sábado, 9 de mayo de 2020

EL SUEÑO


Una mas de las reuniones familiares. Todos juntos. Desde los mas viejos hasta los pequeñines. Como buena estirpe italiana, hablando todos a la vez y sin que nadie escuche a nadie.
Si vinieron todos. Florencia y Eduardo, Fernanda y Tulio, Priscila y Pablo, Marian y Seba… también están Cecilia y Mariano… y toda la chiquilinada.
Es el cumpleaños del tío Carlitos y Liliana –su señora- le ha preparado una comida especial: canalones a la Rossini, uno de los manjares que suelen escaparse de sus habilidosas manos.
Los grandes alrededor de la mesa y los chicos corren de aquí para allá. El departamento apenas si lo soporta, parece estirarse como si fuera de goma.
De pronto se escucha un ruido seco y un llanto de niño desconsolado.
Mas gritos y una madre que auxilia al pequeño, mientras los otros (cuatro, para ser mas exacto) le hacen ronda, solo para mirar como lagrimea.
- ¡Estos chicos...! Así no se puede conversar tranquilo…
- ¿Adonde vamos a parar? Pronto vamos a tener que alquilar un club, porque el departamento no da para más…
- ¡Ya te dije, Carlos, que tenemos que comprar un departamento más grande! ¿Ves porque te lo digo? No entiendo porque te negás.
Todo se fue tranquilizando o, mejor dicho, volviendo a su estado anterior pero con un solo detalle diferente: el silencio de los chicos.
El tío Robertito estaba en medio de ellos y les decía:
«Pórtense muy bien, porque -en realidad- ustedes no existen, entienden, no existen; son solo parte de un sueño que tengo y si me despierto, ustedes desaparecen todos… porque no son una realidad… sino solo son producto de mi fantástico sueño… así que mucho ojito con lo que hacen… ¿entienden?»
Los chicos miraban con ojos enormes al tío que les hacía semejante advertencia y se sumergían en el miedo terrible de que aquella advertencia fuera cierta y el fin de su existencia estuviera ligada a que él se despierte.
- Che boludo, a ver si dejas de decirle pavadas a los chicos que después se asustan y no pueden dormir o tienen pesadillas, dijo Carlitos
- Sabés que pasa, que si no hacemos algo, no nos van a dejar de joder… y fijate como quedaron, si se lo creyeron todo, replicó Robertito
- Déjenlos pobrecitos, ¿no ven que son chicos?, fue el reclamo unánime que se escuchó de inmediato.
.......................
- ¡Genaro, Genaro, despertate que ya es hora de ir a la escuela!
- Vamos Genaro, que ya es tarde ¿Qué te pasa? ¿Estabas soñando?

- Si mamá, soñaba con una fiesta donde había un tío loco que inventaba pavadas…

Este cuento esta incluído en el material del libro “De aquí, de allá y de mi abuelo también (y va con yapa)”, editado en diciembre de 2011.

EUGENIO CÁCERES AMABA SU QUINTA DE TOMATES


Después del último día que traspuso la puerta del ministerio, Eugenio se dijo que jamás volvería a él.
Más de 40 años ¡40! Toda una vida había quedado allí. Toda SU vida.
La vuelta al hogar fue una cosa diferente. La casa, antes acogedora y con Delia esperándolo, ya no era su realidad. Ahora la sentía fría y solitaria.
Alguna vez pensó en tener una mascota, pero los tiranos horarios y las repetidas horas extras hubieran torturado al pobre animal, tal como lo hacían con él. Ahora le parecía tarde.
Sus nietos, que de tanto en tanto aparecían a verlo (incluso más que sus hijos), le habían preparado la tierra del pequeño fondo que tenía la casa.
Casi sin darse cuenta nacieron aquellas plantas de tomate que fueron convirtiéndose en algo más en su vida.
El riego, colocarles tutores de caña, atar las plantas para que se fortalezcan, verlas crecer… comenzaron a ser parte de su existencia. Hablaba con ellas, con los retoños, con los frutos… A cada uno un comentario particular, a cada uno lo suyo. ¡Si hasta les había puesto nombre!
En realidad era difícil saber quien sostenía a quien.
Aquella mañana de marzo, al despertarse vio a través de la ventana el cielo totalmente negro.
A los pocos minutos una metralla de granizo terminó implacablemente con la huerta.
Él vio todo a través de la ventana.
Él lo observó desde su cama.
Él sintió cada piedra en su cuerpo.
Él nunca más volvió a levantase de allí.

Este cuento esta incluído en el material del libro “De aquí, de allá y de mi abuelo también (y va con yapa)”, editado en diciembre de 2011.

viernes, 23 de junio de 2017

VALORES


Creo que si alguien quiere intelectualizar los legados, las enseñanzas, los mensajes, que quedan de generación en generación en una familia; no siempre tiene una tarea sencilla.
Nadie (o pocos) se acuerda de los discursos o de las palabras de quienes fueron sus mayores o formadores, mas allá de alguna referencia especial.
Nadie (o pocos) pueden decir puntualizando: que es lo que le enseñaron sus padres (o quienes se encargaron de su educación), ejemplificando: recibí claramente esto o me quedó, sin lugar a dudas, aquello.
Quizás lo que mejor permita acercarse a ese objetivo, sean los recuerdos o anécdotas. Algunas aleccionadoras, otras graciosas, tal vez algunas originales, las menos tristes, pero que –no siempre- esos testimonios de vida se permiten traducir en conceptos concretos. Una enseñanza clara como tal.
No es mi caso. Si bien en la casita de mi La Plata natal, en la calle 48, donde crecí allá a comienzos de los años 60, la que parecía llevar la voz cantante (y por cierto que cantaba muy bien) era Mamá; de quien recibí mas claramente mensajes, fue de Papá.
Tal vez por su propia sencillez. Siempre ubicado en un buscado segundo plano.
Sin embargo dejó la marca de lo que para él eran los principios rectores de una buena vida. No de una buena vida en cuanto a pasarla cómodamente (¡justamente nosotros que vivíamos bastante apretados económicamente hablando!), sino de hacer las cosas que a uno le gustan –dentro de las posibilidades-, en busca de encontrar momentos de felicidad o al menos momentos gratos. Y creo que, tanto Carlitos (mi hermano), como yo –sin que sea nuestra intención o nuestro propósito- recogimos ese testimonio. Tal vez no sea cuestión de decisión, quizás sea inconciente o tal vez genético. Quizás un sello o un distintivo de la familia.
Si quiero hacer un listado, es taxativo y no necesito pensarlo demasiado.
Papá era un hombre fundamentalmente bueno, con una bolsa enorme de amor por los chicos. No solo sus hijos, nosotros, sino por todos los chicos.
Si hay una cosa que lamento es que no haya podido ver el crecimiento de sus nietos… Si bien no fue una decisión querida, le robamos esa posibilidad.
También tenía una confianza ciega en nosotros –sus hijos- (que a veces, por lo menos a mí, me daba un poco de temor porque era una prueba permanente).
Para él era muy clara la diferencia entre lo que estaba bien y lo que estaba mal. A pesar de haber cursado solo hasta el segundo grado de la escuela primaria, no necesitó libros para aprenderlo. En la lógica de la calle, de aquella ciudad de La Plata de principios del siglo pasado. Allí lo aprendió.
Así nos lo trasmitió. No hablando. Con su ejemplo de vida. Todos los días y en cada acto de su vida.
Cinco cosas rescato muy, pero muy claramente, de su herencia: Honestidad, Responsabilidad, Orden, Familia y Lealtad.
Y no pretendo hacer un estudio académico de cada uno de estos conceptos, sino que me quiero concentrar en el último: La Lealtad.
Creo que nunca se habló de él –como tal- específicamente. No hacía falta.
Lealtad concebida como una irrestricta adhesión a las personas que uno ama, a las ideas, a los principios, pero –singularmente- a las instituciones.
Y aquí comenzamos nuestra historia.
Todos los primeros días del mes, llegaba a la casa de mi niñez, un hombre con un manojo de papelitos (eran recibos de pago). Con mis cuatro o cinco años abría la puerta y veía, plantado frente a mí, un enorme señor entrado en años, rubión, de pelo cortito, hablando completamente atravesado, pero con una enorme sonrisa en los labios. No le entendía nada, pero ya sabía. Era “el de la Fratelanza”.
Podía faltar de todo en casa (y de hecho faltaba mucho). Podíamos estar ahorrando para comprar zapatos, ropa o comida; pero siempre estaba dispuesta la cuota para la Hermandad. Eso era lo primero.
Alguna vez supimos que, siendo Papá muy joven, había estado aquejado por una grave enfermedad y le habían practicado una muy peligrosa operación. Carpintero como era, cuando no trabajaba no cobraba y no había como solventar los gastos, no ya solo de la enfermedad, sino –además- de la vida familiar.  Por aquellos tiempos no existía ninguna forma de cobertura o ayuda social por parte del Estado.
Lo que sí estaba era la Fratelanza. Esa hermandad que nos legara el abuelo José, cuando vino de Soragna a trabajar en la construcción de la ciudad que nacía y que no se ha borrado a través de generaciones.
Ella fue quien ayudó, con presencia, dinero y todo lo que hizo falta.
Por eso, la identificación con Italia, se hizo presente en todos los momentos de la vida de nuestra familia.
Esa misma Fratelanza respondió también –como nadie- cuando muchos años después, y en otro momento muy aciago,  fue requerida por un desesperado Papá. 
Claro que esta no era el único tipo de institución que formaba parte de nuestra vida.
Es mas había otra que, para nosotros (los chicos) tenía un papel de mayor protagonismo.
Casi esa misma devoción, era la que nosotros –con nuestros pocos años- profesamos por el Club Gimnasia y Esgrima de La Plata. Cuando digo nosotros, no incluyo sólo a Carlitos y a mi, sino que me refiero a aquel puñado de chicos que nos reuníamos todas las tardes a jugar a la pelota en la rambla de la calle 19.
Estoy convencido que hay cosas que se incorporan a uno y se vuelven parte de nuestro ser. Se incorporan a la sangre. En un sentido de pertenencia. Como si fuera un elemento mas de nuestra misma esencia.
Así, estoy convencido, que uno puede cambiar de forma de pensar, de partido político, de religión, de nacionalidad, de mujer o hasta de lo que se nos pueda ocurrir… pero lo que nunca se cambia es de Club de fútbol.
De identificación con una divisa.
Puede darse, pero es un caso muy excepcional, inimaginablemente y de una innegable traición. Que digo traición, de alta traición.
¿Por qué nos hicimos –mi hermano y yo- de Gimnasia? No lo sé. Tal vez la influencia de Mamá (que alguna vez jugó al tenis para Gimnasia). Tal vez la influencia de las barritas de amigos.
Alguna vez pensé que mi identificación apareció con nuestra llegada al barrio de la calle 48 y 19. Por aquel entonces tenía poco menos de dos años y veníamos de donde había nacido (calle 2 entre 62 y 63) que era pleno barrio “El Mondongo” y epicentro de la parcialidad gimnasista. Claro que era demasiado chico para ser conciente de eso.
Al menos eso creía. Pero no hace mucho encontré –entre las cosas viejas que me quedaron de la desaparecida casa de 48 y que me dio en custodia la generosidad de Carlitos que creyó que estaban mas seguras en mis manos para conservarlas- una chiquita, vieja, amarillenta y ajada foto en blanco y negro de unos cinco chiquilines, mal entrazados, con la cara sucia y sentados en el cordón de la vereda de una calle de adoquines (que reconocí como 2 y 62). Entre ellos, estábamos Carlitos y yo, el mas chiquitito –poco mas de un año- y destacándome por lo blanco de mi pelo, y ¡sorpresa! Teníamos todos, además de una enorme sonrisa, la camiseta del club del bosque. La que yo tenía puesta, me quedaba enorme, pero la llevaba –se percibe- con un inmenso orgullo.
Cuando crecí, en el barrio cuyo epicentro era la esquina de 48 y 19; todos éramos hinchas de Gimnasia. Había una excepción. Emilito Fraqueli. Pero, como era mas grande que nosotros (de la barra de mi hermano, con cuatro años mas); para nosotros era como que ya no era parte del grupo. Además era tan buen chico, que le dejábamos pasar el desliz. Estaba poco y con él no se hablaba de fútbol. 
¿Los demás? En realidad había como dos categorías. Muchos eran de un equipo de Buenos Aires y –después- de Gimnasia. Por ejemplo, Carlitos Oquieti era de River y de Gimnasia,  el loco Alfano –fanático total de Boca- y de Gimnasia, los Lagos eran todos de Rácing y de Gimnasia y así...
Se me ocurre esto como el reflejo de la sociedad platense de entonces, todavía pueblerina, que buscaba una forma de identificarse con los referentes porteños.
El resto, la mayoría, eso sí, éramos hinchas puros.
Pero y volviendo a nuestra historia, hete aquí, la mas aguda contradicción.
Con todo lo que quería a Papá. Con los sacrificios, concientes, queridos y compartidos; como el levantarme por la mañana a las 4 de la madrugada para tomar el mate cocido (que preparaba como toda una ceremonia) con él, admirarlo mientras leía el diario, escuchar el informativo radial juntos y acompañarlo antes de que se fuera a trabajar, para acostarme luego –nuevamente- hasta la hora de ir a la escuela.
Con todo eso, había algo que –impensadamente- nos separaba.
Papá ¡Era un fanático hincha de Estudiantes de La Plata!.
Imposible. Inconcebible. ¿Cómo podía ser?
Para quien no conoce ni a la ciudad, ni su ambiente futbolístico, resulta inimaginable comprender el enfrentamiento entre quienes se identifican con uno u otro color.
La burla, la chanza, las conversaciones, las discusiones, cuando no alguna que otra pelea… giran –en gran medida- en torno a este enfrentamiento.
A lo largo de toda su vida, lo único que no pudo –el pobre Papá- trasmitirnos, fue su identificación futbolera.
Me acuerdo de tantas y tantas veces, en que los domingos me sentaba, junto a él, en el taller de carpintería y escuchábamos los partidos de fútbol. ¡Alentando, cada uno,  a los equipos que se enfrentaban, pero a un equipo diferente!
Papá, que siempre era un hombre sumamente callado, tranquilo, se transformaba.
El fútbol y Estudiantes eran la excepción. Vivía cada partido intensamente. Protestaba. Hablaba solo. Maldecía. Festejaba. Gritaba. Sonreía.
Yo que vivía, también, en un permanente segundo plano, era casi una fotocopia suya en chico.
Nos hacíamos bromas, nos “cargábamos”. Los chistes, las ironías mutuas, estaban a la orden del día. Manejábamos códigos cómplices –pero enfrentados- todo el tiempo. Tal vez era la forma mas íntima en que estábamos ligados.
No obstante, el pobre Papá hizo lo que pudo para llevarnos a su molino.
De una y mil maneras.
Cuando éramos mas chicos, el obvio regalo del equipo de camiseta, pantalones y medias; que –por supuesto- quedaba sin uso, hasta que era regalado.
Creo que lo intentó todo.
La apuesta mayor fue el hacernos socios de Estudiantes.
Anotarnos en su pileta de natación (creo que fue por eso que yo, contestatario innato, en mi rebeldía y obstinación casi enfermiza nunca aprendiera a nadar).
Con los dientes apretados, iba casi todos los días de verano a la pileta de Estudiantes, maldiciendo por lo bajo.
Pero –además- el hecho de ser socio daba la posibilidad de poder entrar a ver los partidos de fútbol gratis. Eso era lo máximo.
Pues –cumplidor como siempre fui- no faltaba un solo domingo a la cancha de la calle 1, cuando –cada quince días- Estudiantes jugaba de local.
Eso sí, iba a la tribuna visitante.
¡Si habré alentado a San Lorenzo, Independiente, Racing o Chacarita…!
¡Si me habré “prendido” a los cánticos contra los locales una y mil veces..! ¡Si habré gritado los goles que le hacían a los pincharratas..!
Claro que, como todo en la vida, nunca existe un balance equilibrado.
Y aquí la balanza se dio vueltas totalmente hacia un solo lado. A partir del año 1967, Estudiantes comenzó a ganar todo… y Gimnasia hasta tuvo un paso por el descenso…
Papá dejó de cargarme… aunque –mas de una vez- me dirigía miradas creo que mezclando tristeza y compasión, con una dosis de ironía; cuando hablábamos de fútbol, -entre nosotros- un tema ineludible.
Pasaron los años y la situación no cambió.
Ya estaba afincado en Concepción del Uruguay, cuando falleció Papá.
Corriendo riesgo de vida (por mi militancia pasada en la Juventud Peronista), recorrimos la terrible noche del 9 de junio de 1978 la distancia hasta La Plata, todavía en una desastrosa ruta 14 de tierra.
El día en que lo enterramos, en pleno campeonato mundial 78, se enfrentaban Argentina e Italia. Cuando volvimos, cansados y sumidos en una profunda tristeza, pasamos por la casa del tío Enrique. Allí nos enteramos que fue el único partido que perdió la Selección Argentina en aquel mundial. Fue ante Italia 1 a 0. Lo tomé casi como un homenaje.
Pasaron los años, regreso la Democracia, pero la cosa no cambió.
Ni los éxitos de Estudiantes pararon, ni mi identificación incondicional a Gimnasia (casi en una completa y total soledad en mi morada entrerriana).
No obstante, hasta hoy, en cada victoria de Estudiantes, me parece imaginar a Papá –desde lo alto, desde el mas allá- gozoso, guiñándome un ojo  y dedicándome su mejor sonrisa pícara.
Este cuento está incluído en el material del libro “Diez pasos de pantalones Cortos”, editado en marzo de 2010.


domingo, 7 de diciembre de 2014

EL DULCE ENCANTO DE LA NADA


En Memoria de don Julio Cesar Albizatti, maestro de periodistas 
y a todos mis compañeros de la redacción del diario La Calle en la década del 70

-      ¡Rodo… Rodo…! Te llama don Julio por teléfono.
En aquellos momentos, una convocatoria de don Julio era un llamado ineludible. Cuando recién comencé a trabajar en el diario La Calle, lo hacía de manera discontinua; esto significaba que cuando alguno de los redactores principales no estaba disponible, me llamaban.
-      Rodolfo, te llamo porque viene El Funcionario y, como está recién asumido, quiere hacer una entrevista de prensa. Vos sabes la expectativa que hay y la importancia que tiene esto tanto para la ciudad, como para él. Por eso necesito que vayas a cubrirla. Va a estar en la Municipalidad a las 18 horas, deberías estar allí unos quince minutos antes y falta solo media hora.
-      Descuide, don Julio, paso por el diario a buscar las cosas y voy para allá.
Vestirme adecuadamente e ir de casa al diario, lo más rápido posible. Unas ocho cuadras casi al trote. En la vieja casona de Moreno y Sarmiento levantaba la cámara fotográfica (con flash, incluido) que me colgaba con una correa en bandolera de izquierda a derecha; mientras que –también en bandolera- de derecha a izquierda me colocaba la batería, necesaria para el funcionamiento del flash. A ese equipamiento, de por sí bastante pesado para mis míseros sesenta y cinco kilos, le sumaba el anotador y dos biromes (así se llamaban las lapiceras de entonces porque el sistema de escritura había sido inventado por un hungaro-argentino llamado Biró). ¿Por qué dos? Por las dudas de que alguna fallara.
Llegue al municipio con la lengua afuera, pero a tiempo.
Después de un respiro, comenzó la espera de El Funcionario que, como toda persona que es (o se cree) importante, hace padecer a quienes deben encontrarse con él.
Cuando, por fin se dispuso todo, acomodé mis elementos de trabajo y comencé a sacar fotografías, no sin que antes me digan los remanidos latiguillos “sacame este perfil, que salgo mejor” o “sacame lindo”. Acto seguido me apronté para desarrollar mi cuestionario.
-      Señor Funcionario, ¿me podría dar una breve descripción del estado de situación con el que se encontró al área que ahora está a su cargo?
-      Señor periodista la realización de las premisas del programa que hemos puesto a disposición de la ciudadanía, nos obliga a un exhaustivo análisis de las condiciones financieras y administrativas existentes. Por otra parte y dados los condicionamientos actuales y su complejidad, estamos llevando a cabo  los estudios pertinentes a cargo de especialistas que cumplen un rol fundamental en las directivas para el desarrollo futuro. Asimismo el aumento constante en cantidad y extensión de nuestra actividad exige la precisión y la determinación del sistema de una participación comunitaria a la que aspiramos, sin embargo no hemos de olvidar que la estructura actual obliga a que nuestra sociedad apuntale la preparación y la realización de las actitudes de sus miembros hacia los deberes que le son ineludibles.
Ante semejante andanada de expresiones vacías, pensé que –como un popular actor de aquel entonces, Fidel Pintos- El Funcionario era un sanatero de primera y solo atiné a mirar a quienes lo rodeaban, tratando de que alguno intentara –al menos- pasar en limpio algo. Todos, sin excepción, asentían visiblemente y le realizaban sonrisas a El Funcionario, como para que se notara su identificación. Hasta parecían orgullosos de aquel mar de palabras sin sentido. El, muy orondo, quedó esperando que continuara con el reportaje. Tragué saliva, hice de tripas corazón y continué.
-      ¿Qué idea tiene en cuanto a lo que debería ser su funcionamiento?
-      De igual manera el nuevo modelo de actividad de nuestras instituciones garantizan la participación de un grupo importante en la formación de estas nuevas proposiciones. La práctica de la vida cotidiana prueba que  el desarrollo continuo de distintas formas de actividad cumple deberes esenciales en la determinación de las direcciones educativas en el sentido del progreso. No es indispensable argumentar el peso y la significación de estos problemas ya que nuestra actividad de información y propaganda facilita la creación del sistema de formación de ciudadanos que se corresponden con las necesidades propias y básicas de nuestra sociedad. Las experiencias ricas y diversas muestran que el reforzamiento y desarrollo de las viejas estructuras obstaculiza la apreciación de la importancia de las condiciones de las actividades apropiadas; por otro lado, el afán de organización, pero sobre todo la consulta con los numerosos miembros activos obstaculiza la apreciación de la importancia de las condiciones de las actividades apropiadas y ese afán de organización, pero sobre todo el reforzamiento y la evolución propia de las estructuras ofrece un aporte interesante de verificación del modelo en desarrollo.
-      ¿Cuáles son las medidas más inmediatas que llevará a cabo?
-      Los superiores principios ideológicos, condicionan que el inicio de la acción general de formación de las actitudes que implica el proceso de reestructuración y modernización de las formas de acción. Incluso bien pudiéramos atrevernos a sugerir que un relanzamiento especifico de todos los sectores implicados habrá de significar un autentico y eficaz punto de partida de las básicas premisas adoptadas. Es obvio señalar que la superación de experiencias permite en todo caso explicitar las razones fundamentales de toda una casuística de amplio espectro. Pero pecaríamos de insinceros si soslayáramos que una aplicación indiscriminada de factores confluyentes asegura en todo caso, un proceso muy sensible de inversión de los elementos generadores. Eso sí, partiendo de una gradualidad asumida y consensuada entre quienes tenemos estas responsabilidades.
-      Señor Funcionario, ¿desearía agregar algo más?
-      Sí, señor periodista, por último y como definitivo elemento esclarecedor me parece fundamental añadir que el proceso consensuado de una y otras aplicaciones concurrentes deriva de una indirecta incidencia superadora de toda una serie de criterios ideológicamente sistematizados en un frente común de actuación regeneradora.
-      Señor Funcionario, Muchísimas gracias.
-      Bueno, bueno, hacete una linda nota para hacerme quedar bien…
Obviamente sin respuesta. Punto final y vuelta apresuradamente a la redacción. El rollo a revelar y yo a tratar de armar la nota lo más rápido posible porque me corría el horario de cierre y tenía que transformar al grotesco borrador de sandeces garabateadas, vía la vieja y noble Lexicón 80, en un relato interesante, claro y digerible, en función de la significación de la importancia de El Funcionario.
Estaba en eso, cuando llegó don Julio.
-      ¿y Rodolfo, como le fue?
-      Bien, don Julio, bien…
-      ¿Algún anuncio que valga la pena?
-      Lo de siempre, don Julio, lo de siempre…
-      ¿algo interesante?
-      Bla, bla, bla y bla
-      Nada importante
-      Nada
-      ¿nada importante?
-      Nada
Mientras le respondía, titulaba la nota: “Trascendentes declaraciones de El Funcionario en su visita a Concepción del Uruguay”.
Fue  el momento en que comencé a transformarme de periodista en escritor de cuentitos.


Este cuento forma parte del libro “Para muestra basta un Cuentito” editado en enero de 2013

viernes, 26 de septiembre de 2014

MEMORIA

¿Me animo?

No se si estas pequeñas historias, vivencias o –como me gusta decirles a mi- “cuentitos” son ciertas o no. Son –al menos- como me parece recordarlas. Como aquella compañera de la que alguna vez renegué (la Memoria), los trae hoy entre un cúmulo de recuerdos, así se los cuento.
¿Por qué renegué de la Memoria?
Cuando por la militancia política que tuve en la Juventud Peronista, nos fuimos (huimos), a vivir a Concepción del Uruguay comenzaba una caza de brujas tremenda en casi toda la Argentina.
 Si bien, todavía no habían llegado los militares,  la siniestra organización que se autodenominaba la triple A, ya cometía atroces asesinatos.
Amigos, parientes políticos desaparecieron bajo sus balas.
El miedo y la lucha por sobrevivir, nos hicieron recalar en la ciudad entrerriana y nos pudimos cobijar bajo la protección de mis generosos suegros.
La modorra de aquella histórica población a la vera del Río Uruguay, fue el lugar que nos recibió con los brazos abiertos, nos dio todo, tranquilidad, paz, trabajo, allí nacieron otros tres hijos... en fin…  todo.
Si bien amo a La Plata que me vio nacer, mi lugar en el mundo es aquí, en las orillas del río de los pájaros… donde tanta gente nos tendió su mano amigable y desinteresada, donde construimos nuestra vida.
Allí comenzamos una nueva historia. Pero sustancialmente distinta.
Claro que, por aquellos años (casi a mediados de la década del 70), quise perder la Memoria.  Entonces decidí hacerlo.
En un ejercicio estudiado, pensado, querido, fui olvidando caras, situaciones, lugares, vivencias de mi vida pasada… pero (sobre todo) personas. Amigos. Compañeros. Vecinos. Tíos. Primos. Parientes. Nombres. Direcciones.
El hecho de caer atrapado por  las patotas o bandas (que fueron policiales o militares o “paras”) no solo hacía temer por la vida propia, de la familia, sino también por el hecho de mencionar nombres. Solo eso, podía costarle la vida a cualquiera que uno pudiera mencionar. Recordar, era extremendamente peligroso. Entonces, había que olvidarlo todo.
Por momentos, lo que habíamos vivido en cuanto a terror y violencia en La Plata, era tan diferente a lo que –al menos así nos parecía a nosotros- se respiraba en la tranquila ciudad siestera de Entre Ríos.
Pero quedaron muchas cosas en el camino.
Mas allá de los puntales que eran Mamá y Papá, también otros afectos, parientes, vecinos, amigos, en fin… muchas, muchas. Demasiadas.
Así que –por ejemplo- el ejercicio natural, campechano de reunirse con amigos de la infancia, excompañeros, y recordar anécdotas, repasar cosas, reírnos juntos; en fin, de todo lo vivido –al menos para mí- fue siempre un imposible.
Nunca tuve un ambiente cálido, donde compartir experiencias con quienes las vivimos juntos. El ambiente era otro. Distinto. Difícil. Peligroso.
No solo no tenía con quien recordar. No quería recordar. Era algo no deseado. No querido. Perder la memoria era mi mas ansiado anhelo.
Cuando en diferentes reuniones se hablaba de la niñez, adolescencia o de aquella primera la juventud o de los años escolares, las experiencias estudiantiles; yo callaba. No estaba. Solo escuchaba.
Jamás hablaba del pasado. Mi pasado no existía.
Durante mucho, mucho tiempo tuve miedo de volver a La Plata.
Durante la Dictadura Militar se había convertido en un verdadero escenario trágico. Solo lo hicimos ante la muerte de Papá y corriendo grandes riesgos.
El hecho de circular por una ruta nos ponía en una situación de total indefensión. Que pidieran documentos, que alguien asociara, sospechara o recordara nombre y militancia, hacía que tratáramos –por todos los medios- de no viajar.
¡Cuánto costó aquel ejercicio...! ¡Cuanto dolió...! ¡Pero cuanto deseo para lograrlo…!
Recuerdo que comenzaba las cartas con “Uruguay” y la fecha. Mamá las guardaba sin sobre, así que –por lo menos- si alguno las encontraba pensaría –en primera instancia- que estaba en la República Oriental.
No hablar, no recordar.
Vivir sin pasado.
Fueron años en que este tremendo ejercicio fue practicado minuto a minuto, situación tras situación, en forma  sistemática y jamás olvidado por ese motor que lo impulsaba: el miedo.
Recién cuando después de la derrota de Malvinas, se retornó a la democracia se fueron empezando a ahuyentar –muy de a poco- los temores, los fantasmas siniestros;  pero ya era tarde para recuperar todo lo perdido.
Aun así, durante mucho, mucho tiempo tuve miedo de volver a La Plata. Los recuerdos de la muerte de tantos y tantos compañeros, amigos y conocidos me abrumaban.
Lo que mas ayudó, fue la presencia de Mamá –todavía viva y en La Plata- y después de su partida, que nuestros hijos comenzaran a estudiar en la Universidad de aquella, mi perdida ciudad.
Así, poco a poco me fui reencontrado.
El miedo fue reemplazado –muy lenta y progresivamente- por una nostalgia enorme y un cariño desmesurado por lo que allí había quedado abandonado. Lo que había sobrevivido.
Quizás esta pequeña introducción sirva para comprender algunos de los relatos que compartiré luego.
Recuperar. Reconstruir. Retornar. Amar. Recordar.
El esfuerzo hoy, es totalmente inverso.
Tal vez por eso, y porque la vida es como es, vuelven a mi mente, como fugaces recuerdos hechos, situaciones, experiencias, sensaciones,  que no se si fueron tal como me aparecen, como se  presentan ante mí o son parte de mi imaginación. Solo una ficción que genera mi mente. Una mentira que el tiempo convirtió en verdad. O una mezcla de ambas. 
No son pocas las veces que confundo las cosas (y no es –al menos asi lo creo- un problema de salud mental).
“Los recuerdos suelen contarnos mentiras”, cantó alguna vez Joan Manuel Serrat. Agrandan, estiran, acortan, ocultan, disfrazan…
Nombres, situaciones, hechos, vividos y no vividos, reales o imaginados, toman una forma y una dimensión especial. Rara. Profunda. Particular. A veces desgarradora. A veces alegre, otras triste. Las mas nostálgicas.
De una u otra forma, estos “cuentitos” no pretenden ser una recopilación histórica. No son historia. No podrían serlo. Son lo que –hasta ahora- pude reunir de mis recuerdos. Como un imposible rompecabezas donde las piezas no terminan nunca de encajar. Donde faltan o sobran algunas. Un rompecabezas que jamás podré terminar de armar. Son mis fantasías.
¿Ahora? ¿Porque ahora? Tal vez por la edad, por la aparición de mis primeros nietos, no sé… en realidad porque… pero aparecen ahora y no antes.
Quien sabe la necesidad de contar, de recordar,  me ayude a recuperar a aquella antes repudiada Memoria o, quizás sea una trampa de ella misma, que ha resucitado en mí y vuelve para vengarse.
Tal vez por ese deseo de sobrevivir a través de las generaciones que nos suceden…
De compartir, de hacer saber, al menos con quienes tenemos cerca, a quien les podamos importar o se puedan interesar, por aquel mundo que vivimos y que hoy no existe mas. Que se desvaneció. Que parece tan lejano. Que no se si alguna vez existió.

Rodolfo O. Negri – 28 de abril de 2009

Esta es la introducción a los cuentos incluídos en el material del libro “Diez pasos de pantalones Cortos”, editado en marzo de 2010.

jueves, 18 de septiembre de 2014

FANTASÍA



Siempre pensé que la imaginación es un ejercicio que nos permite escapar de nuestra realidad. A veces sirve para dar solución a necesidades, deseos o preferencias. Las soluciones pueden ser más o menos realistas.
Si es perfectamente realizable, posible, alcanzable se transforma en lo que siempre creí que era una inferencia (tal vez esté equivocado y no quiero ni deseo poner en tela de una discusión de lógica el asunto, ya que –para el caso- el tema es menor); si no lo es –para mi humilde punto de vista-, entonces es una fantasía.
Imaginación y Fantasía, son dos términos que tienen mucho que ver no solo con los cuentitos que afloran de los años de mi niñez, sino con el desarrollo de toda mi vida.
En realidad, de la vida de todos.
Pero, lo que deseo es volver sobre aquellas épocas, a la luz de estos dos conceptos.
Se me ocurre como ejemplo de imaginación en términos de inferencia una situación de entonces. Cuando por aquellos años de fines de la década del 50, en la casita de la calle 48, hacían falta un montón de cosas.
En principio agrandarla (Carlitos -mi hermano- y yo éramos cada vez mas grandes) y darle una comodidad mínima a nuestras necesidades de espacio se imponía como imprescindible.
Poco era lo que había podido ahorrar la familia (se llegaba con lo justo), pero Mamá y Papá imaginaron un camino para mejorar (tuvieron una inferencia, si es que no me pierdo con el concepto). Ese poco dinero serviría para que Mamá avance en su preparación escolar (tenía que hacer todo el Ciclo Básico del secundario).
Después se anotaría en un curso de Auxiliares Técnicos (en realidad Médicos). Este se dictaba en la Universidad de Buenos Aires (lo que significaba viajar todas las semanas de La Plata a Buenos Aires y eso no era poco costo), para terminar con el título de Pedicura (hoy le dicen Podólogo).
No recuerdo si a lo largo de dos o tres años, Mamá lograría una profesión independiente y comenzaría a aportar al gasto de la familia, mas allá de su trabajo de todos los días.
Así, los pocos ahorros sumados a la enorme inteligencia, el talento, las ganas (las enormes ganas, las tremendas ganas…) y el tesón de su sangre asturiana, después de un tenaz estudio y sacrificio, hicieron que Mamá lograra el objetivo.
A veces me admiro cuando pienso en lo importante que es auto imponerse objetivos tales y ponerse a caminar hacia ellos.
Mamá lo hizo. Y toda la familia la acompañó. ¡Como olvidarme que, mientras lavaba los platos, dejó de recitar poesías, contarnos historias, cantar tangos o las canciones españolas de la abuela Casilda –su mamá, que nunca conocí- y comenzó a recitar… lecciones! Como olvidarme la repetición de conceptos, definiciones, el ensayo de exposiciones orales… o cuando practicaba aplicar inyecciones utilizando naranjas…
Carlitos y yo nos repartimos –como parte del aporte- algunas tareas hogareñas. La limpieza –barrido, baldeo y secado- del patio, el arreglar –implicaba hacer las camas, barrer, etc.- nuestra pieza; el secar los platos y acomodarlos y algunas otras que ya no recuerdo. Esa era nuestra humilde colaboración al enorme esfuerzo que encaró Mamá.
Pienso –hoy y a la distancia- del enorme ejemplo que nos dio con su actitud.
Recuerdo verla regresar de sus viajes en tren a Buenos Aires, en días destemplados de invierno. La veo llegando a casa, con sus apuntes bajo el brazo, su tez completamente blanca, helada y tiritando de frío.
Mamá logró su objetivo.
En poco tiempo se montó el consultorio en casa, comenzó a trabajar (por suerte muy bien) y gracias a todo ese sacrificio, nuestra vida –económicamente hablando- comenzó a mejorar.
Además, sumó otro servicio al barrio entero. Por ejemplo con la aplicación de inyecciones y cuántas cosas mas, que Mamá hacía desinteresadamente (es decir gratis) para todo el barrio, en función de todo lo que había aprendido y con el solo afán de ayudar a los vecinos.
Me acuerdo que yo –tenía unos 6 o 7 años- le hacía de “secretario”, ya que recibía a las pacientes que llegaban a casa para atenderse (casi todas mujeres). Tocaban el timbre y a mi me correspondía abrir la puerta y acomodarlas en la sala de espera.
Cada una me reportaba 10 centavos (según la comisión determinada por Mamá), que yo anotaba puntillosamente en unos papeles viejos. Al término del día hacía la suma y mamá me pagaba.
Nunca dejaba de cumplir lo prometido.
Esa plata la guardaba celosamente.
¡Cuántas veces la pelota de la barrita de calle 48 se compró con el pozo que se iba formando..!
¡Si hasta Carlitos –casi adolescente- me pedía plata prestada..!
Aquí, la imaginación, transformada en inferencia, fue un objetivo de vida, un anhelo que, con gran esfuerzo y sacrificio, se hizo realidad.
No son pocas las veces que mientras le digo a nuestros hijos “Nada bueno se consigue sin sacrificio”  veo la borrosa imagen de Mamá lavando los platos, con sus manos llenas de detergente, repitiendo sus lecciones.
Dicen que Einstein decía “Si lo puedes imaginar, lo puedes lograr”. Mamá nos lo demostró.
Fantasía es otra cosa.
Es lo que va mas allá de lo real.
Arranca de lo totalmente imaginario (Guillermito Quijano aseguraba, sin ponerse colorado, que desde Lezama –de allá era su familia- se podía ver la línea que dividía entre el día y la noche… y lo peor es que –en algún momento- nosotros hasta llegamos a creer que era cierto…). La Fantasía no tiene límites por delante.
En la edad que teníamos entonces, la Fantasía se hacía presente a cada paso.
Cuando creíamos que tendríamos un hermanito, porque enviábamos un “telegrama" –con tal pedido- por el hilo del barrilete…
En realidad, era un papelito al que le hacíamos un agujerito en el medio, con un mensaje escrito que colocábamos en el hilo del barrilete y el viento hacía que fuera subiendo… La idea es que eso llegaba al Cielo… llegaba a Dios y se haría realidad…
Cuando los bebes venían de París, los traía la cigüeña o aparecían debajo de un repollo.
Cuando, en pleno partido de la tarde metíamos un gol, en aquella rambla casi sin pasto de la calle 19 e imaginábamos a toda una tribuna vibrando con el grito de gol y coreando nuestro nombre…
Fantasía era el mundo que nos reunía todos los días a las 6 de la tarde cuando –yo en el taller de Papá- me pegaba a la radio para escuchar a Tarzán (Toddy mediante)… o cuando escuchábamos “El León de Francia” y nos remontábamos ya sea a la jungla –de la mano del profesor Filander, Juana o Tarzanito- o a la antigua Francia, entre espadachines y cortesanas…
Fantasía era cuando jugábamos al policía y al ladrón (siempre me pregunté porque todos queríamos ser ladrones y nadie policía), a los vaqueros y los indios…
Cuando juntábamos, en un ejercicio colectivo, pasto y alimento para los camellos de los Reyes Magos…
Cuando imaginábamos que íbamos de pesca, cuando en realidad recogíamos renacuajos en los desagües de las zanjas de la –por entonces todavía de tierra- calle 22…
Pero hubo un día que todo cambió.
No me acuerdo efectivamente cuando fue.
Pero si recuerdo como y donde sucedió.
Un día, como cualquier otro, se levantó una extraña torre por encima de la casa de Emilito Fraqueli. Sí, al lado de lo de Jorgito Calderón.
No entendíamos demasiado que pasaba, hasta que esa misma tarde, su mamá (no recuerdo –desgraciadamente- su nombre, creo que era Eve, pero no estoy seguro) que era un encanto de mujer, invitó a todos los chicos del barrio a tomar la merienda en su casa.
La cita era a las cinco de la tarde.
En la puerta nos fuimos juntando y cuando estábamos todos, tocamos el timbre… y entramos.
¡Allí apareció...! ¡Allí lo vimos por primera vez…! ¡Un televisor...!
¡El primer televisor del barrio...!
Ver películas no era ningún mérito, pero significaba ir hasta el Centro Cultural General San Martín (en la esquina de 22 y 53) y presenciar las aventuras de Tom Mix (que recuerdo que podía hacer vueltas carnero, sobre un abismo, montado en su caballo) algunos fines de semana. Con sorteo incluido (con una suerte impensada, varias veces volví a casa con algún regalito). O ir al Cine Cervantes...
¡Pero tener un cine en casa, era como un sueño hecho realidad!
Así, vimos –por primera vez- en la casa de Emilito, al Cisco Kid.
Creo que es un recuerdo imborrable. Toda una tribuna de chiquilines, en total silencio y presenciando aquellas imágenes borrosas y en blanco y negro.
De a ratos, había aplausos, gritos de alegría o de desaprobación.
Los Fraqueli eran una familia maravillosa amante de los chicos y tremendamente generosa.  El papá pintor y la mamá ama de casa. Tenían un hijo único: Emilito.
Su pequeña familia, de pronto se multiplicó y multiplicó.
Pero, para ellos no era sino una alegría (o por lo menos, así lo demostraban). Al punto tal que casi se hizo una costumbre el ir –por las tardes- a su casa a ver aquel fantástico (aquí sí cabe, si me permiten, esa palabra) espectáculo (merienda incluida).
No sé por cuánto tiempo.
No sé cuando apareció el segundo o tercer televisor… y la costumbre se fue diluyendo.
Creo que en cada uno de todos los chicos se iba alimentando el enorme deseo de poder contar con aquella maravilla en casa.
Ya no alcanzaba escuchar la radio e imaginar las escenas de lo que escuchábamos.
Ya era poca la lectura de los libros de la biblioteca Billiken, de Sandokan, Tarzán. Tom Sawyer o el Conde de Montecristo.
Me acuerdo que se comentaba en casa que nuestra “prima” Laurita (hija del “tío” Koszarek, abogado de dinero y hombre económicamente fuerte de la familia de Papá), presionaba a su padre diciéndole que escuchaba la radio, mirando la heladera. Así imaginaba tener un televisor.
No fue explosivo, pero poco a poco, los techos de aquel barrio fueron siendo tierra fértil para la paulatina siembra y el florecimiento de un sinnúmero de antenas de televisión.
De pronto se convirtió en el sueño de todos.
Solo se hablaba de eso. De aquel programa que tal o cual había visto en tal o cual casa.
De lo que pasaría en el próximo episodio.
Una ilusión y un entusiasmo que ganó a todos.
Por supuesto que, nosotros, ni imaginábamos que tal cosa pudiera ocurrir en casa.
Siempre se gastaba solo en lo necesario.
El tiempo pasó y como que estábamos hechos a la idea.
Pero, nos equivocamos.
Ocurrió.
Me acuerdo que estaba en quinto grado.
Volvía caminando de la escuela cerca del mediodía y ante mi total asombro, cuando apenas dí vuelta la esquina de la calle 19, ví a un par de hombres subidos en el techo de casa.
A medida que me acercaba iba pudiendo ver mejor.
No lo podía creer.
Hierros, riendas, clavijas…
¡Que alegría!
¡Estaban instalando una antena de televisión...!
Me parecía, algo fantástico, así como tocar el cielo con las manos…
Como llegar a la luna…
¡Teníamos televisor...!
Podíamos ver las series, los programas cómicos, los musicales…
Pero el cambio fue mayor.
Poco a poco comenzamos a dosificar nuestra presencia en la rambla.
“Ahora empieza tal programa” o “tengo que hacer los deberes ahora, porque después viene… y no me lo quiero perder”. 
El fútbol solo fue quedando para los sábados, pronto nos olvidamos de las figuritas o las bolitas…
Solo las siestas nos reunían durante el verano.
Las tardes del barrio –durante la semana- se fueron transformando en un despoblado.
Así fuimos matando aquel encuentro permanente y diario.
Así nos fuimos disgregando.
Así fue como –en el barrio de la esquina de 19 y 48- día a día y poco a poco, se comenzó a morir la Fantasía.

Este cuento está incluído en el material del libro “Diez pasos de pantalones Cortos”, editado en marzo de 2010.