
tantas y tantas veces, en que los domingos me sentaba, junto a él, en el taller
de carpintería y escuchábamos los partidos de fútbol. ¡Alentando, cada uno, a los equipos que se enfrentaban, pero a un
equipo diferente!
Papá, que siempre
era un hombre sumamente callado, tranquilo, se transformaba.
El fútbol y
Estudiantes eran la excepción. Vivía cada partido intensamente. Protestaba.
Hablaba solo. Maldecía. Festejaba. Gritaba. Sonreía.
Yo que vivía,
también, en un permanente segundo plano, era casi una fotocopia suya en chico.
Nos hacíamos
bromas, nos “cargábamos”. Los chistes, las ironías mutuas, estaban a la orden
del día. Manejábamos códigos cómplices –pero enfrentados- todo el tiempo. Tal
vez era la forma mas íntima en que estábamos ligados.
No obstante, el
pobre Papá hizo lo que pudo para llevarnos a su molino.
De una y mil
maneras.
Cuando éramos mas
chicos, el obvio regalo del equipo de camiseta, pantalones y medias; que –por
supuesto- quedaba sin uso, hasta que era regalado.
Creo que lo intentó
todo.
La apuesta mayor
fue el hacernos socios de Estudiantes.
Anotarnos en su
pileta de natación (creo que fue por eso que yo, contestatario innato, en mi
rebeldía y obstinación casi enfermiza nunca aprendiera a nadar).
Con los dientes
apretados, iba casi todos los días de verano a la pileta de Estudiantes,
maldiciendo por lo bajo.
Pero –además- el
hecho de ser socio daba la posibilidad de poder entrar a ver los partidos de
fútbol gratis. Eso era lo máximo.
Pues –cumplidor
como siempre fui- no faltaba un solo domingo a la cancha de la calle 1, cuando
–cada quince días- Estudiantes jugaba de local.
Eso sí, iba a la
tribuna visitante.
¡Si habré alentado
a San Lorenzo, Independiente, Racing o Chacarita…!
¡Si me habré
“prendido” a los cánticos contra los locales una y mil veces..! ¡Si habré
gritado los goles que le hacían a los pincharratas..!
Claro que, como
todo en la vida, nunca existe un balance equilibrado.
Y aquí la balanza
se dio vueltas totalmente hacia un solo lado. A partir del año 1967,
Estudiantes comenzó a ganar todo… y Gimnasia hasta tuvo un paso por el
descenso…
Papá dejó de
cargarme… aunque –mas de una vez- me dirigía miradas creo que mezclando
tristeza y compasión, con una dosis de ironía; cuando hablábamos de fútbol,
-entre nosotros- un tema ineludible.
Pasaron los años y
la situación no cambió.
Ya estaba afincado
en Concepción del Uruguay, cuando falleció Papá.
Corriendo riesgo de
vida (por mi militancia pasada en la Juventud Peronista),
recorrimos la terrible noche del 9 de junio de 1978 la distancia hasta La Plata, todavía en una desastrosa
ruta 14 de tierra.
El día en que lo
enterramos, en pleno campeonato mundial 78, se enfrentaban Argentina e Italia.
Cuando volvimos, cansados y sumidos en una profunda tristeza, pasamos por la
casa del tío Enrique. Allí nos enteramos que fue el único partido que perdió la Selección Argentina
en aquel mundial. Fue ante Italia 1
a 0. Lo tomé casi como un homenaje.
Pasaron los años,
regreso la Democracia,
pero la cosa no cambió.
Ni los éxitos de
Estudiantes pararon, ni mi identificación incondicional a Gimnasia (casi en una
completa y total soledad en mi morada entrerriana).
No obstante, hasta
hoy, en cada victoria de Estudiantes, me parece imaginar a Papá –desde lo alto,
desde el mas allá- gozoso, guiñándome un ojo y dedicándome su mejor sonrisa pícara.
Este cuento está
incluído en el material del libro “Diez pasos de pantalones Cortos”, editado en
marzo de 2010.